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Jaime Astarloa se encogió de hombros, y sus francos ojos grises sostuvieron sin parpadear la inspección a que ella los sometía.

– Lo ignoro.

La joven ladeó ligeramente la cabeza, mirándolo absorta. Su mente parecía trabajar a toda prisa.

– Pero usted tuvo que leer la carta, puesto que la sacó del legajo… -¿Qué carta?

– La principal, la de Vallespfn a Narváez. Aquella en la que figuraba el nombre de…: ¿No la ha entregado a la policía? ¿Aún la conserva?

– Le repito que no sé de qué maldita carta me habla.

Esta vez fue Adela de Otero la que se sentó frente a don Jaime, tensa y recelosa. La cicatriz de la boca ya no parecía sonreír; se había convertido en una mueca de desconcierto. Era la primera vez que el maestro de armas la veía así.

– Vamos a ver, don Jaime. Vamos a ver… Yo he venido aquí esta noche por una razón concreta. Entre los documentos de Luis de Ayala había una carta, escrita por el ministro de la Gobernación, en donde se indicaban datos personales del agente que estaba pasando información sobre las conspiraciones de Prim… Esa carta, de la que el propio Luis de Ayala hizo llegar a mi amigo una copia textual cuando empezó a hacerle chantaje, no estaba en el legajo que recuperamos en casa de Cárceles. Luego ha de tenerla usted.

– Jamás he visto esa carta. Si la hubiese leído, me habría ido derecho a casa del criminal que organizó todo esto, a partirle el corazón de una estocada. Y el pobre Cárceles todavía estaría vivo. Yo esperaba que él dedujese algo de todos aquellos documentos…

Adela de Otero hizo un gesto para indicar que en aquel momento Cárceles le importaba un bledo.

– Lo dedujo -aclaró-.Incluso sin la carta principal, cualquiera que estuviese al tanto de los avatares políticos de los dos últimos años habría visto la cosa clara. Se mencionaba allí el asunto de las minas de plata de Cartagena, lo que apuntaba directamente a mi amigo. Había también una relación de sospechosos que la policía debía vigilar, gente de calidad, entre la que se le citaba a él; pero su nombre no figuraba después en las listas de detenidos… En resumen, toda una serie de indicios que, reunidos, permitían averiguar sin demasiada dificultad la identidad del confidente de Vallespín y Narváez. Si usted no fuera un hombre que vive de espaldas al mundo que lo rodea, lo habría averiguado tan fácilmente como cualquier otro.

La joven se levantó y dio unos pasos por la habitación, concentrada en sus pensamientos. A pesar del horror de la situación, Jaime Astarloa no pudo menos que admirar su sangre fría. Había participado en el asesinato de tres personas, se presentaba en su casa arriesgándose a caer en manos de la policía, le había referido con toda naturalidad una historia atroz, y ahora se paseaba tranquilamente por su estudio, ignorando el revólver y el estoque que él tenía sobre la mesa, preocupada por el paradero de una simple carta… ¿De qué materia estaba hecha aquella que se hacía llamar Adela de Otero?

Era absurdo, pero el maestro de esgrima se encontró meditando sobre el paradero de la misteriosa carta. ¿Qué había ocurrido? ¿No llegó a confiar Luis de Ayala en él lo suficiente? De lo que estaba seguro era de no haber leído ninguna…

Se quedó muy quieto, sin respirar siquiera, con la boca entreabierta, mientras intentaba retener un fragmento de algo que por un instante le había cruzado por la memoria. Lo consiguió, con un esfuerzo que llegó a crispar sus facciones, hasta el punto de que Adela de Otero se volvió a mirarlo, sorprendida. No podía ser. Era ridículo imaginar que hubiera ocurrido así. ¡Era absurdo! Y sin embargo…

– ¿Qué sucede, don Jaime?

Se levantó muy despacio, sin responder. Cogió el quinqué y se quedó unos instantes inmóvil, mirando a su alrededor como si despertase de un profundo sueño. Ahora podía recordar.

– ¿Le ocurre algo?

