Rob vio a un hombre ni joven ni viejo, con un cuerpo enormemente gordo, y cara curtida, enmarcada entre la larga cabellera de hombre libre, y una barba redondeada y crespa del mismo color rojizo.
– ¿Cuál es tu nombre completo?
– Robert Jeremy Cole, señor.
– ¿Edad?
– Nueve años.
– Soy cirujano barbero y busco un aprendiz. Joven Cole, ¿sabes lo que hace un cirujano barbero?
– ¿Eres una especie de medico?
El hombre grueso sonrió.
– De momento, es una definición bastante precisa. Bukerel me habló de tus circunstancias. ¿Te atrae mi oficio?
No le gustaba; no tenía el menor deseo de parecerse a la sanguijuela que había sangrado a su padre hasta matarlo. Pero aún menos le atraía la posibilidad de que lo vendieran como esclavo, y respondió afirmativamente sin la menor vacilación.
– ¿Le temes al trabajo?
– ¡Oh, no, señor!
– Me alegro, porque te haré trabajar hasta que se te desgaste el trasero. Bukerel dijo que sabes leer, escribir y latín.
Rob titubeó.
– A decir verdad, muy poco latín.
El hombre sonrió.
– Te pondré una temporada a prueba, mozuelo. ¿Tienes cosas?
Hacía días que tenía el hatillo preparado. "¿Me he salvado?", se preguntó. Salieron y treparon al carro más extraño que Rob había visto en su vida. A cada lado del asiento delantero se alzaba un poste blanco rodeado de una gruesa tira semejante a una serpiente carmesí. Era un carromato cubierto, pintarrajeado de rojo brillante y adornado con dibujos color amarillo soclass="underline" un carnero, un león, una balanza, una cabra, peces, un arquero, un cangrejo…
El caballo gris se puso en marcha y rodaron por la calle de los Carpinteros hasta pasar delante de la casa del gremio. Rob permaneció inmóvil mientras atravesaban el tumulto de la calle del Támesis, dirigiendo rápidas miradas al hombre y notando ahora un rostro apuesto a pesar de la grasa, una nariz saliente y enrojecida, un lobanillo en el párpado izquierdo y una red de delgadas arrugas que salían de los rabillos de sus penetrantes ojos azules.
El carromato atravesó el pequeño puente sobre el Walbrook y pasó delante de los establos de Egglestan y del sitio donde había caído mamá. Torcieron a la derecha y traquetearon sobre el puente de Londres, rumbo a la orilla sur del Támesis.
Junto al puente estaba amarrado el transbordador, y apenas más allá se alzaba el grandioso mercado de Southwark, por el que entraban en Inglaterra los productos extranjeros. Pasaron delante de almacenes incendiados y arrasados por los daneses y recientemente reconstruidos. En lo alto del talud se alzaba una única hilera de casitas de zarzo y argamasa barata; humildes hogares de pescadores, gabarreros y descargadores del puerto. Había dos posadas de baja estofa para los comerciantes que acudían al mercado. Después, bordeando el ancho talud, se erguía una doble hilera de espléndidas casas; los hogares de los ricos mercaderes de Londres; todas con impresionantes jardines y unas pocas erigidas sobre pilotes asentados en el fondo pantanoso. Reconoció el hogar del importador de encajes con el que trataba mamá. Jamás había llegado más lejos.
– ¿Maestro Croft?
El hombre frunció el entrecejo.
– No, no. No me llames nunca Croft. Siempre me dicen Barber en virtud de mi profesión.
– Sí, Barber -dijo.
Segundos después, todo Southwark quedo detrás y con pánico creciente Rob J. se dio cuenta de que había entrado en el extraño y desconocido mundo exterior.
– Barber, ¿adonde vamos? -no pudo abstenerse de gritar.
El hombre sonrió y agitó las riendas, por lo que el rucio se puso a trotar.
– A todas partes -respondió.
EL CIRUJANO BARBERO
Antes del crepúsculo acamparon en una colina, junto a un riachuelo. El hombre dijo que el esforzado caballo gris se llamaba Tatus.
– Es la abreviatura de Incitatus, en honor del corcel que el emperador Calígula amaba tanto que lo convirtió en sacerdote y cónsul. Nuestro Incitatus es un efímero animal de feria, un pobre diablo con los cojones cortados -dijo Barber.
