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– ¡Me ha clavado eso otra vez!

Decididamente, aquel tipo era imbécil. Jaime Astarloa aprovechó la ocasión para cambiar de sitio, ahora sin tropezar con nada en el camino. Sonriendo para sus adentros, pensó que todo aquello se parecía mucho al juego infantil de las cuatro esquinas. Se preguntó cuánto tiempo más podría resistir. Desde luego, no demasiado. Pero no era aquélla, después de todo, una mala forma de morir. Mucho mejor que dentro de unos años, extinguiéndose en un asilo, con las monjas sisándole los últimos ahorros que guardaría bajo la cama, y renegando de un Dios en el que jamás logró creer.

– ¡A mí!

Esta vez, su ya desfalleciente grito de pelea resonó en vano. Una sombra pasó fugaz a su lado, pisoteando loza rota, y de pronto un rectángulo de claridad se abrió en la pared. La sombra se deslizó rápidamente por la puerta abierta, seguida por otra silueta fugitiva que se alejó cojeando. En la galería se escuchaban ya voces de vecinos a los que había despertado el rumor de la pelea. Había ruido de pasos, postigos y puertas que se abrían, preguntas alarmadas, gritos de comadres. El maestro de esgrima fue tambaleándose hasta la puerta y se apoyó desmayadamente en el umbral, llenándose con deleite los pulmones del aire fresco de la noche. Bajo la ropa sentía el cuerpo empapado en sudor, y la mano que sostenía el estoque temblaba como la hoja de un árbol. Le costó un rato hacerse a la idea de que, después de todo, iba a tener que seguir viviendo.

Poco a poco vio congregarse a su alrededor temerosos vecinos en camisa de dormir que se apiñaban curioseando, iluminándose con bujías y quinqués mientras lanzaban recelosas miradas hacia el interior de la casa, en la que no se atrevían a entrar. Farol y chuzo en mano, un sereno subía por la escalera de la galería; los vecinos abrieron paso a la autoridad, que llegó mirando con suspicacia el estoque que aún sostenía don Jaime en la mano.

– ¿Los han cogido? -preguntó el maestro de esgrima sin demasiada esperanza.

Negó el sereno, rascándose el cogote bajo la gorra.

– Ha sido imposible, caballero. Un vecino y un servidor perseguimos a dos hombres que escapaban calle abajo a todo correr; pero, cerca de la Puerta de Toledo, subieron a un carruaje que los esperaba, dándose a la fuga sin remedio… ¿Hay que lamentar alguna desgracia?

Don Jaime asintió, señalando el interior de la casa.

– Hay un hombre malherido ahí dentro; vean lo que se puede hacer por él. Sería conveniente llamar a un médico -la energía que la lucha había inyectado en su cuerpo se estaba desvaneciendo ahora, dando paso a una gran lasitud; de pronto se sentía muy viejo y cansado-. También conviene enviar a alguien en busca de la policía. Es de suma urgencia avisar al jefe superior, don Jenaro Campillo.

Se mostró servicial el representante de la autoridad.

– Ahora mismo -miró con atención a don Jaime, observando aprensivo su rostro manchado de sangre-. ¿Está usted herido, caballero?

El maestro de armas se tocó la frente con los dedos. Sólo notó las cejas hinchadas, sin duda por el cabezazo asestado durante la pelea.

– Esta sangre no es mía-respondió con una débil sonrisa-. Y si necesitan la descripción de los dos sujetos que estaban aquí, lamento no poder ser de mucha ayuda… Sólo puedo decir que uno lleva la nariz rota, y el otro dos estocadas en alguna parte del cuerpo.

Los ojos de pez lo miraban fríamente tras los cristales de los quevedos.

– ¿Eso es todo?

Jaime Astarloa contempló los posos de la taza de café que tenía entre las manos. Todavía estaba un poco avergonzado.

– Eso es todo. Ahora sí que le he dicho cuanto sé.

Campillo se levantó de su mesa de despacho, dio unos pasos por la habitación y se quedó mirando a través de la ventana, con los pulgares en las sisas dei chaleco. Al cabo de un rato se volvió lentamente y miró con hosquedad al maestro de esgrima.

