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– Mi padre dice que la esgrima es buena porque es higiénica -protestó comedidamente el mayor de los Cazorla-. Eso que los ingleses llaman sport.

Don Jaime miró a su discípulo como si acabase de escuchar una herejía.

– No dudo que su señor padre tendrá sus motivos para afirmar tal cosa. No lo dudo en absoluto. Pero yo le aseguro a usted que la esgrima es mucho más. Constituye una ciencia exacta, matemática, donde la suma de determinados factores conduce invariablemente al mismo producto: el triunfo o el fracaso, la vida o la muerte… Yo no les dedico mi tiempo para que hagan sport, sino para que aprendan una técnica altamente depurada que un día, a requerimiento de la patria o del honor, puede serles muy útil. Me tiene sin cuidado que ustedes sean fuertes o débiles, elegantes o desmañados, que estén tísicos o perfectamente sanos… Lo que importa es que, con florete o sable en la mano, puedan sentirse iguales o superiores a cualquier otro hombre del mundo.

– Pero existen las armas de fuego, maestro -aventuró tímidamente Manolito de Soto-. La pistola, por ejemplo: parece mucho más eficaz que el florete, e iguala a todo el mundo -se rascó la nariz-. Como la democracia.

Jaime Astarloa arrugó el entrecejo. Sus ojos grises se clavaron en el joven con inaudita frialdad.

– La pistola no es un arma, sino una impertinencia. Puestos a matarse, los hombres deben hacerlo cara a cara; no desde lejos, como infames salteadores de caminos. El arma blanca tiene una ética de la que todas las demás carecen… Y si me apuran, diría que hasta una mística. La esgrima es una mística de caballeros. Y mucho más en los tiempos que corren.

Paquito Cazorla levantó una mano con aire de duda.

– Maestro, yo leí la semana pasada en La Ilustración un articulo sobre esgrima… Las armas modernas la están volviendo inútil, decía poco más o menos. Y la conclusión era que sables y floretes terminarán siendo piezas de museo…

Movió don Jaime lentamente la cabeza, como si hubiera escuchado hasta la saciedad la misma canción. Contempló su propia imagen en los grandes espejos de la galería: el viejo maestro rodeado por los últimos discípulos que permanecían fieles, velando a su lado. ¿Hasta cuándo?

– Razón de peso para seguir siendo leales -respondió con tristeza, sin aclarar si se refería a la esgrima o a él mismo.

Con la careta bajo el brazo y el florete apoyado sobre el escarpín del pie derecho, Alvarito Salanova hizo una mueca escéptica:

– Tal vez algún día ya no habrá maestros de esgrima -dijo.

Hubo un largo silencio. Jaime Astarloa miraba abstraído a lo lejos, como si observara el mundo más allá de las paredes de la galería.

– Tal vez -murmuró, absorto en la contemplación de imágenes que sólo él podía ver-. Pero déjeme decirle una cosa… El día que se extinga el último maestro de armas, cuanto de noble y honroso tiene todavía la ancestral lid del hombre contra el hombre, bajará con él a la tumba… Ya sólo habrá lugar para el trabuco y la cachicuerna, la emboscada y el navajazo.

Los cuatro muchachos lo escuchaban, demasiado jóvenes para comprender. Don Jaime los miró uno por uno, deteniéndose finalmente en Alvarito Salanova.

– En realidad -las arrugas se agolpaban en torno a sus ojos sonrientes, amargos y burlones- no les envidio a ustedes las guerras que vivirán dentro de veinte o treinta años.

En ese momento llamaron a la puerta, y nada volvió a ser igual en la vida del maestro de esgrima.

Capítulo II Ataque falso doble

"Los ataques falsos dobles se usan para engañar al adversario. Empiezan por un ataque simple. "

Subió la escalera palpando la tarjeta que llevaba en el bolsillo de su levita gris. Lo cierto es que no parecía demasiado explícita:

Doña Adela de Otero ruega al maestro de armas D. Jaime Astarloa se sirva acudir a su domicilio, calle de Riaño, 14, mañana a las siete de la tarde.

De mi consideración más distinguida.