La voz de la joven le llegaba desde muy lejos mientras su mente trabajaba a toda prisa. Tras la muerte de Ayala, después de abrir el legajo y antes de disponerse a comenzar su lectura, se vio obligado a ordenarlo un poco. Se le había caído de las manos, esparciéndose las hojas por el suelo. Eso ocurrió en un rincón del saloncito, junto a la cómoda de nogal. Llevado por súbita inspiración pasó junto a Adela de Otero y se agachó ante el pesado mueble, introdujo una mano entre las patas y tanteó el suelo debajo. Cuando se levantó, sus dedos sostenían una hoja de papel. La miró de hito en hito.

– Aquí está -murmuró, agitando la cuartilla en el aire-. Ha estado ahí todo este tiempo… ¡Qué estúpido soy!

Adela de Otero se había acercado, mirando la carta con incredulidad.

– ¿Pretende decirme que la ha encontrado ahí…? ¿Que se le cayó debajo?

El maestro de esgrima estaba pálido.

– Santo Dios… -murmuró en voz muy baja-. ¡Pobre Cárceles! Aunque fue torturado, no podía hablarles de algo cuya existencia desconocía. Por eso se ensañaron con él de aquel modo…

Dejó el quinqué sobre la cómoda y acercó la carta a la luz. Adela de Otero estaba a su lado, mirando fascinada la hoja de papel.

– Le ruego que no la lea, don Jaime -había una extraña mezcla de orden y súplica en su oscura entonación-. Démela sin leerla, por favor. Mi amigo creía necesario matarlo también a usted, pero yo lo convencí para que me dejara venir sola. Ahora me alegro de haberlo hecho. Quizás todavía estemos a tiempo…

Los ojos grises del anciano la miraron con dureza.

– ¿A tiempo de qué? ¿A tiempo de devolver la vida a los muertos? ¿A tiempo de hacerme creer en su virginal inocencia, o en la bondad de sentimientos de su benefactor…? Váyase usted al diablo.

Entornó los párpados mientras leía a la humeante llama del quinqué. En efecto, allí estaba la clave de todo.

Excelentísimo señor don Ramón María Narváez, Presidente del Consejo

Mi generala

El asunto del que el otro día hablamos privadamente se nos presenta bajo un aspecto inesperado, y a mi juicio prometedor. En el asunto Prim está implicado Bruno Cazarla Longo, apoderado de la Banca de Italia en Madrid. Sin duda el nombre no le es desconocido, pues anduvo asociado con Salamanca en el negocio del ferrocarril del Norte. Tengo pruebas de que Cazarla Longo ha estado suministrando generosos préstamos al de Reus, con quien mantiene lazos muy estrechos desde su lujoso despacho de la plaza de Santa Ana. Durante cierto tiempo ha mantenido una discreta vigilancia sobre el pájaro, y creo que el asunto ya está maduro para que podamos jugar fuerte. Tenemos en nuestra mano destapar un escándalo que lo lleve a la ruina, e incluso podemos hacerle pasar una larga temporada meditando sobre sus errores en cualquier hermoso lugar de Filipinas o Fernando Poo, lo que, para un hombre acostumbrado al lujo como lo es él, supondría sin duda una experiencia inolvidable.

Sin embargo, recordando lo que hablamos el otro día sobre la necesidad de tener más información sobre lo que trama Prim, se me ocurre que podemos sacar mucho más partido a este caballero. Así que, tras solicitar una entrevista con él, le he planteado la situación con toda la sutileza posible. Como se trata de un hombre muy inteligente, y como sus convicciones liberales son menos fuertes que sus convicciones comerciales, ha terminado por manifestarse resuelto a prestarnos determinados servicios. Al fin y al cabo, comprende todo lo que puede perder sí aplicamos mano dura a sus escarceos revolucionarios y como buen banquero, le aterra la palabra bancarrota. Así que está dispuesto a cooperar con nosotros, siempre y cuando todo se lleve a cabo con discreción. Nos tendrá al corriente de todos los movimientos de Prim y sus agentes, a los que seguirá suministrando fondos, pero a partir de ahora nosotros sabremos puntualmente a quién y para qué.

Naturalmente, pone ciertas condiciones. La primera es que nada de esto trascienda fuera de vuestra persona y la mía. La otra condición reside en cierta compensación de tipo económico. A un hombre como él no le bastan treinta monedas, así que exige la concesión que se decide a finales de mes sobre las minas de plata en Murcia, donde tanto él como su banco están muy interesados.