– Necesita usted un tónico. Quizás un sorbo de coñac le daría vigor.
– No se moleste. Me encuentro mucho mejor.
Insistió don Jaime, alejándose para buscar en una alacena. Regresó con una copa en la mano.
– Beba un poco, se lo ruego. Tonifica la sangre.
Ella mojó los labios en el licor, haciendo una graciosa mueca. El maestro de armas abrió de par en par los postigos de la ventana para que entrase bien el aire y fue a sentarse frente a la joven, guardando la conveniente distancia. Permanecieron así durante un rato en silencio. Don Jaime la observaba, so pretexto de interesarse por su estado, con mayor insistencia de lo que se hubiera atrevido en condiciones normales. Maquinalmente se pasó los dedos por el brazo donde ella había apoyado la mano; aún le parecía sentirla allí. -Beba un sorbito más. Parece que le hace un efecto saludable.
Asintió, obediente. Después lo miró a los ojos y sonrió agradecida, sosteniendo en el regazo la copa de coñac que apenas habla probado. Ya recobraba el color cuando hizo un gesto con la barbilla, señalando los objetos que llenaban la habitación.
– ¿Sabe que su casa -dijo en voz baja, como de confidencia se le parece a usted? Todo se ve tan amorosamente conservado que resulta confortable, y transmite seguridad. Aquí parece estarse a resguardo de todo, como si no transcurriese el tiempo. Estas paredes conservan…
– ¿Toda una vida?
Hizo ella un gesto como si fuese a batir palmas, satisfecha de que él hubiera dado con el término justo.
– Toda su vida -respondió, seductora.
Se levantó Jaime Astarloa y dio unos pasos por la habitación, contemplando en silencio los objetos a que ella se refería: el viejo diploma de la Academia de París; el escudo de armas tallado en madera con la divisa: A mí; un juego de antiguas pistolas de duelo en una urna de cristal; la insignia de teniente de la Guardia Real sobre fondo de terciopelo verde, en un pequeño marco colgado de la pared… Pasó suavemente la mano por el lomo de los libros alineados en las estanterías de roble. Adela de Otero lo miraba con los labios entreabiertos, atenta, intentando captar el lejano rumor de todas las cosas que rodeaban al maestro de esgrima.
– Es hermoso no resignarse a olvidar-dijo la joven al cabo de unos instantes.
Hizo él un gesto de impotencia, dando a entender que nadie podía escoger sus propios recuerdos.
– No estoy seguro de que hermoso sea la palabra exacta -dijo, señalando las paredes cubiertas de objetos y libros-. A veces creo hallarme en un cementerio… La sensación es muy parecida: símbolos y silencio -meditó sobre lo que acababa de decir y sonrió con tristeza-. El silencio de todos los fantasmas que uno ha ido dejando tras de sí. Como Eneas al huir de Troya.
– Sé a qué se refiere.
– ¿Lo sabe? Sí, tal vez. Empiezo a creer que sí lo sabe.
– Las sombras de quienes pudimos ser y no fuimos… ¿No se trata de eso?… De quienes soñamos ser y nos hicieron despertar -ella hablaba en tono monocorde, sin inflexiones, como si recitase de memoria una lección aprendida mucho tiempo atrás-. Las sombras de aquellos a quienes una vez amamos y no conseguimos jamás; de quienes nos amaron y cuya esperanza matamos por maldad, estupidez o ignorancia…
– Sí. Veo que lo sabe perfectamente.
La cicatriz intensificó el sarcasmo de la sonrisa:
– ¿Y por qué no había de saberlo? ¿O acaso cree que sólo los hombres pueden tener una Troya ardiendo a sus espaldas?
Se la quedó mirando, sin saber qué decir. La joven habla cerrado los ojos, identificando voces lejanas que únicamente ella podía oír. Después parpadeó, como si regresara de un sueño, y sus ojos buscaron al maestro de esgrima.
– Sin embargo -dijo-, no hay en usted amargura, don Jaime. Ni rencor. Me gustaría saber de dónde saca la fuerza suficiente para mantenerse intacto; para no caer de rodillas y pedir misericordia… Siempre ese aire de eterno extranjero, como ausente. Se diría que, empeñado en sobrevivir, atesora fuerzas en su interior, como un avaro.
Se encogió de hombros el viejo maestro.
– No soy yo -dijo en voz baja, casi con timidez-. Son mis casi sesenta años de vida, con todo lo bueno y lo malo que hubo en ella. En cuanto a usted… -se detuvo, inseguro, e inclinó la barbilla sobre el pecho.
– En cuanto a mí… -los ojos violeta se habían vuelto inexpresivos, como si un velo invisible hubiera caído sobre ellos. Don Jaime movió la cabeza con inocencia, igual que lo habría hecho un niño.
– Usted es muy joven. Se encuentra al comienzo de todo.
Ella lo miró fijamente. Después levantó las cejas y rió sin alegría.
– Yo no existo -dijo, con voz suavemente ronca.
