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– Pero a veces… ¿hay algo?

Rob asintió.

– Bueno, ¿qué es? -quiso saber Barber irritado-. Chico, ¿qué es lo que sientes?

Rob no fue capaz de definirlo ni de describirlo con palabras. Era una medición acerca de la vitalidad de la persona, como asomarse a un pozo oscuro y percibir cuánta vida contenía.

Barber consideró el silencio de Rob como prueba de que se trataba de una sensación imaginaria.

– Creo que regresaremos a Hereford y comprobaremos si el viejo sigue gozando salud -dijo con malicia. Se molestó cuando Rob estuvo de cuerdo-. ¡Bobo, no podemos volver! -exclamó-. Si el viejo ha muerto, estaríamos metiendo la cabeza en el lazo del verdugo

Con frecuencia y estentóreamente, siguió burlándose del "don”.

Empero, cuando Rob empezó a olvidarse de coger las manos de los pacientes, le ordenó que siguiera haciéndolo.

– ¿Por qué no? ¿Acaso no soy un prudente hombre de negocios? ¿Qué os cuesta entregarnos a esta fantasía?

En Peterborough, a pocas millas pero a una vida de distancia de la cabaña de la que había huido de niño, una interminable y lluviosa noche de agosto Barber se sentó a solas en la taberna y bebió lenta pero copiosamente.

A medianoche el aprendiz fue a buscarlo. Rob lo encontró haciendo eses por el camino y lo ayudó a regresar junto a la lumbre.

– Por favor -susurró Barber temeroso.

Rob J. se sorprendió al ver que el borracho alzaba ambas manos y se las ofrecía.

– ¡Ah, por favor, en nombre de Cristo! -repitió Barber.

Finalmente, Rob entendió. Cogió las manos de Barber y lo miró a los ojos. Segundos después, Rob asintió con la cabeza.

Barber se dejó caer en el lecho. Eructó, se puso de lado y durmió sin preocupaciones.

Aquel año Barber no consiguió regresar a tiempo a Exmouth para pasar invierno, pues habían empezado tarde y las hojas caídas del otoño los sorprendieron en la aldea de Gate Fulford, en la zona ondulada de York. Los brezales fueron pródigos en plantas que perfumaban el aire frío con sus aromas. Rob y Barber se guiaron por la Estrella Polar, haciendo un alto en las aldeas del camino para realizar jugosos negocios, y condujeron el carromato en la interminable alfombra de brezo morado hasta llegar a la ciudad de Carlisle.

– Nunca voy más al norte de aquí -declaró Barber-. A pocas horas estaba la Northumbria y empieza la frontera. Más allá está Escocia, que como todo el mundo sabe es una tierra de follajes y ovejas, peligrosa para los ingleses honrados.

Acamparon una semana en Carlisle y acudieron todas las noches a la taberna, donde el alcohol sensatamente comprado pronto permitió que Barber averiguara de qué refugios podría disponer. Alquiló una casa en el páramo, provista de tres pequeñas habitaciones. No se diferenciaba mucho de la cabaña que poseía en la costa sur, pero, para su disgusto, la de Carlisle carecía de chimenea de piedra. Acomodaron los lechos a ambos lados del hogar como si se tratara de la hoguera del campamento, y a poca distancia encontraron una cuadra dispuesta para alojar a Incitatus. Barber volvió a comprar pródigamente provisiones para el invierno, lo que le resultó fácil gracias al dinero, que nunca dejaba de producir en Rob una asombrosa sensación de bienestar.

Barber se abasteció de ternera y cerdo. Había pensado adquirir un pernil de venado, pero ese verano tres cazadores del mercado fueron ahorcados en Carlisle por matar los ciervos del rey, reservados para las cacerías de los nobles. Cambió de idea y compró quince gallinas gordas y un saco de forraje.

– Las gallinas son tu dominio -comunicó Barber a Rob-. Debes ocuparte de alimentarlas, sacrificarlas cuando te lo pida, aderezarlas, desplumarlas y prepararlas para mi olla.

Rob pensó que las gallinas eran unos seres impresionantes, grandes y de color amarillo, con patas sin plumas, crestas rojas, barbas y orejas con lóbulo. No pusieron reparos cuando por las mañanas robaba de sus nidos cuatro o cinco huevos blancos.