A.D.O

Antes de salir de casa se había acicalado con esmero, resuelto a causar buena impresión en la que, sin duda, era madre de un futuro alumno. Al llegar a la puerta se arregló cuidadosamente la corbata, golpeando después la pesada aldaba de bronce que pendía en las fauces de una agresiva cabeza de león. Extrajo el reloj del bolsillo del chaleco y consultó la hora: siete menos un minuto. Aguardó, satisfecho, mientras escuchaba el sonido de unos pasos femeninos que se acercaban por un largo pasillo. Tras un rápido correr de cerrojos, el rostro agraciado de una doncella le sonrió bajo una cofia blanca. Mientras la joven se alejaba con su tarjeta de visita, entró don Jaime en un pequeño recibidor amueblado con elegancia. Las persianas estaban bajas y por las ventanas abiertas se oía el rumor de los carruajes que circulaban por la calle, dos pisos más abajo. Había testeros con plantas exóticas, un par de buenos cuadros en las paredes y sillones ricamente tapizados en terciopelo de seda carmesí. Pensó que se las iba a ver con un buen cliente, y ello le hizo sentirse optimista. No estaba de más, habida cuenta de los tiempos que corrían.

La doncella regresó al cabo de un momento para rogarle que pasara al salón tras hacerse cargo de sus guantes, bastón y chistera. La siguió por la penumbra del pasillo. La sala estaba vacía, así que cruzó las manos a la espalda e hizo un breve reconocimiento de la estancia. Deslizándose entre las cortinas semiabiertas, los últimos rayos del sol poniente agonizaban despacio sobre las discretas flores azul pálido que empapelaban las paredes. Los muebles eran de extraordinario buen gusto; sobre un sofá inglés campeaba un óleo de firma, mostrando una escena dieciochesca: una joven vestida de encajes se columpiaba en un jardín, mirando expectante por encima del hombro, como si aguardase la inminente llegada de alguien muy deseado. Había un piano con la tapa del teclado abierta y unas partituras en el atril. Se acercó a echar un vistazo: Polonesa en fa sostenido menor. Federico Chopin. Sin duda, la poseedora del piano era una dama enérgica.

Había dejado para el final la decoración sobre la gran chimenea de mármoclass="underline" una panoplia con pistolas de duelo y floretes. Se acercó a ella, observando las armas blancas con ojos de experto. Se trataba de dos excelentes piezas, de empuñadura francesa la una e italiana la otra, con guarniciones damasquinadas. Las encontró en buen estado, sin rastro de herrumbre en el metal, aunque las pequeñas melladuras de las respectivas hojas indicaban que habían sido muy utilizadas.

Escuchó unos pasos a su espalda y se volvió despacio, con un saludo cortés a flor de labios. Adela de Otero distaba de ser como la había imaginado.

– Buenas tardes, señor Astarloa. Le agradezco mucho que haya acudido a la cita de una desconocida.

Había un agradable tono, suavemente ronco, en su voz, modulada por un casi imperceptible acento extranjero, imposible de identificar. El maestro de esgrima se inclinó sobre la mano que se le ofrecía, y la rozó con los labios. Era fina, con el meñique graciosamente curvado hacia el interior; la piel tenía un agradable tono moreno y fresco. Llevaba las uñas demasiado cortas, casi como las de un hombre, sin barniz ni pintura alguna. El único adorno en ellas era un anillo, un delgado aro de plata.

Levantó el rostro y miró los ojos. Eran grandes, de color violeta con pequeñas irisaciones doradas que parecían aumentar de tamaño cuando recibían directamente la luz. El cabello era negro, abundante, recogido sobre la nuca con un pasador de nácar en forma de cabeza de águila. Para tratarse de una mujer, su estatura era elevada; cosa de un par de pulgadas menos que don Jaime. Sus proporciones podían considerarse regulares, tal vez algo más delgada que el tipo de mujer al uso, con una cintura que no precisaba recurrir al corsé para ser estrecha y elegante. Vestía falda negra, sin adornos, y blusa de seda cruda con pechera de encaje. Había un ligerísimo toque masculino en ella, quizás acentuado por una pequeña cicatriz en la comisura derecha de la boca que imprimía en ésta una permanente y enigmática sonrisa. Se encontraba en esa edad difícil de precisar cuando de una mujer se trata, entre los veinte y los treinta años. Pensó el maestro de esgrima que aquel hermoso rostro lo habría empujado, sin duda, a ciertas locuras en su remota juventud.