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– ¿Es romana? -preguntó Rob impaciente.

Su padre se encogió de hombros.

– Tal vez sea sajona.

No existió la menor duda acerca del origen de la moneda encontrada pocos días más tarde.

Una noche su padre tenía una flema viscosa que no podía expulsar y respiraba con creciente dificultad.

Al clarear el día Rob fue corriendo a la casa vecina en busca de la viuda, pero Della Hargreaves se negó a acudir.

– Me pareció que eran aftas. Y las aftas son altamente contagiosas -dijo, y cerró la puerta.

Como no tenía a donde apelar, Rob se dirigió una vez más al gremio. Richard Bukerel lo escuchó atentamente, lo siguió hasta su casa y se sentó un rato al pie de la cama de Nathanael, fijándose en su rostro encendido y oyendo el jadeo de su respiración.

La salida fácil habría consistido en llamar a un sacerdote. El clérigo poco podría haber hecho, salvo encender cirios y rezar, y Bukerel le podría haber dado la espalda sin temor a ser criticado. Desde hacía años era un constructor de éxito, pero estaba perdido en tanto jefe de la Corporación de Carpinteros de Londres, e intentaba administrar un magro erario para conseguir mucho más de lo posible.

Sin embargo, sabía lo que le ocurriría a aquella familia si no sobrevivía uno de los progenitores, por lo que se fue corriendo y utilizó los fondos del gremio para contratar los servicios de Thomas Ferraton, médico.

Esa noche, su esposa reprendió a Bukereclass="underline"

– ¿Un médico? ¿Se da el caso de que súbitamente Nathanael Cole forma parte de la pequeña aristocracia o de la nobleza? Si un cirujano corriente y moliente es lo bastante bueno para ocuparse de cualquier otro pobre de Londres, ¿por qué Nathanael Cole necesita un médico, que nos saldrá caro?

Bukerel sólo pudo musitar una excusa porque su esposa tenía razón.

Sólo los nobles y los mercaderes ricos pagaban los costosos servicios de los médicos. El vulgo apelaba a los cirujanos, y a veces un trabajador pagaba medio penique a un cirujano barbero para que le sangrara o le diera un tratamiento de dudosa eficacia. En opinión de Bukerel, los sanadores no eran más que condenadas sanguijuelas que hacían más mal que bien. Empero, había querido proporcionar a Cole hasta la ultima oportunidad, y en un momento de debilidad llamó al médico, gastando así las cuotas aportadas con esfuerzo por los honrados carpinteros.

Cuando Ferraton acudió a casa de Cole, se había mostrado optimista y seguro; daba una tranquilizadora imagen de prosperidad. Sus pantalones ceñidos estaban maravillosamente cortados, y los puños de su camisa llevaban encajes de adorno que instantáneamente produjeron angustia en Rob, ya que le recordaron a mamá. La túnica acolchada de Ferraton, de la mejor lana, estaba manchada de sangre seca y vomito; según creía con orgullo, eran un honroso anuncio de su profesión.

Nacido rico -su padre había sido John Ferraton, mercader en lanas-, Ferraton estuvo de aprendiz con un médico llamado Paul Willibald, cuya próspera familia fabricaba y vendía magnificas hojas cortantes. Willibald había tratado a pacientes acaudalados y, una vez cumplido su aprendizaje, Ferraton también se dedicó a ejercer la profesión. Los pacientes nobles quedaban fuera del alcance del hijo de un mercader, pero se sentía a sus anchas con los burgueses, con quienes compartía una comunidad de actitud e intereses. Jamás aceptó a sabiendas a un paciente de la clase trabajadora, pero supuso que Bukerel era el mensajero de alguien mucho más importante. De inmediato reconoció a un paciente despreciable en Nathanael Cole, pero como no quería provocar un conflicto, decidió acabar lo antes posible la desagradable tarea.

Tocó delicadamente la frente de Nathanael, lo miró a los ojos y le olió el aliento.

– Bueno, se le pasará -declaró.

– ¿Qué tiene? -preguntó Bukerel, pero Ferraton no replicó.

