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– Tendrá que reconocer, don Lucas, que las gotas han colmado el vaso de la paciencia española. Algunas de las crisis palatinas organizadas por Isabelita responden a motivos que sonrojarían al más pintado.

– ¡Calumnias!

– Bueno, calumnias o lo que sean, en las logias consideramos que se han rebasado los límites de lo tolerable…

Don Lucas, congestionado el rostro de fervor monárquico, se defendía en las últimas trincheras bajo el ojo guasón de Cárceles. Volvióse hacia Jaime Astarloa, en angustiosa demanda de auxilio.

– ¿Usted los oye, don Jaime?… Diga algo, por Dios. Usted es hombre razonable.

El aludido se encogió de hombros mientras removía apaciblemente el café con la cucharilla.

– Lo mío es la esgrima, don Lucas.

– ¿Esgrima? ¿Quién piensa en esgrima estando en peligro la monarquía?

Marcelino Romero, el profesor de música, se apiadó del acosado don Lucas. Dejando de masticar su media tostada, hizo una candorosa observación sobre el casticismo y simpatía que, eso nadie podía negarlo, tenía la reina. Sonó la risita sardónica de Carreño mientras Agapito Cárceles cerraba sobre el pianista con clamorosa indignación:

– ¡Con casticismo no se gobiernan reinos, señor mío! -espetó-. Para eso es preciso tener patriotismo -mirada de soslayo a don Lucas- y vergüenza.

– Vergüenza torera -remachó Carreño, frívolo.

Don Lucas golpeó el suelo con el bastón, impaciente ante tanto desafuero.

– ¡Qué fácil es condenar! -exclamó moviendo tristemente la cabeza-. ¡Qué fácil hacer leña del pobre árbol que se tambalea! Y precisamente usted, don Agapito, que fue cura…

– ¡Alto ahí! -interrumpió el periodista-. ¡Eso dígalo en pretérito pluscuamperfecto!

– Lo fue, lo fue aunque le pese -insistió don Lucas, encantado de haber tocado un punto que fastidiaba a su contertulio.

Cárceles se llevó una mano al pecho y puso al cielo raso por testigo. -¡Reniego de la sotana que vestí en momentos de juvenil obcecación, negro símbolo del oscurantismo!

Asintió gravemente Antonio Carreño, en mudo homenaje a tal alarde retórico. Don Lucas seguía a lo suyo:

– Usted que fue cura, don Agapito, debe saber mejor que nadie una cosa: la caridad es la más excelsa de las virtudes cristianas. Hay que ser generoso y tener caridad cuando se enjuicia la figura histórica de nuestra soberana.

– Su soberana de usted, don Lucas.

– Llámela como quiera.

– La llamo de todo: caprichosa, voluble, supersticiosa, inculta y otras cosas que me callo.

– No estoy dispuesto a tolerar sus impertinencias.

Los contertulios se vieron de nuevo en la obligación de pedir calma. Ni don Lucas ni Agapito Cárceles eran capaces de matar una mosca, pero todo aquello formaba parte de la liturgia repetida cada tarde.

– Hemos de tener en cuenta -don Lucas se retorcía las guías del bigote, procurando no darse por enterado de la mirada socarrona que le dirigía Cárceles- el desgraciado matrimonio de nuestra soberana, a espaldas de todo atractivo físico, con don Francisco de Asís… Las desavenencias conyugales, que son del dominio público, facilitaron la actuación de camarillas cortesanas y políticos sin escrúpulos, favoritos y mangantes. Ésos, y no la pobre Señora, son los responsables de la triste situación que hoy vivimos.

Cárceles ya se había contenido demasiado tiempo:

– ¡Vaya a contarle eso a los patriotas presos en África, a los deportados a Canarias o Filipinas, a los emigrados que pululan por Europa! -el periodista estrujaba La Nueva Iberia entre las manos, embargado de ira revolucionaria-. El actual Gobierno de Su Majestad Cristianísima está haciendo buenos a los anteriores, lo que ya es decir bastante. ¿Es que no ve usted el panorama?… Hasta politicastros y espadones que no tienen una gota de sangre demócrata en sus venas han sido desterrados por el mero hecho de ser sospechosos, o de dudosa adhesión a la infame política de González Bravo. Pase revista, don Lucas. Pase revista: desde Prim a Olózaga, pasando por Cristino Martos y los demás. Ya ve que incluso la Unión Liberal, como acabamos de leer, pasó por el trágala en cuanto el viejo O'Donnell se fue a criar malvas. La causa de Isabel ya no tiene otro apoyo que las divididas y ruinosas fuerzas moderadas, que se tiran los trastos a la cabeza porque el poder se les escapa de las manos y ya no saben a qué santo encomendarse… Su monarquía de usted hace agua y aguas, don Lucas. Aguas menores… y mayores.

