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Jaime Astarloa movió los pies, inquieto. La proximidad de la joven, su aplomo que casi rozaba el descaro, aquella vitalidad que parecía desprenderse de su atractiva figura, producían en él una turbación extraña. Decidió no dejarse arrastrar por el hechizo, así que quiso situar la conversación en el terna que los ocupaba. Para lograrlo manifestó en voz alta la esperanza de que ella hubiese llevado ropa apropiada. Adela de Otero lo tranquilizó mostrándole su pequeño bolso de viaje.

– ¿Dónde puedo cambiarme?

Don Jaime creyó descubrir un escondido matiz de provocación en su voz; pero descartó el pensamiento, molesto consigo mismo. Tal vez empezaba a sentirse atraído en exceso por el juego, se dijo, disponiéndose mentalmente a rechazar con el máximo rigor cualquier indicio de senil desvarío por su parte. Con absoluta gravedad le indicó a la joven la puerta de una pequeña habitación apropiada para tal menester, mientras se mostraba repentinamente muy interesado en comprobar la solidez sospechosa de una de las tablas que formaban la tarima del suelo. Cuando ella pasó por su lado camino del vestidor, la miró de soslayo y creyó percibir una tenue sonrisa, obligándose de inmediato a pensar que se trataba tan sólo de la pequeña cicatriz, que tan engañoso gesto imprimía en su boca. Ella entornó la puerta tras de sí, dejándola entreabierta apenas dos pulgadas. Don Jaime tragó saliva, intentando mantener su mente en blanco. La pequeña rendija atraía como un imán su mirada. Mantuvo los ojos clavados en la punta de los zapatos, luchando contra aquel turbio magnetismo. Escuchó crujir de enaguas, y durante un segundo cruzó por su mente la imagen de una piel morena en la cálida penumbra. Alejó de inmediato aquella visión, sintiéndose despreciable.

«¡Por el amor de Dios! -su pensamiento brotó en forma de súplica, aunque no estaba muy seguro de ante quién la formulaba-. ¡Se trata de una dama!»

Entonces dio dos pasos hacia una de las ventanas, levantó el rostro y logró llenarse la mente de sol.

Adela de Otero había cambiado su vestido de muselina por una falda de amazona color castaño, ligera y sin adorno alguno, lo bastante corta para no estorbar los movimientos del pie y suficientemente larga para que sólo unas pulgadas de tobillo, cubiertas por medias blancas, quedasen al descubierto. Se había calzado unos escarpines de esgrima, sin tacón, que daban a sus movimientos la gracia que sólo era posible encontrar en los pasos de una bailarina de ballet. Completaba su indumentaria una blusa blanca de hilo, cerrada por detrás hasta el cuello redondo sin encajes, lo bastante ceñida al busto para poner de relieve sus formas, que al viejo profesor se le antojaron de inquietante morbidez. Al caminar, el calzado bajo imprimía en su cuerpo una suave cadencia de belleza animal, aunando cierta masculinidad que don Jaime ya había percibido en ella con una ligereza de movimientos flexible y firme al mismo tiempo. Sin zapatos de tacón, pensó el maestro de armas, aquella joven se movía como una gata.

Los ojos violeta lo miraron con atención, acechando el efecto. Don Jaime procuró mantenerse impenetrable.

– ¿Cuál es su florete preferido? -preguntó entornando los párpados, deslumbrado por la luz que parecía abrazarla voluptuosamente-. ¿Francés, español o italiano?

– Francés. Me gusta sentir libertad en los dedos.

El maestro rindió un leve homenaje con satisfecha inclinación de cabeza. También prefería el florete de tipo francés, desprovisto de gavilanes, con la empuñadura libre hasta la guarnición. Se acercó a una de las panoplias de la pared y estudió pensativo las armas allí dispuestas. Calculando la altura de la joven y la longitud de sus brazos, escogió el florete apropiado, una excelente pieza con hoja de Toledo, flexible como un junco. Adela de Otero recibió el arma, contemplándola con suma atención; cerró la mano derecha en torno a la empuñadura, sopesó apreciativamente el florete y después, volviéndose hacia la pared, probó contra ella la hoja, presionándola para que se curvase hasta que la punta quedó a unas veinte pulgadas de la guarnición. Complacida por la calidad del acero, miró a don Jaime; sus dedos acariciaban el metal bien templado con la inequívoca admiración de quien sabía reconocer la calidad de una pieza como aquella.

Jaime Astarloa le ofreció un peto acolchado y, solícito, ayudó a la joven a enfundarse la prenda protectora, sujetándole los corchetes a la espalda. Al hacerlo, rozó involuntariamente con la punta de los dedos la fina tela de la blusa, mientras llegaba hasta él un suave perfume de agua de rosas. Concluyó su tarea con cierta precipitación, turbado por la proximidad de aquel hermoso cuello que se inclinaba hacia adelante, cuya epidermis mate se ofrecía con tibia desnudez bajo el cabello recogido por el pasador de nácar. Al enganchar el último corchete, el maestro de esgrima comprobó con desolación que sus dedos temblaban; para disimularlo, ocupó inmediatamente las manos en desabrocharse los botones de la casaca, e hizo un comentario banal sobre la utilidad del peto en los asaltos. Adela de Otero, que se estaba poniendo los guantes de piel, le dirigió una mirada de extrañeza por aquel acceso de gratuita locuacidad.