Jaime Astarloa la miró, confuso. La joven se inclinó para dejar la copa de coñac sobre una mesita. Al hacerlo, el maestro de esgrima contempló el fuerte y hermoso cuello desnudo bajo la masa azabache del cabello recogido en la nuca.
Los últimos rayos de sol llegaban sobre la ventana, que enmarcaba un rectángulo de nubes rojizas. El reflejo de un cristal fue menguando en la pared hasta desvanecerse por completo.
– Es curioso -murmuró don Jaime-. Siempre me precié de conocer a un semejante tras haber cruzado los floretes durante un tiempo razonable. No resulta difícil, ejercitando el tacto, calar en la persona. Cada uno se muestra en la esgrima tal y como es.
Ella lo miraba con aire ausente, como si estuviese pensando en cosas remotas.
– Es posible -murmuró inexpresiva.
El maestro cogió un libro al azar, y tras sostenerlo un momento entre las manos lo devolvió distraídamente a su lugar.
– Con usted no ocurre eso -dijo. Ella pareció volver muy despacio en sí; sus ojos mostraron un leve destello de interés.
– Hablo en serio -continuó él-. De usted, doña Adela, sólo he sido capaz de adivinar su vigor, su agresividad. Los movimientos son pausados y seguros; demasiado ágiles para una mujer, demasiado gráciles para un hombre. Emana cierta sensación magnética; energía contenida, disciplinada… A veces un oscuro e inexplicable encono, ignoro contra qué. O contra quién. Tal vez la respuesta se encuentre bajo las cenizas de esa Troya que tan bien parece conocer.
Adela de Otero pareció meditar sobre aquellas palabras.
– Continúe -dijo.
Jaime Astarloa hizo un gesto de impotencia.
– No hay mucho más que decir -confesó, en tono de disculpa-. Soy capaz, como ve, de adivinar todo eso; pero no logro llegar hasta aquello que lo motiva. Sólo soy un viejo maestro de esgrima, sin pretensiones de filósofo, o de moralista.
– No está mal, para tratarse de un viejo maestro de esgrima -observó la joven con sonrisa burlona e indulgente. Algo parecía estremecerse con languidez bajo su piel mate. Al otro lado de la ventana, el cielo se oscurecía sobre los tejados de Madrid. Un gato pasó por el alféizar, taimado y silencioso, echó un vistazo a la habitación que empezaban a cubrir las sombras y siguió su camino.
Ella se movió, con suave rumor de faldas.
– En un momento equivocado -dijo, reflexiva y misteriosa-. En un día equivocado… En una ciudad equivocada -inclinó los hombros, sonriendo de forma fugitiva-. Lástima -añadió.
Don Jaime la miró, desorientado. Al sorprender su gesto, la joven entreabrió los labios con dulzura y, en graciosa mudanza, palmeó la piel del sofá a su lado. -Venga a sentarse aquí, maestro.
De pie junto a la ventana, Jaime Astarloa hizo un gesto de cortés negativa. La habitación ya estaba en penumbra, velada de grises y sombras.
– ¿Amó alguna vez? -preguntó ella. Sus facciones empezaban a difuminarse en la oscuridad creciente.
– Varias -contestó él con melancolía.
– ¿Varias? -la joven pareció sorprendida-. Ya entiendo. No, maestro. Quiero decir si alguna vez amó.
El cielo ya oscurecía rápidamente hacia el oeste. Don Jaime miró el quinqué, sin decidirse a encenderlo. Adela de Otero no parecía incómoda por la paulatina ausencia de luz. -Sí. Una vez, en París. Hace mucho tiempo. -¿Era hermosa?
– Sí. Tanto… como usted. Además, París la embellecía: Quartier Latin, elegantes trastiendas de la rue Saint Germain, bailes de la Chaumiére y Montparnasse…
Los recuerdos llegaron con una punzada de nostalgia que le contrajo el estómago. Miró otra vez el quinqué.
– Creo que deberíamos…
– ¿Quién dejó a quién, don Jaime?
Sonrió dolorosamente el maestro de esgrima, consciente de que Adela de Otero ya no podía ver su gesto.
– Fue algo más complejo. Al cabo de cuatro años, la obligué a escoger. Y lo hizo.
La joven era ahora una sombra inmóvil.
– ¿Casada?
– Era casada. Y usted es una joven inteligente. -¿Qué hizo después?
– Liquidé cuanto tenía, y regresé a España. De eso hace mucho tiempo.
En la calle, pértiga y chuzo, alguien encendía los faroles. Una débil claridad de luz de gas penetró por la ventana abierta. Ella se levantó del sofá y cruzó la oscuridad hasta llegar cerca del maestro. Se quedó allí, inmóvil junto a la ventana.
– Hay un poeta inglés -dijo en voz baja-. Lord Byron.
Don Jaime aguardó, en silencio. Podía sentir el calor que emanaba del cuerpo joven que tenía a su lado, casi rozando el suyo. Tenía la garganta seca, oprimida por el temor de que se escuchasen los latidos de su corazón. La voz de Adela de Otero sonó queda, como una caricia:
The devil speaks truth much oftener than he's deemed He has an ¡gnorant audience…