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Caminó con ellas, cruzó la plaza de Carlisle hasta la iglesia de San Martín y golpeo el aldabón de las inmensas puertas de madera, que al final abrió un coadjutor anciano de ojos legañosos.

– Padre, si es tan amable, busco al sacerdote Ranald Lovell. -El coadjutor parpadeó.

– Conocí a un cura de ese nombre que ayudaba a misa con Lyfing, en tiempos en que Lyfing era obispo de Wells. La próxima Pascua hará diez años que ha muerto.

Rob negó con la cabeza.

– No se trata del mismo sacerdote. Hace pocos años vi al padre Ranald con mis propios ojos.

– Tal vez el hombre al que conocí se llamaba Hugh Lovell en lugar de Ranald.

– Ranald Lovell fue trasladado de Londres a una iglesia del norte. Tiene a mi hermano, William Steward Cole, que es tres años más joven que yo

– Hijo mío, es posible que ahora tu hermano tenga otro nombre. A veces los sacerdotes llevan a sus chicos a una abadía para que se conviertan en acólitos. Tendrás que preguntar a otros por todas partes. La Madre Iglesia es una mar grande e infinita y yo no soy más que un ínfimo pez. -El viejo cura inclinó amablemente la cabeza, y Rob lo ayudó a cerrar las puertas.

Una piel de cristales opacaba la superficie de la pequeña charca que hay detrás de la taberna del pueblo. Barber señaló los patines sujetos a una cuerda de su minúscula casa.

– Es una pena que tengan ese tamaño. No te cabrán porque tienes pies extraordinariamente grandes.

El hielo se espesó diariamente hasta que una mañana devolvió un firme golpe seco cuando Rob se encaminó al centro de la charca y pateó. Cogió los patines demasiado pequeños. Eran de cornamenta de ciervo tallada y casi idénticos al par que su padre le había fabricado cuando tenía seis años. Aunque pronto le quedaron pequeños, los usó tres inviernos y ahora se llevó hasta la charca los que cogió de la casa y se los ató a los pies. Al principio los usó encantado, pero los bordes estaban mellados y embotados, y su tamaño y estado lo dejaron en la estacada cuando intentó girar. Agitó los brazos y cayó pesadamente y se deslizó un buen trecho.

Reparó en que alguien reía.

La chica tenía unos quince años y su risa demostraba verdadera alegría

– ¿Sabes hacerlo mejor? -preguntó acalorado, al tiempo que reconocía para sus adentros que era una muñeca bonita, demasiado delgada y desproporcionada, pero con cabellos negros como los de Editha.

– ¿Yo? -inquirió-. ¡Vamos! Ni sé si jamás me atrevería a intentarlo.

El malhumor de Rob se esfumó como por encantamiento.

– Son más adecuados para tus pies que para los míos -dijo. Se quitó lo patines y los llevó a la orilla, donde estaba la chica-. No es nada difícil. Te enseñaré.

Muy pronto superó las objeciones de la chica, y poco después le ataba los patines a los pies. La muchacha no sabía mantener el equilibrio sobre la poco habitual superficie resbaladiza del hielo y se aferró a Rob, con expresión de alarma en sus ojos pardos y dilatando las ventanas de la nariz.

– No temas; yo te sujeto -aseguró Rob.

Sustentó el peso de la chica y la empujó por el hielo desde atrás, reparando en sus nalgas tibias.

Ahora la muchacha reía y gritaba mientras él la hacía dar vueltas alrededor de la charca. Dijo llamarse Garwine Talbott, y añadió que su padre, Alfric Talbott, poseía una granja en las afueras.

– ¿Cómo te llamas?

– Rob J.

La chica parloteó, revelando que tenía infinita información sobre él, que Carlisle era un villorrio. Estaba enterada de cuando habían llegado Barber y él, de su profesión, de las provisiones que habían comprado y de quién era el dueño de la casa que habían alquilado.

Más tarde, deslizarse por el hielo le resultó divertido. Sus ojos brillaban de contento y el frío tiñó de rojo sus mejillas. Su pelo voló hacia atrás, dejando al descubierto un lóbulo pequeño y rosado. Tenía el labio superior delgado y el inferior tan lleno que parecía hinchado. Rob vio un cardenal desteñido en su pómulo. Cuando la chica sonrió, notó que uno de los dientes de abajo estaba torcido.