Instintivamente, Rob sintió que el médico no lo sabía.

– Tiene la angina -dijo por último Ferraton, y señaló las llagas blancas en la garganta carmesí de su padre-. Ni más ni menos que una inflamación supurante de naturaleza transitoria.

Hizo un torniquete en el brazo de Nathanael, lo abrió hábilmente con la lanceta y dejó salir una copiosa cantidad de sangre.

– ¿Y si no mejora? -inquirió Bukerel.

El médico frunció el ceño. No estaba dispuesto a poner de nuevo los pies en aquella casa de gente inferior.

– Será mejor que vuelva a sangrarlo para cerciorarme -respondió y le cogió el otro brazo.

Dejó un frasquito de calomelano liquido mezclado con junco carbonizado, y cobró a Bukerel por separado la visita, las sangrías y la medicina.

– ¡Sanguijuela! ¡Fatuo! ¡Abusón! -masculló Bukerel mientras Ferraton se alejaba.

El jefe carpintero prometió a Rob que enviaría a una mujer para que cuidara de su padre.

Pálido y sangrado, Nathanael yacía inmóvil. Varias veces confundió al niño con Agnes e intentó cogerle la mano, pero Rob recordó lo sucedido durante la enfermedad de su madre, y se apartó.

Avergonzado, un rato después regresó a la cabecera del lecho de su padre. Cogió la mano de Nathanael, encallecida por el trabajo, y reparó en las uñas rotas y endurecidas, la mugre adherida y el vello negro y rizado.

Ocurrió como la vez anterior. Tuvo conciencia de una disminución, como la llama de una vela que parpadea. No le cupo duda alguna de que su padre estaba agonizando, y de que iba a morir muy pronto. Sintió entonces un terror mudo idéntico al que lo había dominado cuando mamá estaba al borde de la muerte.

Más allá de la cama estaban sus hermanos. Era un chico joven pero muy inteligente, y un apremio practico inmediato se sobrepuso a su dolor y a la agonía de su miedo.

Sacudió el brazo de su padre.

– Y ahora, ¿qué será de nosotros? -preguntó en voz alta, pero nadie respondió.

Como el que había muerto era un miembro del gremio en lugar de una persona a su cargo, la Corporación de Carpinteros pagó el canto de cincuenta salmos. Dos días después del funeral, Della Hargreaves se trasladó a vivir con su hermano a Ramsey. Richard Bukerel llevó a Rob aparte para hablar con él.

– Cuando no hay parientes, los niños y los bienes deben repartirse -dijo apresuradamente el jefe carpintero-. La corporación se hará cargo de todo.

Rob se sentía paralizado.

Aquella noche intentó explicárselo a sus hermanos. Sólo Samuel supo de que les hablaba.

– Entonces, ¿estaremos separados?

– Sí.

– ¿Y cada uno de nosotros vivirá con otra familia?

– Sí.

Más tarde, alguien se deslizó en la cama, a su lado. Supuso que se trataba de Willum o de Anne Mary, pero fue Samuel quien lo abrazó y lo sujetó con fuerza.

– Rob J., quiero que vuelvan.

– Yo también. -Acarició el hombro huesudo que había golpeado tan a menudo.

Lloraron juntos.

– Entonces, ¿no volveremos a vernos?

Rob sintió frío.

– Vamos, Samuel, no te pongas tonto. Sin duda viviremos en el barrio y nos veremos constantemente. Siempre seremos hermanos.

Samuel se sintió consolado y durmió un rato, pero antes del alba mojó la cama, como si fuera más pequeño que Jonathan. Por la mañana se sintió avergonzado y le resultó imposible mirar a Rob a la cara. Sus temores no eran infundados, ya que fue el primero en partir. La mayoría de los miembros de la Decena de su padre seguían sin trabajo. De los nueve trabajadores de la madera, sólo había un hombre dispuesto y en condiciones de incorporar un niño a su familia. Con Samuel, los martillos y la sierra de Nathanael fueron a parar a Turner Horne, un maestro carpintero que sólo vivía a seis casas de distancia.