Dejó la frase en el aire, como una amenaza. El otro pareció sorprendido. Después hizo una mueca.
– No pretenderá-dijo tras reflexionar un instante- que venga a cobrar mis treinta monedas de plata como Judas, con apesadumbrada nocturnidad. Después de todo, ustedes no me dejan otra opción.
El ministro puso una mano encima del sobre.
– Podría negarse a colaborar -insinuó, con el habano entre los dientes-. Sería incluso heroico.
– Podría, en efecto -el caballero apuró la copa de coñac y se puso en pie, cogiendo bastón y chistera de una silla próxima-. Pero los héroes suelen morir. O arruinarse. Y, en mi caso, ocurre que tengo demasiado que perder, como usted sabe mejor que nadie. A mis años, y en mi profesión, la prudencia es algo más funcional que una virtud; es un instinto. Así que he resuelto absolverme a mí mismo.
No hubo apretón de manos ni fórmula de despedida. Tan sólo pasos en la escalera y el ruido, abajo, de un carruaje al ponerse en marcha bajo la lluvia. Cuando el ministro se quedó solo, rompió el lacre del sobre y se colocó unos anteojos, acercándose a la luz de un candelabro. Un par de veces se detuvo para saborear el coñac mientras reflexionaba sobre el contenido de aquel documento, y al terminar la lectura permaneció un rato sentado, entre las volutas de humo de su cigarro. Después miró con melancolía el brasero que calentaba el pequeño reservado y se levantó perezosamente, acercándose a la ventana.
Tenía por delante varias horas de trabajo, y la perspectiva le hizo murmurar un comedido juramento. Las cumbres heladas del Guadarrama arrojaban sobre Madrid un frío aguacero aquella noche de diciembre del año 1866, reinando en España su católica majestad doña Isabel II.
Capítulo I Del asalto
"Un asalto entre hombres de honor, dirigido por un maestro animado de los mismos sentimientos, es una de aquellas diversiones propias del buen gusto y la fina crianza."
Mucho más tarde, cuando Jaime Astarloa quiso reunir los fragmentos dispersos de la tragedia e intentó recordar cómo había empezado todo, la primera imagen que le vino a la memoria fue la del marqués. Y aquella galería abierta sobre los jardines del Retiro, con los primeros calores del verano entrando a raudales por las ventanas, empujados por una luz tan cruda que obligaba a entornar los ojos cuando hería la guarda bruñida de los floretes.
El marqués no estaba en forma; sus resoplidos recordaban los de un fuelle roto, y bajo el peto se veía la camisa empapada en sudor. Sin duda expiaba así algún exceso nocturno de la víspera, pero Jaime Astarloa se abstuvo, según su costumbre, de hacer comentarios inoportunos. La vida privada de sus clientes no era asunto suyo. Se limitó a parar en tercia una pésima estocada que habría hecho ruborizar a un aprendiz, y se tiró luego a fondo. El flexible acero italiano se curvó al aplicar un recio botonazo sobre el pecho de su adversario.
– Tocado, Excelencia.
Luis de Ayala-Velate y Vallespín, marqués de los Alumbres, ahogó una castiza maldición mientras se arrancaba, furioso, la careta que le protegía el rostro. Estaba congestionado, rojo por el calor y el esfuerzo. Gruesas gotas de sudor le corrían desde el nacimiento del pelo, empapándole las cejas y el mostacho.
– Maldita sea mi estampa, don Jaime -había un punto de humillación en la voz del aristócrata-. ¿Cómo lo consigue? Es la tercera vez en menos de un cuarto de hora que me hace morder el polvo.
Jaime Astarloa se encogió de hombros con la apropiada modestia. Cuando se quitó la careta, en la comisura de su boca se dibujaba una suave sonrisa, bajo el bigote salpicado de hebras blancas.
– Hoy no es su mejor día, Excelencia.
Luis de Ayala soltó una jovial carcajada y se puso a recorrer a grandes pasos la galería adornada con valiosos tapices flamencos y panoplias de antiguas espadas, floretes y sables. Tenia el cabello abundante y crespo, lo que le daba cierto parecido con la melena de un león. Todo en él era vital, exuberante: grande y fornido de cuerpo, recio vozarrón, propenso al gesto ampuloso, a los arrebatos de pasión y de alegre camaradería. A sus cuarenta años, soltero, apuesto y -según afirmaban- poseedor de notable fortuna, jugador e impenitente mujeriego, el marqués de los Alumbres era el prototipo del aristócrata calavera en que tan pródiga se mostró la España del XIX: no había leído un libro en su vida, pero podía recitar de memoria la genealogía de cualquier caballo famoso en los hipódromos de Londres, París o Viena. En cuanto a mujeres, los escándalos con que de vez en cuando obsequiaba a la sociedad madrileña constituían la comidilla de los salones, siempre ávidos de novedad y murmuraciones. Llevaba los cuarenta como nadie, y la sola mención de su nombre bastaba para evocar, entre las damas, románticos lances y pasiones tempestuosas.