– Entonces, ¿reconoces a la gente?

– Sí, por supuesto.

– ¿También a las muñecas?

– Tenemos una muñeca. Las mujeres señalan las zonas que les duelen.

– ¿Tiene buen aspecto?

"No tanto como el tuyo”, quiso decir, pero no se atrevió. Se encogió de hombros.

– Se llama Thelma.

– ¡Thelma! -La chica tenía una risa intensa e irregular que lo obligó a sonreír-. ¡Eh! -exclamó, y alzó la mirada para ver donde se encontraba el-. Debo regresar para el ordene de última hora -explicó, y su suave plenitud se apoyó en el brazo de Rob.

Se arrodilló ante ella en la orilla y le quitó los patines.

– No son míos; estaban en la casa -dijo-. Puedes quedártelos un tiempo y usarlos.

La chica sacudió rápidamente la cabeza.

– Si los llevara a casa, él sería capaz de matarme y querría averiguar qué hice para conseguirlos.

Rob notó que una oleada de sangre trepaba por su cara. Para librarse de la incomodidad, cogió tres piñas y le dedicó unos juegos malabares.

La joven rió, aplaudió y, con una jadeante bocanada de palabras, le explicó cómo llegar a la granja de su padre. Antes de partir vaciló y se volvió unos segundos.

– Los jueves por la mañana. Las visitas no le gustan, pero los jueves por mañana lleva quesos al mercado.

Llegó el jueves y Rob no salió a buscar la granja de Aelfric Talbott. Se quedó en la cama pusilánime, y temeroso, no por causa de Garwine ni de su padre, sino por las cosas que ocurrían en su interior y que no comprendía; misterios que no tenía valor ni sabiduría para afrontar.

Había soñado con Garwine Talbott. En el sueño se habían acostado en el pajar, tal vez en el granero del padre de ella. Era el tipo de sueño que había tenido tantas veces con Editha, e intentó limpiar la ropa de cama sin llamar la atención de Barber.

Comenzaron las nevadas. Cayó como un espeso plumón de ganso, y Barber cubrió con pieles los vanos de las ventanas. El aire del interior de la casa se volvió viciado, e incluso de día era prácticamente imposible ver si no estaba uno junto a la lumbre.

Nevó cuatro días, con muy breves interrupciones. Deseoso de hacer algo, Rob se sentó junto al hogar y trazó dibujos de las diversas hierbas recolectadas. Utilizó trozos de carbón rescatados del suelo y corteza de la leña, y dibujó la menta rizada, los pétalos desmayados de las flores puestas a secar hojas con venas del trébol de las habas silvestres. Por la tarde, derritió nieve en el fuego y dio de comer y beber a las gallinas, cuidando de abrir y cerrar rápidamente la puerta del improvisado corral, porque el hedor era cada vez más insoportable.

Barber se quedó en la cama, bebiendo sorbitos de hidromiel. La segunda noche de la nevada anduvo con dificultad hasta la taberna y regresó con una tabernera rubia y silenciosa llamada Helen. Rob intentó observarlos desde su lecho al otro lado del hogar porque, aunque había presenciado el acto muchas veces, lo desconcertaban ciertos detalles que últimamente se habían colado en sus pensamientos y en sus sueños. Sin embargo, no pudo atravesar la espesa oscuridad y se limitó a estudiar sus cabezas iluminadas por la luz del fuego. Barber se mostró embelesado y absorto, pero la mujer parecía retraída y melancólica: como alguien que se dedica sin alegría a cumplir una obligación.

En cuanto la mujer partió, Rob cogió un trozo de corteza y un fragmento de carbón. En lugar de dibujar las plantas, intentó esbozar los rasgos de una mujer.

Barber, que iba en busca del orinal, se detuvo a observar el boceto y frunció el ceño.

– Me parece que conozco esa cara-comentó. Poco después, de regreso en la cama, alzó la cabeza entre las pieles y exclamó-. ¡Vaya! ¡Si es Helen!

Rob estaba muy contento. Intentó hacer un retrato del vendedor de ungüentos Wat, pero Barber sólo logró identificarlo después de que el ayudante añadiera la pequeña figura del oso Bartram.