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– Debes ahondar en tu intento de recrear caras, pues estoy convencido de que nos resultará útil -dijo Barber, que en seguida se hartó de observar a Rob y volvió a beber hasta que se quedó dormido.

El martes cesó la nevada. Rob se cubrió las manos y la cabeza con trapos y buscó una pala de madera. Limpió un sendero que salía de la puerta de la casa y se dirigió a la cuadra para ejercitar a Incitatus, que estaba engordando por la falta de trabajo y la ración cotidiana de heno y granos dulces.

El miércoles ayudó a varios chicos de Carlisle a quitar con palas la nieve de la superficie de la charca. Barber sacó las pieles que cubrían los agujeros de las ventanas y dejó que el aire frío pero fragante campara por la casa. Lo celebró asando un trozo de cordero, que acompañó con jalea y pastelitos de manzana.

El jueves por la mañana, Rob cogió los patines y se los colgó del cuello por las tiras de cuero. Se dirigió a la cuadra, sólo puso la brida y el cabestrillo a Incitatus, montó y salió de la población. El aire crujía, el sol brillaba y la nieve era pura.

Se transformó en romano. De nada servía simular que era Calígula, amo del Incitatus original, porque sabía que Calígula se había vuelto loco y había encontrado un desdichado final. Decidió ser César Augusto y condecoró a la guardia pretoriana por la Via Appia hasta Brindisi.

No tuvo dificultades para encontrar la granja de los Talbott. Se alzaba exactamente donde la chica había dicho. Aunque la casa estaba ladeada amén de tener muy mal aspecto y el techo hundido, el granero era amplio y se encontraba en perfectas condiciones. La puerta estaba abierta y oyó que alguien se movía dentro, entre los animales.

Siguió montado sin saber qué hacer, pero Incitatus relinchó y no tuvo más remedio que anunciarse.

– ¿Garwine? -preguntó.

En la puerta del granero apareció un hombre que se encaminó lentamente hacia él. Esgrimía una horquilla de madera cargada de estiércol y se dio cuenta de que estaba borracho. Era un hombre cetrino y jiboso, con una descuidada barba negra del color de la cabellera de Garwine. Sólo podía tratarse de Aelfric Talbott.

– ¿Quién eres? -inquirió.

Rob le respondió.

El hombre se tambaleó.

– ¡Vaya, Rob J. Cole! No has tenido suerte. No está aquí. La muy putilla se ha largado.

La horquilla cargada de estiércol se movió ligeramente y Rob tuvo la certeza de que en un santiamén él mismo y el caballo serían rociados con excrementos de vaca frescos y humeantes.

– Sal de mi propiedad -ordenó Talbott.

Estaba llorando. Lentamente, Rob guió a Incitatus de regreso a Carlisle. Se preguntó adónde habría ido la chica y si lograría sobrevivir.

Ya no era César Augusto a la cabeza de la guardia pretoriana. Sólo era un chiquillo enredado en sus dudas y temores.

Cuando llegó a casa, colgó los patines de la viga y nunca volvió a usarlos

EL JUDIO DE TETTENHALL

No había nada qué hacer salvo aguardar la llegada de la primavera. Habían elaborado y embotellado nuevas partidas de Panacea Universal. Todas las hierbas que Barber encontró, con excepción de la verdolaga para combatir las fiebres, estaban secas y en polvo, o remojadas en la medicina. Sentíanse fatigados de practicar los juegos malabares y hartos de ensayar magias, Barber estaba también cansado del Norte, de beber y dormir.

– Estoy demasiado impaciente para seguir arrastrándome mientras se consume el invierno -dijo una mañana de marzo, y abandonaron Carlisle prematuramente, avanzando con lentitud hacia el sur porque los caminos todavía estaban casi intransitables.

Tropezaron con la primavera en Beverley. El aire se suavizó, y emergió junto con una multitud de peregrinos que habían visitado la gran iglesia de piedra consagrada a San Juan Evangelista. Rob y Barber montaron el espectáculo, y su primer gran público de la nueva temporada respondió con entusiasmo. Todo fue bien durante los tratamientos hasta que, al hacer pasar a la sexta paciente detrás del biombo de Barber, Rob tomó las delicadas manos de una elegante mujer.