– Señor Astarloa… Permita que le diga que en todo este asunto se ha comportado usted corno un niño.

El anciano parpadeó.

– Soy el primero en admitirlo.

– No me diga. Lo admite, vaya. Pero me pregunto para qué diantre nos sirve ahora que usted lo admita. A ese Cárceles lo han estado haciendo filetes, como si fuese una pieza de ternera, porque a usted se le metió en la cabeza ponerse a jugar a Rocambole.

– Yo sólo quería…

– Sé muy bien lo que quería. Y prefiero no pensar demasiado en ello, para evitar la tentación de meterlo a usted en la cárcel.

– Mi intención era proteger a doña Adela de Otero.

El jefe de policía soltó una risita sarcástica.

– Lo estaba viendo venir -movió la cabeza, como un médico al diagnosticar un caso perdido-. Y ya hemos visto para lo que sirvió su protección: un fiambre, otro en camino y usted vivo de milagro. Sin contar a Luis de Ayala.

– Siempre intenté permanecer al margen…

– Menos mal. Si llega usted a meter baza como Dios manda, esto habría sido la de San Quintín. -Campillo sacó un pañuelo del bolsillo y procedió a limpiar con esmero los cristales de sus lentes-. No sé si se hace cargo, señor Astarloa, de la gravedad de su situación.

– Me hago cargo. Y asumo las consecuencias.

– Intentó proteger a una persona que podía estar implicada en el asesinato del marqués… Mejor dicho: que sin duda estaba implicada; porque ni siquiera su muerte desmiente que fuese cómplice de la intriga. Es más: tal vez exactamente eso le costó la vida…

Campillo hizo una pausa, se puso los quevedos y utilizó el pañuelo para secarse el sudor de la cara.

– Respóndame sólo a una pregunta, señor Astarloa… ¿Por qué me ocultó la verdad sobre esa mujer?

Transcurrieron unos instantes. Después, el maestro de esgrima levantó despacio la cabeza y miró a través del jefe de policía como si no lo viese, observando algo invisible situado a su espalda, muy lejos. Entornó los párpados, endureciéndose la expresión de sus ojos grises:

– Yo la amaba.

Por la ventana abierta ascendía el ruido de los carruajes circulando calle abajo. Campillo permaneció inmóvil, en silencio; era evidente que, por primera vez, no sabía qué decir. Dio unos pasos por la habitación; carraspeó, incómodo, y fue a sentarse tras su mesa de despacho sin decidirse a mirar a la cara del maestro de esgrima.

– Lo siento -dijo al cabo de un rato.

Jaime Astarloa hizo un gesto afirmativo con la cabeza, sin responder.

– Voy a serle sincero -añadió el jefe de policía tras una pausa de circunstancias, suficiente para que el eco de las últimas palabras intercambiadas se extinguiera entre ambos-. Conforme pasan las horas, se hace cada vez más improbable solucionar este asunto; al menos, echarles el guante a los culpables. Su amigo Cárceles, o lo que queda de él, es la única persona viva que los conoce; confiemos en que viva lo suficiente como para contárnoslo… ¿De veras no logró identificar a ninguno de los individuos que torturaban a ese desgraciado?

– Imposible. Todo ocurrió a oscuras.

– Tuvo usted mucha suerte anoche. A estas horas podría encontrarse en cierto lugar que ya conoce, sobre una mesa de mármol.

– Lo sé.

El policía sonrió levemente, por primera vez en toda la mañana.

– Tengo entendido que resultó usted duro de pelar -dio unos mandobles imaginarios en el aire-. A sus años… Quiero decir que no es común, vaya. Un hombre de su edad haciendo frente de esa forma a dos asesinos profesionales…

Jaime Astarloa se encogió de hombros.

– Luchaba por mi vida, señor Campillo.

El otro se puso un cigarro en la boca.

– Es una razón de peso -aprobó, con gesto comprensivo-. Sin duda es una razón de peso. ¿Sigue sin fumar, señor Astarloa?