Le enseñó a cuidar del caballo castrado, a restregarlo con manojos de hierba suave y seca y luego a permitirle beber e irse a pastorear antes de ocuparse de sus propias necesidades.
Estaban al raso, a cierta distancia del bosque, pero Barber lo envió a buscar madera seca para el fuego y tuvo que hacer varios viajes hasta formar una pila. Poco después, la hoguera chisporroteaba y la preparación de la comida empezó a producir olores que le debilitaron las piernas. En un puchero de hierro, Barber había puesto una generosa cantidad de cerdo ahumado, cortado en lonchas gruesas. Sacó buena parte de la grasa derretida, y al cerdo añadió un nabo grande, varios puerros cortados, un puñado de moras secas y algunas hierbas. Cuando la poderosa mezcla terminó de cocerse, Rob pensó que nunca había olido algo mejor. Barber comió impasible y lo observó devorar una generosa ración. Le sirvió una segunda en silencio. Rebañaron sus cuencos de madera con trozos de pan de cebada. Sin que nadie le dijera nada, Rob llevó el puchero y los cuencos hasta el riachuelo y los frotó con arena.
Tras regresar con los cacharros, Rob se acercó a un matorral y orinó.
– ¡Benditos sean Dios y la Virgen! ¡Ese es un pito de aspecto extraordinario! -comentó Barber, que se había acercado súbitamente.
Rob corto el chorro antes de lo necesario y ocultó su miembro.
– Cuando era bebé -explicó, tenso- sufrí una gangrena… ahí. Me contaron que un cirujano quitó la pequeña capucha carnosa de la punta.
Barber lo miró sorprendido.
– Te extirpó el prepucio. Fuiste circuncidado, como un pijotero pagano.
El chico se apartó, muy perturbado. Estaba atento y expectante. La humedad llegaba desde el bosque, por lo que abrió su hatillo, sacó su otra camisa y se la puso encima de la que llevaba.
Barber extrajo dos pieles del carromato y se las arrojó.
– Dormimos a la intemperie porque el carromato está lleno de todo tipo de cosas.
Barber percibió el brillo de la moneda en el hatillo abierto y la recogió.
Ni le preguntó donde la había conseguido ni Rob se lo dijo.
– Lleva una inscripción -dijo Rob-. Mi padre y yo… supusimos que identifica a la primera cohorte romana que llegó a Londres.
Barber estudió el disco.
– Así es.
A juzgar por el nombre que le había puesto al caballo, era evidente que sabía muchas cosas sobre los romanos y que los apreciaba. Rob fue presa de la enfermiza certidumbre de que el hombre se quedaría con su posesión.
– Del otro lado aparecen más letras -añadió Rob roncamente.
Barber acercó la moneda a la hoguera para leer en medio de la creciente oscuridad.
– OX. significa "gritar" y X es diez. Se trata de un vitor romano:
"¡Gritad diez veces!"
Rob aceptó aliviado la devolución de la moneda y se preparó el lecho cerca de la hoguera. Las pieles eran de oveja, que colocó en el suelo con el vellocino hacia arriba, y de oso, que empleó como manta. Aunque eran viejas y olían fuerte, le darían calor.
Barber se preparó el lecho al otro lado de la fogata y dejó la espada y el cuchillo donde pudiera cogerlos rápidamente para repeler a los agresores o, pensó Rob asustado, para matar a un crío que huía. Barber se había quitado del cuello el cuerno sajón colgado de una tira de cuero. Obturó la parte inferior con un tapón de hueso, lo lleno con un líquido oscuro que sacó de un frasco y se lo ofreció a Rob.
– Bébetelo todo. Es un destilado que preparo yo mismo.
Rob no quería ni probarlo, pero le daba miedo rechazarlo. Los hijos de la clase trabajadora de Londres no eran amenazados con una versión blanda y facilona del coco, ya que desde muy temprano sabían que algunos marineros y estibadores eran capaces de engañar a los chiquillos para llevarlos, mediante ardides, al fondo de los almacenes abandonados. Conocía a chicos que habían aceptado golosinas y monedas de ese tipo de individuos, y también sabía lo que habían tenido que hacer a cambio. Estaba enterado de que la embriaguez era un preludio muy frecuente.