– ¿Aunque sea evidente que se vive en el error?
– Más que nunca en ese caso. Ahí entra en juego la estética.
La dentadura perfecta del marqués resplandeció en una ancha sonrisa.
– La estética del error. ¡Bonito tema académico!… Habría mucho que hablar sobre eso.
– No estoy de acuerdo. En realidad, no existe nada sobre lo que haya mucho que hablar.
– Salvo la esgrima.
– Salvo la esgrima, es cierto -Jaime Astarloa se quedó en silencio, como si diese por zanjada la conversación; pero al cabo de un instante movió la cabeza y apretó los labios-. El placer no sólo se encuentra en el exterior, como decía Su Excelencia hace un rato. También puede hallarse en la lealtad a determinados ritos personales, y más aún cuando todo lo establecido parece desmoronarse alrededor de uno.
El marqués adoptó un tono irónico.
– Creo que Cervantes escribió algo sobre eso. Con la diferencia de que usted es el hidalgo que no sale a los caminos, porque los molinos de viento los lleva dentro.
– En todo caso, un hidalgo introvertido y egoísta, no lo olvide Su Excelencia. El man-chego quería deshacer entuertos; yo sólo aspiro a que me dejen en paz -se quedó un rato pensativo, analizando sus propios sentimientos-. Ignoro si eso es compatible con la honestidad, pero en realidad sólo pretendo ser honesto, se lo aseguro. Honorable. Honrado. Cualquier cosa que tenga su etimología en la palabra honor -añadió con sencillez; nadie hubiese tomado su tono por el de un fatuo.
– Original obsesión, maestro -dijo el marqués, sinceramente admirado-. Sobre todo en los tiempos que corren. ¿Por qué esa palabra, y no cualquier otra? Se me ocurren docenas de alternativas: dinero, poder, ambición, odio, pasión…
– Supongo que porque un día escogí ésa, y no otra. Quizás por azar, o porque me gustaba su sonido. Tal vez, de algún modo, la relacionaba con la imagen de mi padre, de cuya forma de morir siempre estuve orgulloso. Una buena muerte justifica cualquier cosa. Incluso cualquier vida.
– Ese concepto del tránsito Ayala sonreía, encantado de prolongar la conversación con el maestro de esgrima- tiene un sospechoso tufillo católico, ya sabe. La buena muerte como puerta de la salvación eterna.
– Si se espera la salvación, o lo que sea, la cosa ya no tiene mucho mérito… Yo me refería al último combate en el umbral de una oscuridad eterna, sin más testigo que uno mismo.
– Se olvida usted de Dios.
– No me interesa. Dios tolera lo intolerable; es irresponsable e inconsecuente. No es un caballero.
El marqués miró a don Jaime con sincero respeto.
– Siempre sostuve, maestro -dijo después de un silencio-, que la Naturaleza hace las cosas tan bien que convierte a los lúcidos en cínicos, para permitirles sobrevivir… Usted es la única prueba que conozco de la inexactitud de mi teoría. Y tal vez sea precisamente eso lo que me gusta de su carácter; más aún que los golpes de esgrima. Me reconcilia con ciertas cosas que habría jurado sólo existen en los libros. Es algo así como mi conciencia dormida.
Callaron ambos, escuchando el rumor de la fuente, y la suave racha de aire tibio volvió a agitar las ramas de los sauces. Entonces el maestro de esgrima pensó en Adela de Otero, miró de soslayo a Luis de Ayala y percibió en su propio interior un ingrato murmullo de remordimiento.
Ajeno a la agitación política que aquel verano tenía lugar en la Corte, Jaime Astarloa cumplía puntualmente los compromisos contraídos con sus clientes, incluyendo las tres horas semanales dedicadas a Adela de Otero. Las sesiones transcurrían desprovistas de cualquier situación equivoca, ciñéndose al aspecto técnico que motivaba la relación entre ambos. Aparte de los asaltos, en que la joven seguía haciendo gala de consumada destreza, apenas tenían ocasión de conversar brevemente sobre temas sin trascendencia. No había vuelto a repetirse el carácter un tanto íntimo de la conversación mantenida la tarde en que ella acudió por segunda vez a la galería del maestro de armas. Por lo general, ahora se limitaba a plantear a don Jaime determinadas cuestiones sobre esgrima, a las que él respondía con sumo placer y considerable alivio. Por su parte, el maestro contenía con aparente naturalidad su interés por conocer detalles sobre la vida de su cliente, y cuando alguna vez rozaba el tema, ella no se daba por enterada o lo eludía con ingeniosas evasivas. De todo aquello sólo pudo sacar en claro que vivía sola, sin parientes próximos, y que procuraba, por razones cuyo secreto sólo ella poseía, mantenerse al margen de la vida social que por su situación le habría correspondido en Madrid. Los únicos datos probados eran la razonable fortuna de que parecía gozar, muy próxima al lujo aunque habitase el segundo piso y no el principal del edificio de la calle Riaño, y el hecho incontestable de que había residido durante algunos años en el extranjero; posiblemente en Italia, según creía adivinar merced a ciertos detalles y expresiones sorprendidos durante sus conversaciones con la joven. Por otra parte, no habla modo de saber si era soltera o viuda, aunque su forma de vida parecía ajustarse más a la segunda hipótesis. La desenvoltura de Adela de Otero, el escepticismo que parecía empañar todas sus observaciones sobre la condición masculina, no eran justificables en una joven soltera. Resultaba evidente que aquella mujer había amado y había sufrido; Jaime Astarloa tenía los años suficientes para reconocer el aplomo al que, todavía en la juventud, sólo es posible acceder mediante la superación de intensas y extremas experiencias personales. A ese respecto, ignoraba si era justo, o no lo era, calificarla como lo que, en términos vulgares al uso, se denominaba una aventurera. Quizás lo fuera, después de todo; de hecho, había en ella rasgos de tan insólita independencia que a duras penas era posible catalogarla entre lo que el maestro de armas entendía por mujeres de corte convencional. Sin embargo, algo en su fuero interno le decía que eso serla ceder, demasiado fácilmente, al impulso de una torpe simplificación.