– Te consideran un puñetero gallo -Comentó Barber.

– ¿Por qué no les compramos un gallo?

Barber, a quien en las frías mañanas de invierno le gustaba dormir hasta tarde y, consecuentemente, detestaba los cacareos, se limitó a gruñir.

Rob tenía pelos castaños en el rostro, pelos que no podían considerarse una barba. Barber dijo que sólo los daneses se afeitaban, pero el chico sabía que no era cierto, porque su padre siempre se había rasurado el rostro. El equipo quirúrgico de Barber contenía una navaja, y el hombre gordo asintió de mala gana cuando Rob le preguntó si podía usarla. Aunque se cortó la cara, el hecho de afeitarse lo ayudó a sentirse mayor.

La primera vez que Barber le ordenó que sacrificara una gallina se sintió muy joven. Las aves lo contemplaban con sus ojillos como pequeños abalorios negros, como dándole a entender que podían ser amigos. Al final rodeó con dedos fuertes el cogote más próximo y, estremeciéndose, cerró los ojos.

Un giro enérgico y convulsivo, y todo acabó. Pero la gallina lo castigó después de muerta, porque no soltó amablemente las plumas. Tardó horas en arrancarlas, y cuando le entregó a Barber el cadáver grisáceo, lo miró con desdén.

La segunda vez que hizo falta una gallina, Barber le enseño magia de verdad. Abrió el pico de la gallina y hundió un delgado cuchillo por el cielo de la boca hasta llegar al cerebro. La gallina se relajó de inmediato en la muerte y entregó sus plumas: salieron a grandes manojos ante el más leve tirón.

– Te daré una lección -dijo Barber-. Es igual de fácil llevar a un hombre a la muerte, y lo he hecho. Resulta más difícil mantener asida la vida y aún más difícil aferrarse a la salud. Esas son las tareas a que debemos dirigir nuestras mentes.

El clima de finales de otoño era perfecto para recolectar hierbas, así que recorrieron bosques y brezales. Barber se mostraba especialmente deseoso de recoger verdolaga. Empapada de panacea, producía un agente que llevaba a que la fiebre bajara y se disipara. Para gran decepción por su parte, no la encontraron. Había otras cosas más fáciles de recoger, como pétalos de rosas rojas para cataplasmas y tomillo y bellotas que se molían, se mezclaban con grasa y se extendían sobre las pústulas del cuello. Otros vegetales requerían laboriosos esfuerzos, como extraer la raíz del tejo, que ayudaba a las embarazadas a retener el feto. Recogieron hierbaluisa y eneldo para combatir afecciones urinarias; cálamo aromático de los pantanos para evitar el deterioro de la memoria provocado por los humores húmedos y fríos; bayas de enebro que se hervían, para despejar los conductos nasales taponados; altramuz para preparar paños calientes a fin de abrir abscesos, y mirto y malva para aliviar las erupciones que escuecen.

– Has crecido más rápidamente que estas hierbas -observó Barber con picardía, y decía la verdad.

Era casi tan alto como Barber y hacía mucho tiempo que había dejado el traje que Editha le cosiera en Exmouth. Cuando Barber lo llevó a Carlisle y encargó "nuevas ropas de invierno que le sirvan una larga temporada”, el sastre meneó la cabeza.

– El chico seguirá creciendo, no? ¿Qué tiene? ¿Quince, dieciséis años? Un muchacho de esa edad crece mucho más rápido de lo que le puede durar la ropa.

– ¡Dieciséis! ¡Aún no ha cumplido los once!

El sastre miró a Rob con regocijo no exento de respeto.

– ¡Será un hombre fornido! A decir verdad, dará la sensación de que sus vestimentas encogen. ¿Se me permite proponer que arreglemos un traje?

Otro de los trajes de Barber, de tela gris casi buena, fue recortado y cosido. En medio de la hilaridad general, resultó que cuando Rob se lo probó era ancho en exceso y demasiado corto de mangas y perneras. El sastre aprovechó la tela sobrante del ancho para alargarlas, escondiendo las costuras con garbosas bandas de tela azul. Rob había andado descalzo casi todo el verano pero pronto comenzarían las nevadas y se sintió agradecido cuando Barber le compró botas de cuero.