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El mundo quedaba muy lejos de allí; no era más que una marea confusa, lejana, que batía débilmente la orilla de una playa desierta cuyo rumor amortiguaba la distancia. No había nada, salvo una vasta extensión clara y luminosa, una ausencia total de realidad, de remordimiento; incluso de sensaciones… Ausencia hasta el punto de que, por no haber, ni siquiera había pasión. La única nota, monocorde y continua, era el gemido de abandono, un murmullo de soledad y largo tiempo contenido, que el contacto con aquella piel hacía aflorar a los labios del viejo maestro.

De pronto, algo en su consciencia adormecida pareció gritar desde el remoto lugar donde ésta permanecía aún alerta. La señal tardó unos instantes en abrirse camino hasta los resortes de su voluntad, y fue al captar aquella sensación de peligro cuando Jaime Astarloa levantó la cara para mirar el rostro de la joven. Entonces se estremeció como si hubiera recibido una descarga eléctrica. Ella tenía las manos ocupadas en quitarse el sombrero, y sus ojos centelleaban igual que carbones encendidos. La boca se le contraía en un tenso rictus, que la cicatriz de la comisura convertía en mueca diabólica. Las facciones estaban crispadas por una concentración inaudita, que el maestro de armas tenía grabada a fuego en la memoria: era el rostro de Adela de Otero cuando se disponía a tirarse a fondo para asestar una estocada violenta y definitiva.

Saltó don Jaime hacia atrás sin poder reprimir un grito de angustia. Ella había dejado caer el sombrero y empuñaba en la mano derecha el largo agujón con el que se lo sujetaba al cabello, dispuesta a clavarlo en la nuca del hombre que un segundo antes se hallaba postrado ante ella. Retrocedió el viejo maestro tropezando con los muebles de la habitación, sintiendo cómo la sangre se le helaba en las venas. Después, paralizado por el horror, vio cómo ella echaba hacia atrás la cabeza y soltaba una carcajada siniestra, que resonó como un fúnebre tañido.

– Pobre maestro… -las palabras salieron lentamente de la boca de la mujer, desprovistas de entonación, como si se estuviesen refiriendo a una tercera persona cuya suerte le era indiferente. No habla en ellas odio ni desprecio; tan sólo una fría, sincera conmiseración-. Ingenuo y crédulo hasta el final, ¿no es cierto?… ¡Pobre y viejo amigo mío!

Dejó escapar otra carcajada y observó a don Jaime con curiosidad. Parecía interesada en ver con detalle la alterada expresión que el espanto fijaba en el rostro del maestro de esgrima.

– De todos los personajes de este drama, señor Astarloa, usted ha sido el más crédulo; el más entrañable y digno de lástima -las palabras parecían gotear lentamente en el silencio-. Todo el mundo, los vivos y los muertos, le ha estado tomando el pelo a conciencia. Y usted, como en las malas comedias, con su ética trasnochada y sus tentaciones vencidas, interpretando el papel de marido burlado, el último en enterarse. Mírese, si puede. Busque un espejo y dígame dónde ha ido a parar ahora todo su orgullo, su aplomo, su fatua autocomplacencia. ¿Quién diablos se creía usted que era…? Bien; todo ha sido enternecedor, de acuerdo. Puede, si lo desea, aplaudirse una vez más, la última, porque ya es hora de que bajemos el telón. Usted debe descansar.

Mientras hablaba, sin precipitarse en sus movimientos, Adela de Otero se habla vuelto hacia la mesita sobre la que estaban el revólver y el bastón estoque, apoderándose de este último tras arrojar al suelo el ya inútil agujón del sombrero.

A pesar de su ingenuidad, es hombre sensato dijo mientras contemplaba apreciativamente la afilada hoja de acero, como si valorase sus cualidades-. Por eso confío en que se haga cargo de la situación. En toda esta historia, yo no he hecho sino desempeñar el papel que me fue asignado por el Destino. Le aseguro que no he puesto en ello ni un ápice de maldad más que la estrictamente necesaria; pero así es la vida… Esa vida de la que usted siempre intentó quedar al margen y que hoy, esta noche, se le cuela de rondón en casa para pasarle la factura de pecados que no cometió. ¿Capta la ironía?