A pesar de la reticencia de Adela de Otero a la hora de revelar detalles sobre sí misma, la relación que mantenía con el profesor de esgrima podía considerarse, en términos generales, satisfactoria para éste. La juventud y personalidad de su cliente femenino, realzadas por su belleza, producían en Jaime Astarloa una saludable animación que se acentuaba con el paso de los días. Ella lo trataba con respeto no exento de una muy peculiar coquetería. Aquel escarceo era seguido con agrado por el viejo maestro, hasta el punto de que, según pasaba el tiempo, aguardaba cada vez con mayor ansiedad el momento en que ella, con su pequeña bolsa de viaje bajo el brazo, se presentaba en la galería. Ya estaba acostumbrado a que dejase entornada la puerta del vestidor, y allí acudía apenas se marchaba, para aspirar con otoñal ternura el suave aroma de agua de rosas que permanecía en el aire como rastro de su presencia. Y había momentos, cuando las miradas se sostenían demasiado tiempo, cuando algún golpe de esgrima violento los llevaba al borde del contacto físico, en que sólo a fuerza de autodisciplina lograba el maestro ocultar, bajo una capa de paternal cortesía, la turbación que aquella mujer calaba en su ánimo.
Llegó así el día en que, durante un asalto, ella se proyectó hacia adelante en una estocada, con tanta fuerza que llegó a chocar contra el pecho de don Jaime. Sintió éste el golpe del cuerpo femenino, tibio y elástico entre sus brazos, y con puro acto reflejo sujetó a la joven por la cintura, para ayudarla a recobrar el equilibrio. Ella se incorporó con extrema rapidez; pero su rostro, cubierto por la rejilla metálica de la careta, quedó durante un momento vuelto hacia el del maestro, muy cerca, de forma que éste sintió su respiración y el brillo de los ojos que lo miraban intensamente. Después, de nuevo en guardia, él estaba tan afectado por lo ocurrido que la joven le asestó dos limpios botonazos sobre el peto antes de que pudiese pensar en oponer una defensa en regla. Feliz por haber realizado con éxito dos ataques seguidos, Adela de Otero iba y venta sobre la" tarima, acosándolo con estocadas rápidas como relámpagos, con ataques y fintas que improvisaba fogosamente, saltando desbordada de alegría, como una chiquilla entregada en cuerpo y alma a un juego que la entusiasmaba. Jaime Astarloa, ya rehecho, la observaba mientras mantenía la distancia con el brazo extendido, tanteando el florete de la joven, que tintineaba contra el suyo cuando ella se detenía un instante, estudiando sagazmente la defensa contraria mientras buscaba una apertura por donde tirarse a fondo con rapidez y valor. El maestro de esgrima jamás la había amado con más, intensidad que en aquel momento.
Más tarde, cuando ella regresaba del vestidor, ya con ropa de calle, pareció alterada. Estaba pálida y caminaba con poca seguridad. Pasándose una mano por la frente, dejó caer el sombrero al suelo y se apoyó vacilante en la pared. Acudió el maestro, solicito y preocupado.
– ¿Se encuentra bien?
– Creo que sí -sonreía desmayadamente-. Sólo es el calor.
Le ofreció el brazo y ella se sostuvo en él. Inclinaba la cabeza, casi rozándole el hombro con la mejilla.
– Es el primer signo de debilidad que sorprendo en usted, doña Adela. Una sonrisa iluminó el pálido rostro de la joven. -Considérelo entonces un privilegio -dijo.
La acompañó hasta el estudio, deleitándose en la suave presión que la mano de ella ejercía sobre su brazo, hasta que la retiró para sentarse en el viejo sofá de piel cuarteada por el tiempo.