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A mi juicio, el asunto convierte al Gobierno y a la Corona, pues nuestro hombre se encuentra en inmejorable relación con Prim y su plana mayor, y la Unión Liberal lo considera uno de sus más firmes pilares en Madrid.

El asunto tiene muchas más vertientes, pero no es cosa de agotarlo por escrito. Añadiré tan sólo que, a mi juicio, Cazarla Longo es listo y ambicioso. Con él tendríamos, a un costo razonable, un agente infiltrado en el mismo cogollo de la conspiración.

Como no estimo prudente mencionar el tema durante el Consejo de mañana, sería útil que V. E. y yo discutiéramos en privado sobre el particular.

Reciba Vuestra Excelencia un respetuoso saludo.

JOAQUÍN VALLESPÍN ANDREU Madrid 4 de noviembre (Es copia única)

Jaime Astarloa terminó la lectura y permaneció en silencio mientras movía lentamente la cabeza.

– Así que ésta era la clave de todo… -murmuró al fin, con un hilo de voz apenas audible.

Adela de Otero lo miraba inmóvil, acechando sus reacciones con el ceño fruncido.

– Ésa era la clave -confirmó con un suspiro, como si deplorase que el maestro de esgrima hubiese accedido al último rincón del misterio-. Espero que esté satisfecho.

El anciano miró a la joven de modo extraño, sorprendido al verla todavía allí.

– ¿Satisfecho? -pareció paladear la palabra, y su sabor no le gustó-. Es muy triste la satisfacción que puede hallarse en todo esto… -levantó la carta, agitándola suavemente entre el pulgar y el índice-. Y supongo que ahora va a rogarme que le entregue este papel… ¿Me equivoco?

La luz del quinqué hizo bailar un destello en los ojos de la joven. Adela de Otero extendió una mano.

– Por favor.

Jaime Astarloa la contempló detenidamente, admirado una vez más de su temple. Estaba allí, erguida ante él, en la penumbra de la habitación, exigiendo con la mayor sangre fría que le entregase la prueba escrita en la que constaba el nombre del responsable de aquella tragedia.

– ¿Acaso piensa matarme también, si no accedo a su deseo?

Una sonrisa burlona vagó por los labios de Adela de Otero. Su mirada era como la de una serpiente fascinando a la presa.

– No he venido a matarlo, don Jaime, sino a llegar a un arreglo. Nadie cree necesario que usted muera.

Enarcó una ceja el maestro de esgrima, como si aquellas palabras lo decepcionasen.

– ¿No piensan matarme? -pareció meditar seriamente la cuestión-. ¡Diantre!, doña Adela. Eso es muy considerado por su parte.

La boca de la joven se torció en otra sonrisa, más traviesa que maligna. Don Jaime "intuyó que ella estaba escogiendo cuidadosamente sus palabras.

– Necesito esa carta, maestro.

– Le rogué que no me llame maestro.

La necesito. He ido demasiado lejos por ella, como usted sabe. -Lo sé. Diría que lo sé perfectamente. Doy fe de ello. -Se lo ruego. Todavía estamos a tiempo. El anciano la miró con ironía.

– Es la segunda vez que me dice usted que estamos a tiempo, pero no logro imaginar a tiempo de qué -contempló el papel que tenía en la mano-. El hombre al que se refiere este escrito es un perfecto miserable; un truhán y un asesino. Espero que no esté pidiéndome que coopere en el encubrimiento de sus crímenes; no estoy acostumbrado a que,se me insulte, y mucho menos a estas horas de la noche… ¿Sabe una cosa?

– No. Dígamela.

Al principio, cuando ignoraba lo que había ocurrido, cuando descubrí su… aquel cadáver sobre la mesa de mármol, decidí vengar la muerte de Adela de Otero. Por eso no dije nada entonces a la policía.

Ella lo miró, pensativa. Parecía haberse dulcificado su sonrisa.

– Se lo agradezco -en su voz despuntó un lejano eco que parecía sincero-. Pero ya puede ver que no era necesaria venganza alguna.

– ¿Usted cree? -esta vez le llegó a don Jaime el turno de sonreír-. Pues se equivoca. Todavía queda gente a quien vengar. Luis de Ayala, por ejemplo.