– La verdad es que Prim está al caer -susurró confidencialmente Antonio Carreño, en un rasgo de originalidad que fue acogido con guasa por sus contertulios. Cárceles cambió la dirección de su implacable artillería.

– Prim, como hace poco apuntaba nuestro amigo don Lucas, es un militar. Un miles más o menos gloriosus, pero miles al fin y al cabo. No me fío un pelo.

– El conde de Reus es un liberal -protestó Carreño.

Cárceles dio un puñetazo sobre el velador de mánnol, estando a punto de derramar el café de las tazas.

– ¿Liberal? Permita que me ría, don Antonio- ¡Prim un liberal!… Cualquier auténtico demócrata, cualquier patriota probado como el que suscribe, debe desconfiar por principio de lo que u, militar tenga en la cabeza, y Prim no es una excepción ¿Olvidan ustedes su pasado autoritario? ¿Sus ambiciones políticas?… En el fondo, por mucho que las circunstancias lo obliguen a conspirar entre nieblas británicas, cualquier general necesita tener a mano un rey de la baraja para seguir jugando a ser el caballo de espadas… A ver, señores. ¿Cuántos pronunciamientos hemos tenido en lo que va de siglo? ¿Y cuántos han sido para proclamar la república?… Ya lo ven. Nadie le regala graciosamente al pueblo lo que sólo el pueblo es capaz de exigir y conquistar. Caballeros, a mí Prim me da mala espina. Seguro de que, en cuanto llegue, se nos saca un rey de la manga. Ya lo dijo el gran Virgilio: Timeo Danaos et dona ferentis.

Se oyó bullicio en la calle Montera. Un grupo de transeúntes se agolpaba al otro lado de la ventana, señalando hacia la Puerta del Sol.

– ¿Qué pasa? -preguntó ávidamente Cárceles, olvidándose de Prim. Carreño se habla acercado a la puerta. Ajeno a las conmociones políticas, el gato dormitaba en su rincón.

– ¡Parece que hay jarana, señores! -informó Carreño-. ¡Habrá que echar un vistazo!

Salieron los contertulios a la calle. Grupos de curiosos se congregaban en la Puerta del Sol. Se veía movimiento de carruajes y guardias que invitaban a los desocupados a tomar otro camino. Varias mujeres subían calle arriba con apresurado sofoco, echando temerosas miradas por encima del hombro. Jaime Astarloa se acercó a un guardia.

– ¿Ha ocurrido alguna desgracia?

El guindilla se encogió de hombros; saltaba a la vista que los acontecimientos rebasaban su capacidad de análisis.

– No lo veo muy claro, caballero -dijo con visible embarazo, tocándose con los dedos la visera al comprobar el distinguido aspecto de quien lo interpelaba-. Parece que han detenido a media docena de generales… Dicen que los llevan a la prisión militar de San Francisco.

Don Jaime puso al corriente a sus contertulios, siendo acogidas sus noticias con exclamaciones de consternación. Resonó en mitad de la calle Montera la voz triunfante del irreductible Agapito Cárceles:

– ¡Señores, esto está cantado! ¡Pintan bastos!… ¡Es el último zarpazo de la represión ciega!

Estaba frente a él, bella y enigmática, con un florete en la mano y pendiente de los gestos del maestro de armas.

– Es muy simple. Fíjese bien, por favor -Jaime Astarloa levantó su acero y lo cruzó suavemente con el de ella, de un modo tan leve que parecía una metálica caricia-. La estocada de los doscientos escudos se inicia con lo que llamamos tiempo marcado: un falso ataque presentando al adversario una apertura en cuarta, para incitarlo a tirar en esa posición… Así, eso es. Respóndame en cuarta. Perfecto. Yo paro con la contra de tercia, ¿ve?… Desengancho y tiro, manteniendo siempre la apertura para inducirla a usted a oponerme una contra de tercia y que vuelva a tirar en cuarta de inmediato… Muy bien. Como puede comprobar, hasta aquí no hay secreto alguno.