Arturo Pérez-Reverte
El maestro de esgrima
Prólogo
Corría el año 1988 cuando Julio Ollero, que siempre había creído en Arturo Pérez-Reverte y era a la sazón director de la editorial Mondadori, editó El maestro de esgrima, la segunda novela del escritor nacido en Cartagena. Desde su aparición y posterior traducción a varias lenguas, la novela fue acogida con admiración -todavía recuerdo la rendida reseña de The New York Times Book Review; «Una espléndida novela de la primera a la última página»- y hoy puede ser considerada como el vivero de ciertos temas y modos, y no sólo, literarios, del escritor de La Navata. (Existe una notable adaptación cinematográfica con el mismo título que fue dirigida por Pedro Olea y cuyo guión, en el que participó Pérez-Reverte, recibió un Premio Goya.)
La acción se inicia en diciembre de 1866, en los tiempos que Valle-Inclán llamara «amenes isabelinos». Y el inicio y los primeros pasos parecen colocarnos, al menos a los lectores de El ruedo ibérico, en aquel ambiente de conspiraciones, camarillas, gobiernos corruptos, amenazas de alzamientos, exiliados políticos, cafés donde se discutía apasionadamente a favor de la monarquía o de la república («Más que un café, el Progreso era un antónimo») y en los que habitan personajes ya prototípicos. Arturo Pérez-Reverte, voraz lector, también periodista y conocedor apasionado de Madrid, recrea la época con su, desde esta novela, reconocida minuciosidad lingüística y literaria.
Pero… en este ambiente se destaca, desde el capítulo primero, la figura de Jaime Astarloa, el maestro de esgrima, que mantiene una muy peculiar filosofía de la vida apoyado en algunos libros clave de una biblioteca que Pérez-Reverte irá enriqueciendo libro a libro, pero que aquí tiene su matriz invariable; Dumas, Víctor Hugo, Balzac, un Plutarco, un Homero, algunos libros de memorias y de campañas militares del Primer Imperio. No faltará El memorial de Santa Helena, libro de cabecera de Lucas Corso, el buscador de libros de la enciclopedia llamada El club Dumas y, en este caso concreto, el romanticismo de Enrique de Ofterdingen, de Novalis. La mentada filosofía es que la vida de ciertos hombres, llámense Astarloa, Corso, Coy o Alatriste, es un conjunto de reglas que se mantiene inalterable con el paso del tiempo; una cierta estética, poco sentido práctico, no ser de los que huyen, morir como es debido, mirarse francamente a la cara todas las mañanas al afeitarse, ser un clásico. La esgrima es, pues, para Jaime Astarloa no sólo una forma -decente- de ganarse la vida, sino que, y aquí asistimos a la forja de la filosofía revertiana de la ética de sus héroes, presupone un exacto y riguroso conocimiento de las formas de un arte que es elevado a un ritual, a una forma de vivir o, quizá, de resistencia. Por ello, el maestro persigue desde hace años un sueño; escribir un tratado de esgrima que no sólo emulase a sus maestros, sino que recogiera un golpe maestro, la estocada más perfecta.
Pero estos arcaísmos para la resistencia serán puestos aprueba cuando en el retiro espiritual se introduzcan dos elementos que alterarán la paz de la galería de esgrima. El primero es una hermosa mujer, Adela de Otero, que pretende ser instruida en el arte de la esgrima. Reacio por convicción a las novedades, Jaime Astarloa se resiste a pesar del dinero ofrecido por las clases, pero, deslumbrado en una segunda conversación por el conocimiento teórico de la dama y por su belleza, Jaime Astarloa accede a darle unas cuantas clases y a enseñarle la estocada de los doscientos escudos.
El segundo elemento es un sobre lacrado que, como todos los sobres cerrados, suele tener otros enigmas en su interior, y que ahora, 180 páginas después de su aparición en la tercera página de la novela, transforma una aparente obra costumbrista en una novela de intriga, policíaca, pero, a la vez, y cito de nuevo la Revista de Libros del New York Times, en una sutil meditación sobre los enigmas profundos de la elección y el destino.
Y es ahora cuando ese maestro de la relojería novelística que es Pérez-Reverte hace que, para decirlo con el clásico, se precipiten los acontecimientos, acontecimientos que el maestro de esgrima describe con palabras tomadas de la esgrima, y así el primer asesinato se transforma en un lance, en el que no sólo han usado su estocada, sino que el asesino trató de forzar el ataque, o sea, que el adversario del muerto le estaba dando llamada.
