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Adela de Otero no se desplazaba lateralmente sino que mantenía la línea al frente y hacia atrás, guardando el compás recto que tanto alababan los puristas y que el propio don Jaime recomendaba a sus alumnos. Avanzó el maestro tres pasos, a lo que respondió ella retrocediendo otros tres. Tiró él una estocada en tercia, y la joven opuso una impecable contraparada de cuarta, describiendo un pequeño círculo con su florete en torno al acero enemigo, que resultó desviado al concluir la maniobra. Admiró silenciosamente el maestro la limpia ejecución de aquella defensa, considerada principal entre las paradas principales; quien poseía su secreto era dueño del más alto requisito de la esgrima. Esperó a que Adela de Otero se lanzase inmediatamente en cuarta, cosa que hizo, neutralizó el ataque y tiró contra ella una estocada sobre el brazo, que hubiera tocado el blanco si él no la hubiese detenido voluntariamente a poco más de una pulgada del objetivo. La joven advirtió la maniobra, retrocedió un paso sin bajar el florete y lo miró con ojos que ardían de furia.

– No le pago para que juegue conmigo como con uno de sus principiantes, don Jaime -su voz temblaba de ira mal contenida-. Si debe tocar, hágalo.

Balbució el maestro una disculpa, estupefacto por tan airada reacción. Ella se limitó a fruncir de nuevo el ceño con obstinada concentración, y se lanzó de improviso a fondo con tanta violencia que el maestro apenas tuvo tiempo de oponer su florete en cuarta, aunque la fuerza del ataque lo obligó a retroceder. Tiró en cuarta para mantener distancia, pero ella prosiguió su ataque, enganchando, tirando y avanzando con inaudita rapidez, mientras marcaba cada movimiento con un ronco grito. Menos desconcertado por el tipo de ataque que por el apasionado tesón que la joven ponía en él, fue retrocediendo don Jaime mientras contemplaba, como hipnotizado, la terrible expresión que contraía las facciones de su oponente. Rompió distancia y ella siguió avanzando. Rompió otra vez, oponiendo en cuarta, pero Adela de Otero avanzó de nuevo, enganchando y tirando en quinta. Volvió a retroceder el maestro y esta vez enganchó ella en quinta y tiró en segunda. «Ya está bien», pensó don Jaime, resuelto a terminar con aquella absurda situación. Pero todavía la joven enganchó en tercia y tiró en cuarta fuera del brazo antes de que él se rehiciera por completo. Se zafó a duras penas de aquel embrollo y, afirmándose, esperó a que ella presentase el florete de llano para desarmarla con un golpe seco y firme sobre la hoja. Casi en el mismo movimiento, levantó la punta abotonada y la detuvo frente a la garganta de Adela de Otero. Rodó el arma por el suelo mientras ella daba un salto atrás, mirando la amenazadora punta del florete del maestro como si hubiese estado a punto de picarle una serpiente.

Se midieron con los ojos, en largo silencio. Para su extrañeza, el maestro de esgrima advirtió que la joven ya no parecía furiosa. La cólera que había crispado sus facciones durante el asalto daba paso a una sonrisa en la que aleteaba un matiz de ironía. Advirtió que estaba satisfecha de haberle hecho pasar un mal rato, y aquello le hizo sentirse irritado.

– ¿Qué pretendía con eso?… En un asalto a punta desnuda, una cosa así podía haberle costado la vida, señora mía. La esgrima no es un juego.

Ella echó hacia atrás la cabeza y soltó una carcajada de inmensa alegría, como chiquilla que hubiese llevado a cabo una magnífica travesura. Sus mejillas estaban rojas por el esfuerzo realizado y había minúsculas gotitas de transpiración sobre su labio superior. También sus pestañas parecían húmedas, y por la mente de don Jaime cruzó la idea -de inmediato alejada- de que esa debía de ser su expresión después de hacer el amor.