– ¿Nunca usa usted peto, maestro?

Jaime Astarloa torció el bigote con una sonrisa tolerante.

– A veces -respondió; y quitándose la casaca y el pañuelo, fue hasta la panoplia y cogió un florete francés con empuñadura de sección cuadrada, ligeramente inclinada en cuarta. Con él bajo el brazo fue a situarse frente a la joven que aguardaba sobre la tarima, erguida y con la punta de su arma apoyada en el suelo, junto a los pies que había colocado en ángulo recto, el talón del derecho frente al tobillo del izquierdo, en posición impecable, dispuesta a ponerse en guardia. Don Jaime la estudió unos instantes sin ver, muy a su pesar, la menor incorrección en su porte. Así que hizo un gesto de aprobación, se puso los guantes y señaló las caretas protectoras que había alineadas sobre un estante. Ella movió la cabeza con desdén.

– Creo que debe cubrirse el rostro, señora de Otero. Ya sabe usted que la esgrima…

– Tal vez más tarde.

– Eso es correr un riesgo inútil -insistió don Jaime, admirado por la sangre fría de su nueva cliente. Sin duda, ella sabía que un botonazo inoportuno, demasiado alto, podía causarle en la cara una desgracia irreparable. Adela de Otero pareció adivinarle el pensamiento; sonrió, o quizás lo hizo la pequeña cicatriz.

– Me encomiendo a su destreza, maestro, para no quedar desfigurada.

– Su confianza me honra, señora mía. Pero me sentiría más tranquilo si…

Los ojos de la joven tenían ahora irisaciones doradas y brillaban de forma extraña.

– El primer asalto a cara descubierta -parecía que introducir un factor de riesgo suplementario tuviese para ella un atractivo especial-. Le prometo que sólo por esta vez.

El maestro de armas no salía de su asombro; aquella joven era testaruda como un diablo. Y condenadamente orgullosa.

– Señora, declino toda responsabilidad. Deploraría…

– Por favor.

Suspiró don Jaime. La primera escaramuza estaba irremediablemente perdida. Era hora de pasar a los floretes. -No se hable más.

Saludaron ambos, preparándose para el asalto. Adela de Otero se cubrió con absoluta corrección; sostenía el florete con firmeza desprovista de exceso, el dedo pulgar sobre la empuñadura, apretados anular y meñique, manteniendo la guarnición a la altura del pecho y la punta algo más alta que el puño. Se afirmaba con plena ortodoxia, a la italiana, ofreciendo al maestro de esgrima tan sólo su perfil derecho, florete, brazo, hombro, cadera y pie en la misma línea, ligeramente flexionadas las rodillas, con el brazo izquierdo levantado y la mano caída con aparente negligencia sobre la muñeca. Admiró don Jaime la graciosa estampa que ofrecía la joven, dispuesta a la acometida como un felino a punto de saltar. Tenla los ojos entornados, brillantes como si la fiebre ardiese tras ellos; la mandíbula, apretada. Los labios, habitualmente hermosos a pesar de la marca en su comisura derecha, estaban ahora reducidos a una fina línea. Todo el cuerpo parecía en tensión, como un resorte a punto de ser disparado; y el viejo maestro de armas, percibiéndolo en una sola mirada profesional, comprendió desconcertado que, para Adela de Otero, aquello significaba bastante más que un mero pasatiempo de caprichosa excentricidad. Habla bastado poner un arma en su mano para que la hermosa joven se convirtiera en agresivo adversario. Y, habituado a conocer la condición humana por aquel tipo de actitudes, Jaime Astarloa intuyó que la misteriosa mujer encerraba algún secreto fascinante. Por eso, cuando tendió el florete y se puso a su vez en guardia frente a ella, el maestro de esgrima lo hizo con la misma calculada precaución que adoptaría enfrentado a un adversario a punta desnuda. Presentía que un peligro acechaba en alguna parte; que el juego distaba de ser una diversión inocente. Y su viejo instinto profesional jamás lo engañaba.

Apenas cruzaron los floretes, comprendió que Adela de Otero había gozado de las enseñanzas de un excelente maestro de armas. Hizo don Jaime un par de fintas sin otro objeto que tantear las reacciones de su contrincante, comprobando que ésta respondía con serenidad, manteniendo la distancia y atenta a la defensa, consciente de que el adversario era hombre extraordinariamente ducho en la lid. Al anciano profesor solía bastarle con observar las posiciones adoptadas por un tirador y tantear la firmeza de su acero para catalogarlo en el acto; y aquella joven, sin duda, sabía batirse. Actuaba con una curiosa combinación de agresiva serenidad; estaba pronta a lanzarse a fondo, pero era lo bastante fría como para no subestimar a un temible adversario, por más que éste le ofreciese de continuo aparentes ocasiones para intentar lanzarle una estocada decisiva. Por ello Adela de Otero se mantenía prudentemente en cuarta, procurando apoyar su defensa en el tercio superior del acero, pronta a evadirse cuando el maestro cambiaba de táctica y la estrechaba demasiado. Como los esgrimistas avezados, no miraba las hojas de los floretes, sino directamente a los ojos de su adversario.