La verdad es que el marqués de los Alumbres tenía su propia leyenda en la timorata corte de Su Majestad Católica. Se decía entre susurros de abanico que en el curso de una francachela había protagonizado una pelea a navajazos en un figón de Cuatro Caminos, lo cual era falso, y que había apadrinado en su cortijo de Málaga al hijo de un famoso bandolero tras la ejecución de éste, lo que era rigurosamente cierto. De su vida política se murmuraba poco, porque había sido fugaz, pero sus historias de faldas corrían en lenguas por la ciudad, rumoreándose que algunos encumbrados esposos tenían sobrados motivos para exigirle satisfacción; que se decidieran o no, eso era ya otro asunto. Cuatro o cinco habían enviado padrinos, más por el qué dirán que por otra cosa, y el gesto, además del obligado madrugón, les había costado invariablemente amanecer desangrándose sobre la hierba de cualquier prado en las afueras de Madrid. Decían las lenguas de doble filo que entre quienes podían haberle pedido reparación se contaba el propio rey consorte. Pero todo el mundo sabía que si a algo se inclinaba don Francisco de Asís, no era precisamente a sentir celos de su augusta esposa. En última instancia, que la propia Isabel II hubiera sucumbido o no a los incontestables encantos personales del marqués de los Alumbres, era un secreto que sólo pertenecía a los supuestos interesados, o al confesor de la reina. En cuanto a Luis de Ayala, ni tenía confesor ni, según propias palabras, maldita la falta que le hacía.
Quitándose el peto acolchado para quedar en mangas de camisa, el marqués dejó el florete sobre una mesita en la que un silencioso sirviente había colocado una bandeja de plata con una botella.
– Por hoy está bien, don Jaime. No logró dar una a derechas, así que arrío el pabellón. Tomemos un jerez.
La bebida, tras la diaria hora de esgrima, se había convertido en un rito. Jaime Astarloa, careta y florete bajo el brazo, se acercó a su anfitrión, aceptando la copa de cristal tallado donde el vino relucía como oro líquido. El aristócrata aspiró con deleite el aroma.
– Hay que reconocer, maestro, que en Andalucía saben embotellar bien las cosas -mojó los labios en la copa y chasqueó la lengua, satisfecho-. Mírelo al trasluz: oro puro, sol de España. Nada que envidiar a esas mariconadas que se beben en el extranjero.
Don Jaime asintió, complacido. Le gustaba Luis de Ayala, y también que éste lo llamara maestro, aunque no se tratase exactamente de uno de sus alumnos. En realidad, el de los Alumbres era uno de los mejores esgrimistas de la Corte, y hacía años que no precisaba recibir lecciones de nadie. Su relación con Jaime Astarloa era de otra índole: el aristócrata amaba la esgrima con la misma pasión que dedicaba al juego, las mujeres y los caballos. A tal efecto pasaba una hora diaria en el saludable ejercicio de tirar con florete, actividad que, dado su carácter y aficiones, le resultaba por otra parte extremadamente útil a la hora de solventar lances de honor. Para gozar de un adversario a su altura, Luis de Ayala había recurrido, cinco años atrás, al mejor maestro de armas de Madrid; pues don Jaime era conocido como tal, si bien los tiradores a la moda consideraban su estilo demasiado clásico y anticuado. De esta forma, a las diez de cada mañana excepto sábados y domingos, el profesor de esgrima acudía puntualmente al palacio de Villaflores, residencia del aristócrata. Allí, en la amplia galería de esgrima construida y acondicionada según los más exigentes requisitos del arte, el marqués se entregaba con encarnizado tesón a los asaltos, aunque por lo general terminaban imponiéndose la habilidad y el talento del maestro. Como jugador de raza, Luis de Ayala era, sin embargo, buen perdedor. Admiraba, además, la singular pericia del viejo esgrimista.
El aristócrata se palpó el torso con gesto dolorido y emitió un suspiro.
– Por las llagas de sor Patrocinio, maestro, que me ha dejado usted bien aviado… Voy a necesitar varias fricciones de alcohol después de su exhibición.
Jaime Astarloa sonrió con humildad.
– Ya le dije que hoy no es su mejor día, Excelencia.
– Desde luego que no. Si los floretes no llevasen botón en la punta, a estas horas yo estaría criando malvas. Me temo que he estado lejos de ser un digno adversario.
– Las calaveradas se pagan.
– ¡Y que lo diga! Sobre todo a mi edad. Ya no soy un pollo, qué diablos. Pero la cosa no tiene arreglo, don Jaime… Nunca adivinaría usted lo que me pasa. -Imagino que Su Excelencia se ha enamorado.
– En efecto -suspiró el marqués, sirviéndose más jerez-. Me he enamorado como un lechuguino cualquiera. Hasta las cachas.