– No se enfade conmigo, maestro -la voz y el semblante habían, en efecto, cambiado por completo; estaban ahora llenos de dulzura, confiriéndole un meloso encanto, una cálida belleza. La respiración todavía entrecortada agitaba su pecho bajo el peto de esgrima-. Sólo pretendía demostrarle que no hay razón para que se muestre paternal. Cuando tengo un florete en la mano, detesto los miramientos que suelen dedicarse a una mujer. Como ha podido comprobar, soy muy capaz de dar buenas estocadas -añadió con tono en que el maestro creyó percibir un remoto eco de amenaza-. Y una estocada es una estocada… venga de quien venga.

Jaime Astarloa no tuvo más remedio que inclinarse ante el argumento:

– En tal caso, señora, soy yo quien ruega acepte mis disculpas.

Ella saludó a su vez con extremada gracia.

– Las acepto, maestro -el cabello recogido en la nuca se le había descompuesto un poco, y un negro mechón le caía sobre los hombros; levantó los brazos y volvió a sujetarlo con el pasador de nácar-. ¿Podemos continuar?

Asintió don Jaime, recogiendo el florete del suelo y entregándoselo. Estaba admirado del temple de aquella joven; durante el asalto, el botón metálico que protegía la punta de su arma le había rozado peligrosamente el rostro, varias veces, sin que ella se mostrase temerosa o preocupada en ningún momento.

Ahora deberíamos usar las caretas -dijo él. Y Adela de Otero se mostró de acuerdo. Ambos se calaron las máscaras protectoras, y se pusieron en guardia. Lamentó don Jaime que la rejilla metálica velase casi por completo las facciones de la joven. Podía percibir, sin embargo, el brillo de sus ojos y la blanca línea de los dientes cuando ella dejaba de apretar los labios y respiraba hondo durante un instante para después tirarse a fondo. Esta vez, el ejercicio transcurrió sin incidentes; la joven se batía con absoluta serenidad, marcando los tiempos de forma impecable, con gran precisión de movimientos. Aunque en ninguna ocasión logró tocar a su oponente, éste hubo de recurrir a toda su ciencia para esquivar un par de estocadas que, sin duda, habrían alcanzado su objetivo contra alguien menos diestro que él. Mientras el metálico crepitar de los floretes llenaba la galería, pensó el viejo profesor que Adela de Otero estaba a la altura de cualquiera de los más dignos esgrimistas que conocía. Por su parte, aún sin ceñirse a los deseos de la joven, Jaime Astarloa se habría visto obligado finalmente a encarar en serio los asaltos. En dos ocasiones estuvo forzado a tocar a su oponente para no ser tocado. En total, Adela de Otero encajó aquella tarde cinco botonazos sobre el peto; lo que no era demasiado, habida cuenta de la calidad de su veterano adversario.

Cuando el reloj dio las seis campanadas se detuvieron ambos, sofocados por el calor y el esfuerzo. Ella se quitó la careta, enjugándose el sudor con una toalla que don Jaime puso a su disposición. Después lo miró con ojos interrogantes, aguardando el veredicto.

El maestro sonreía.

Jamás lo hubiera imaginado -confesó con franqueza, y la joven entornó satisfecha los párpados, como una gata al recibir una caricia-. ¿Hace mucho tiempo que practica la esgrima?

– Desde los dieciocho años -don Jaime intentó calcular mentalmente su edad a partir de aquel dato, y ella adivinó su intención-. Ahora tengo veintisiete.

El maestro hizo un gesto de galante sorpresa, dando a entender que la había creído más joven.

– Me tiene sin cuidado -dijo ella-. Siempre he considerado una estupidez ir ocultando la edad, o pretender aparentar menos años de los que se tienen. Renegar de la edad es renegar de la propia vida.

– Sabia filosofía.

– Sólo sensatez, maestro. Sólo sensatez.

– No es ésa una cualidad muy femenina -sonrió él.

– Le sorprendería saber la cantidad de cualidades femeninas de las que carezco.

Llamaron a la puerta, y Adela de Otero hizo un mohín de disgusto.

– Debe de ser Lucía. Le dije que viniese a recogerme pasada una hora.

Don Jaime se disculpó y acudió a abrir. Era, en efecto, la doncella. Cuando volvió a la galería, la joven ya estaba cambiándose en el vestidor. Había vuelto a dejar la puerta entornada.