A partir de aquí, la vida real trastorna aquel orden exacto de la conciencia, aquella seguridad forjada durante tantos años, aquellas reglas que hasta ahora le habían permitido explicarse el mundo o, al menos, sobrevivir en é¿ y el novelista coloca al maestro de esgrima ante su propio espejo. Es ahora cuando las reflexiones lúcidas sacuden las viejas verdades y el maestro se distrae. Alejado como está del mundo, se da cuenta de su error: comprende que lo han traicionado. Y, llevado de su concepto de que ciertas cosas no sólo existen en los libros, comete el segundo error, es decir, baja la guardia. Pero, apoyándose en la pericia de su oficio, Jaime Astarloa supera la primera encerrona gracias a su valor y a sus exactos conocimientos de esgrima. Después, la novela se remansa porque aparentemente la trama ha concluido. Y es ahora, alta ya la noche y el capitulo octavo y último apunto de cerrar la novela, cuando la imaginación creadora de Pérez-Reverte alcanza una de sus cimas y surge de su profundo conocimiento de la novela folletinesca ¿cómo no nombrar al menos a Paul Féval y a su Lagardiére? la invención imaginaria de un final deslumbrante que, como no podía ser de otra forma, se juega a punta desnuda.
Cuando llegue usted a esas páginas finales comprenderá que, al fin y a la postre, todo se debió a un plan pero, a la vez y como debe de ser, a un malentendido. Y es precisamente ese azar el que obliga a una conversación lúcida y cruel que acaba con las penúltimas certezas del maestro. Descubierta la verdad, parece existir un solo camino: la redención por el amor. Pero, de nuevo, como sucede en el canon, era una trampa más y no queda sino batirse. Es ahora cuando aquellas reglas de la estética del arte de la esgrima serán sometidas a la prueba final y confirmarán, en el momento álgido, que más allá de «ese clamor de voces que festejaban alborozadas el nuevo día que les aportaba la libertad», ese exacto ritual de paradas en tercia o en octava para «tirar cuarta sobre el brazo» confirma el arte y justifica una vida. Y como sucede en la preterida literatura clásica del siglo XIX, será esa batalla final el premio a tanto desvelo y el maestro de esgrima escribirá en el mundo real su anhelado tratado con la más perfecta estocada surgida de la mente humana.
José Perona
A Carlota. y al Caballero del Jubón Amarillo
"Soy el hombre más cortés del mundo. Me precio de no haber sido grosero nunca, en esta tierra donde hay tantos insoportables bellacos que vienen a sentarse junto a uno, a contarle sus cuitas e incluso a declamarle sus versos."
ENRIQUE HEINE Cuadros de viaje.
El cristal de las panzudas copas de coñac reflejaba las bujías que ardían en los candelabros de plata. Entre dos bocanadas de humo, ocupado en encender un sólido veguero de Vuelta Abajo, el ministro estudió con disimulo a su interlocutor. No le cabía la menor duda de que aquel hombre era un canalla; pero lo había visto llegar ante la puerta de Lhardy en una impecable berlina tirada por dos soberbias yeguas inglesas, y los dedos finos y cuidados que retiraban la vitola del habano lucían un valioso solitario montado en oro. Todo eso, más su elegante desenvoltura y los precisos antecedentes que había ordenado reunir sobre él, lo situaban automáticamente en la categoría de canallas distinguidos. Y para el ministro, muy lejos de considerarse un radical en cuestiones éticas, no todos los canallas eran iguales; su grado de aceptación social estaba en relación directa con la distinción y fortuna de cada cual. Sobre todo si, a cuenta de aquella pequeña violencia moral, se obtenían importantes ventajas materiales.
– Necesito pruebas -dijo el ministro; pero sólo era una frase. En realidad, era evidente que estaba convencido de antemano: él pagaba la cena. Su interlocutor sonrió apenas, como quien escucha exactamente aquello que espera escuchar. Seguía sonriendo cuando se estiró los puños inmaculadamente blancos de la camisa, haciendo refulgir unos llamativos gemelos de diamantes, e introdujo una mano en el bolsillo interior de la levita.
– Pruebas, naturalmente -murmuró con suave ironía.
El sobre cerrado con lacre, sin sello alguno, quedó sobre el mantel de hilo, alineado con el borde de la mesa, cerca de las manos del ministro. Éste no lo tocó, como si temiera algún contagio, limitándose a mirar a su interlocutor.
– Le escucho -dijo. El otro se encogió de hombros haciendo un gesto vago en dirección al sobre; parecía que el contenido hubiera dejado de interesarle desde el momento en que abandonó sus manos.
– No sé -comentó, como si todo aquello careciese de importancia-. Nombres, direcciones… Una bonita relación, imagino. Bonita para usted. Algo con que entretener a sus agentes durante algún tiempo.
– ¿Figuran todos los implicados?
– Digamos que están los que deben estar. Al fin y al cabo, creo conveniente administrar con prudencia mi capital.
Con las últimas palabras despuntó de nuevo la sonrisa. Esta vez venía cargada de insolencia, y el ministro se sintió irritado.
– Caballero, tengo la impresión de que usted parece tomarse este asunto con cierta ligereza. Su situación…