Rob sintió que se le aceleraba el pulso.

– Pasad, señora -dijo débilmente.

Le hormigueaba la piel donde sus manos se unieron. Se volvió e intercambio una mirada con Barber.

Barber palideció. Casi con brutalidad, empujo a Rob hasta quedar fuera del alcance de los oídos de la paciente.

– ¿No tienes ninguna duda? Debes estar absolutamente seguro.

– Morirá muy pronto -afirmó Rob.

Barber regresó junto a la mujer, que no era vieja y parecía gozar de buena salud. No se quejó de ninguna dolencia y dijo que sólo había ido a comprar un filtro.

– Mi marido es un hombre de edad. Su ardor languidece, mas me admira -dijo serenamente.

Su refinamiento y la ausencia de falso pudor la dotaban de dignidad.

Llevaba ropa de viaje, confeccionada con finos paños. Evidentemente, era una mujer rica.

– Yo no vendo filtros. Eso es magia y no medicina, señora.

La mujer murmuró una disculpa. Barber se aterrorizó al ver que no lo corregía en el tratamiento que le había dado: ser acusado de brujería por la muerte de una noble significaba la destrucción segura.

– Un trago de alcohol suele producir el efecto deseado. Fuerte y caliente -, le dijo antes de retirarse.

Barber se negó a aceptar pago. En cuanto la mujer hubo salido, presentó sus excusas a los pacientes que aún no había atendido. Rob ya estaba cargando el carromato.

Así, huyeron una vez más. En esta ocasión apenas hablaron durante la escapada. En cuanto estuvieron bastante lejos y acamparon para pasar la noche, Barber rompió el silencio.

– Cuando alguien muere repentinamente, su mirada queda vacía -dijo en voz baja-. La fisonomía pierde expresión, y a veces la cara se torna purpúrea. Una comisura de la boca cuelga, cae un párpado, los miembros se vuelven de piedra. -Suspiró-. Es despiadado.

Rob no contestó.

Prepararon las camas e intentaron dormir. Barber se levantó y bebió un rato, pero esta vez no tendió sus manos al aprendiz para que las retuviera

En el fondo de su alma, Rob sabía que no era un hechicero, pero sólo podía existir otra explicación, y no la comprendía. Permaneció echado y rezo. "Por favor, quítame este sucio don y devuélvelo a su lugar de origen.

Furioso y abatido, no pudo evitar un fruncimiento de cejas, pues la mansedumbre nunca le había dado ninguna ventaja. "Es algo que podría estar inspirado por Satán, y no quiero tener nada que ver con eso”, le gruñó a Dios

Al parecer, su oración fue escuchada. Aquella primavera no hubo más incidentes. Se mantuvo el buen tiempo, con días soleados más cálidos y secos que de costumbre, buenos para los negocios.

– Buen tiempo en el día de San Swithin -dijo Barber una mañana, en tono triunfal-. Todo el mundo sabe que eso significa buen tiempo durante otros cuarenta días.

Gradualmente sus temores se apaciguaron, y fueron animándose.

¡Su amo recordó su cumpleaños! La tercera mañana siguiente al día de San Swithin, Barber le hizo un hermoso regalo: tres plumas de ganso, un pote de tinta y una piedra pómez.

– Ahora puedes emborronar las caras con algo distinto de un trozo de carbón.

Rob no tenía dinero para comprarle a Barber un regalo de cumpleaños pero un día, a ultima hora de la tarde, sus ojos reconocieron una planta al pasar junto a un campo. A la mañana siguiente, salió a hurtadillas del carromato, caminó media hora hasta el campo y recogió una buena cantidad de plantas. El día del cumpleaños de Barber, Rob le regaló un gran ramo de verdolaga, la hierba para las fiebres, que aquel recibió con evidente placer.

En su espectáculo se notaba que estaban bien avenidos. Cada uno anticipaba lo que haría el otro, y su representación adquirió brillo y agudeza, despertando espléndidos aplausos. Rob tenía ensueños en los que veía a sus hermanos entre los espectadores; imaginaba el orgullo y el asombro de Anne Mary y de Samuel Edward al ver a su hermano mayor hacer pases mágicos y malabarismos con cinco pelotas.