– Era un vividor y un chantajista.

– Agapito Cárceles…

– Un pobre diablo. Lo mató su codicia.

Las pupilas grises del maestro de esgrima se clavaron en la mujer con infinita frialdad.

Aquella pobre chica, Lucía… -dijo lentamente-. ¿También merecía morir?

Por primera vez, Adela de Otero desvió la mirada ante don Jaime. Y cuando habló, lo hizo con suma cautela.

– Lo de Lucía fue inevitable. Le suplico que me crea.

– Por supuesto. Me basta con su palabra.

– Le hablo en serio.

– Claro. Sería una imperdonable felonía dudar de usted.

Un opresivo silencio se instaló entre ambos. Ella había inclinado la cabeza y parecía ensimismada en la contemplación de sus propias manos, enlazadas sobre el regazo. Las dos cintas negras del sombrero le caían sobre el cuello desnudo. A su pesar, pensó el maestro de armas que, incluso como encarnación del diablo, Adela de Otero seguía siendo enloquecedoramente bella.

La joven levantó el rostro al cabo de unos instantes.

– ¿Qué piensa hacer con la carta?

Jaime Astarloa se encogió de hombros.

– Tengo una duda -respondió con sencillez-. No sé si ir directamente a la policía o pasarme antes por casa de su benefactor y meterle un palmo de acero en la garganta. Y no me diga ahora que se le ocurre a usted alguna idea mejor.

Los bajos del vestido de seda negra crujieron suavemente al deslizarse sobre la alfombra. Ella se había acercado, y el maestro pudo percibir, muy próximo, el aroma de agua de rosas.

– Tengo una idea mejor -la joven lo miraba ahora a los ojos, con el mentón levantado, en actitud desafiante-. Una oferta que no podrá rechazar.

– Se equivoca.

– No -ahora su voz era cálida y suave como el ronroneo de un hermoso felino-. No me equivoco. Siempre hay algo escondido en alguna parte… No existe hombre que no tenga un precio. Y yo puedo pagar el suyo.

Ante los atónitos ojos de don Jaime, Adela de Otero levantó las manos y se desabrochó el primer botón del vestido. Sintió el maestro de esgrima una súbita sequedad en la garganta mientras contemplaba, fascinado, los ojos violeta que sostenían su mirada. Ella soltó el segundo botón. Sus dientes, blancos y perfectos, relucían suavemente en la penumbra.

Hizo él un esfuerzo por alejarse, pero aquellos ojos parecían tenerlo hipnotizado. Por fin logró apartar la mirada, pero ésta quedó prendida en la contemplación del cuello desnudo, la delicada insinuación de las clavículas bajo la piel, el voluptuoso palpitar de la tez mate que descendía en suave triángulo entre el nacimiento de los senos de la joven.

La voz volvió a sonar en intimo susurro:

– Sé que usted me ama. Lo supe siempre, desde el principio. Quizás todo habría sido distinto si…

Las palabras se apagaron. Jaime Astarloa contenía la respiración, sintiéndose flotar lejos de la realidad. Notaba sobre los labios el cercano aliento; la boca se entreabría como una sangrante herida llena de promesas. Ella soltaba ahora los cordones de su corpino, las cintas se desanudaban entre sus dedos. Después, incapaz de resistir la seducción del momento, el maestro de esgrima sintió cómo las manos de la joven buscaban una de las suyas; su tacto pareció quemarle la piel. Pausadamente, Adela de Otero guió la mano hasta apoyarla sobre sus senos desnudos. Allí, la carne palpitaba tibia y joven, y don Jaime se estremeció al recobrar una sensación casi olvidada, a la que creía haber renunciado para siempre.

Emitió un gemido y entornó los ojos, abandonándose a la dulce languidez que lo embargaba. Ella sonrió quedamente, con insólita ternura, y soltando su mano alzó los brazos para quitarse el sombrero. Al hacerlo levantó levemente el busto, y el maestro de esgrima acercó los labios, muy despacio, hasta sentir la calidez mórbida de aquellos hermosos senos desnudos.