Se le había ido acercando sin dejar de hablar, como una sirena que embrujase con su voz a los navegantes mientras el barco se precipitaba hacia un arrecife. Sostenía el quinqué en una mano y empuñaba el estoque con la otra; estaba frente a él, tan inconmovible como una estatua de hielo, sonriendo como si en lugar de una amenaza hubiese en su gesto una amable invitación a la paz y al olvido.

– Hay que decirse adiós, maestro. Sin rencor.

Cuando dio un paso adelante, dispuesta a clavarle el estoque, Jaime Astarloa volvió a ver la muerte en sus ojos. Sólo entonces, saliendo de su estupor, reunió la presencia de ánimo suficiente para saltar hacia atrás y volver la espalda, huyendo hacia la puerta más próxima. Se encontró en la oscura galería de esgrima. Ella le pisaba los talones, la luz del quinqué ya iluminaba la habitación. Miró don Jaime a su alrededor, buscando desesperado un arma con que hacer frente a su perseguidora, y sólo encontró al alcance de la mano el armero con los floretes de salón, todos con un botón en la punta. Pensando que peor era encontrarse con las manos desnudas, cogió uno de ellos; pero el contacto de la empuñadura sólo le brindó un leve consuelo. Adela de Otero ya estaba en la puerta de la galería, y los espejos multiplicaron la luz del quinqué cuando se inclinó para dejarlo en el suelo.

– Un lugar apropiado para solventar nuestro asunto, maestro -dijo en voz baja, tranquilizada al comprobar que el florete que don Jaime empuñaba era inofensivo-. Ahora tendrá ocasión de comprobar lo aventajada que puedo llegar a ser como discípula -dio dos pasos hacia él, con gélida calma, sin preocuparse de su pecho desnudo bajo el vestido entreabierto, y adoptó la posición de combate-. Luis de Ayala ya sintió en propia carne las excelencias de esa magnífica estocada de usted, la de los doscientos escudos. Ahora le llega el turno de probarla a su creador… Convendrá conmigo en que la cosa no deja de tener su gracia.

Aún no había terminado de hablar cuando, con asombrosa celeridad, ya echaba el puño hacia adelante. Jaime Astarloa retrocedió cubriéndose en cuarta, oponiendo la punta roma de su arma al aguzado estoque. Los viejos y familiares movimientos de la esgrima le devolvían poco a poco el perdido aplomo, lo arrancaban del horrorizado estupor del que había sido presa hasta hacía sólo un instante. Comprendió de inmediato que con su florete de salón no podría lanzar estocada alguna. Debía limitarse a parar cuantos ataques pudiese, manteniéndose siempre a la defensiva. Recordó que en el otro extremo de la galería había un armero cerrado con media docena de floretes y sables de combate, pero su oponente nunca le permitiría llegar hasta allí. De todas formas, tampoco tendría tiempo para volverse, abrirlo y empuñar uno. O quizás sí. Resolvió batirse en defensa hacia aquella parte de la sala, en espera de su oportunidad.

Adela de Otero parecía haber adivinado sus intenciones y cerraba contra él, empujándolo hacia un ángulo de la sala cubierto por dos espejos. Don Jaime comprendió su propósito. Allí, privado de terreno, sin posibilidad de retroceder, terminaría ensartado sin remedio.

Ella se batía a fondo, fruncido el ceño y apretados los labios hasta verse reducidos a una fina línea, en claro intento por ganarle los tercios del arma; forzándolo a defenderse con la parte de la hoja más próxima a la empuñadura, lo que limitaba mucho sus movimientos. Jaime Astarloa estaba a tres metros de la pared y no quería retroceder más, cuando ella le lanzó una media estocada dentro del brazo que lo puso en serios apuros. Paró, consciente de su incapacidad para responder como habría hecho de usar un florete de combate, y Adela de Otero efectuó con extraordinaria ligereza el movimiento conocido como vuelta de puño, cambiando la dirección de su punta cuando las dos hojas se tocaban, y dirigiéndola hacia el cuerpo de su adversario. Algo frío rasgó la camisa del maestro de esgrima, penetrando en su costado derecho, entre la piel y las costillas. Saltó hacia atrás en ese mismo instante, con los dientes apretados para ahogar la exclamación de pánico que pugnaba por salir de su garganta. Era demasiado absurdo morir así, de aquel modo, a manos de una mujer y en su propia casa. Se puso en guardia de nuevo, sintiendo cómo la sangre caliente empapaba la camisa bajo su axila.