Se acercó más a él. Desde la calle, el resplandor iluminaba la parte inferior de su rostro, la barbilla y la boca:
El Diablo dice la verdad más a menudo de lo que se cree, pero tiene un auditorio ignorante…
Sobrevino un silencio absoluto, con apariencias de eternidad. Y sólo cuando aquel silencio se hizo insoportable, sonó de nuevo la voz de ella:
– Siempre hay una historia que contar.
Había hablado en tono tan bajo que don Jaime tuvo que adivinar las palabras. Sentía casi en la piel, muy cerca, el suave aroma de agua de rosas. Comprendió que empezaba a perder la cabeza, y buscó desesperadamente algo que lo anclase a la realidad. Entonces alargó la mano hacia el quinqué y encendió un fósforo. La humeante llama temblaba en sus manos.
Se empeñó en acompañarla hasta la calle Riaño. No eran horas, dijo sin atreverse a mirarla a los ojos, para que anduviese sola en busca de un coche. Así que se puso una levita, tomó bastón y chistera, y bajó los peldaños delante de ella. En el portal se detuvo y, tras un breve titubeo que no pasó inadvertido a Adela de Otero, terminó por ofrecerle un brazo con toda la helada cortesía de que fue capaz. La joven se apoyó en él, y mientras caminaban se volvía de vez en cuando a mirarlo de soslayo, con gesto en el que se adivinaba una oculta burla. Requirió don Jaime un calesín cuyo cochero dormitaba apoyado en el farol, subieron y dio la dirección. Trotó el coche calle Arenal abajo, torciendo a la derecha al llegar frente al palacio de Oriente. Permanecía silencioso el maestro de armas, con las manos apoyadas sobre el pomo del bastón, esforzándose inútilmente por mantener en blanco sus propios pensamientos. Lo que pudo llegar a ocurrir no había ocurrido, pero no estaba seguro de si debía felicitarse o despreciarse por ello. En cuanto a lo que Adela de Otero pensaba en aquel momento, no quería, bajo ningún concepto, averiguarlo. Flotaba, sin embargo, una certeza en el aire: aquella noche, al término de la conversación que, en apariencia, tenia que haberlos acercado más el uno al otro, algo se habla roto entre ambos, definitivamente y para siempre. Ignoraba qué, pero eso era lo de menos; lo inconfundible era el ruido de los pedazos al caer a su alrededor. La joven no iba a perdonarle jamás su cobardía. O su resignación.
Iban en silencio, ocupando cada uno su rincón del asiento tapizado de rojo. A veces, cuando pasaban junto a una farola encendida, un fragmento de claridad recorría el interior, permitiendo a don Jaime atisbar por el rabillo del ojo el perfil de su acompañante, absorta en la contemplación de las sombras que cubrían las calles. El viejo maestro hubiese querido decir cualquier cosa que aliviase la desazón que lo atormentaba; pero temía empeorar las cosas. Todo aquello resultaba endiabladamente absurdo.
Al cabo de un rato, Adela de Otero se volvió hacia él.
– Me han dicho, don Jaime, que entre su clientela hay gente de calidad. ¿Es cierto? -Así es.
– ¿También nobles? Me refiero a condes, duques y todo eso.
Jaime Astarloa se alegró de que surgiera un tema de conversación con giro muy distinto al que había tenido lugar en su casa un rato antes. Sin duda ella era consciente de que las cosas habían podido ir demasiado lejos. Tal vez, adivinando la incomodidad del maestro de armas, intentaba romper el hielo tras la embarazosa situación, a la que no habla sido en absoluto ajena.
Algunos hay -respondió-. Pero no muchos, lo confieso. Pasaron los tiempos en que un maestro de armas con prestigio se establecía en Viena o San Petersburgo y lo nombraban capitán de un regimiento imperial… La nobleza actual no se inclina demasiado a practicar mi arte.
– ¿Y quiénes son las honrosas excepciones? Don Jaime se encogió de hombros.
– Dos o tres. El hijo del conde de Sueca, el marqués de los Alumbres…
– ¿Luis de Ayala?
La miró sin ocultar su sorpresa.
– ¿Conoce usted a don Luis?
– Me han hablado de él -dijo ella con perfecta indiferencia-. Tengo entendido que es uno de los mejores espadachines de Madrid.
Asintió complacido el maestro.
Así es.
– ¿Mejor que yo? -ahora sí había un punto de interés en su voz. Resopló, puesto en un brete: -Es otro estilo.
Adela de Otero adoptó un tono frívolo:
– Me encantaría tirar con él. Dicen que es un hombre interesante. -Imposible. Lo siento, pero es imposible. -¿Por qué? No veo la dificultad. -Bueno… Quiero decir que…
– Me gustaría sostener con él un par de asaltos. ¿También le enseñó usted la estocada de los doscientos escudos?
Don Jaime se removió inquieto en el asiento del calesín. Empezaba a preocuparle su propia preocupación.
– Su pretensión, doña Adela, es un poco… hum, irregular -el maestro había fruncido el ceño-. No sé yo si el señor marqués…
– ¿Tiene usted mucha confianza con él?
– Bueno; me honra con su amistad, si es a eso a lo que se refiere.
La joven se colgó de su brazo, con tan voluble entusiasmo que Jaime Astarloa tuvo que hacer un esfuerzo para reconocer a la Adela de Otero que, media hora antes, conversaba con él en la grave intimidad de su estudio.
– ¡No hay problema, entonces! -exclamó, satisfecha-. Usted le habla de mí; le dice la verdad, que manejo bien el florete, y seguro que siente curiosidad por conocerme: ¡Una mujer que tira esgrima!
Farfulló don Jaime un par de excusas poco convincentes, pero ella volvió a la carga una y otra vez:
A estas alturas, maestro, usted sabe que no conozco a nadie en Madrid. A nadie más que a usted. Soy mujer, y no es cuestión de que vaya por ahí llamando a las puertas con un florete bajo el brazo…
– ¡Ni pensarlo! -la exclamación de Jaime Astarloa surgía esta vez de su propio sentido del decoro.
– ¿Lo ve? Me moriría de vergüenza.
– No es sólo eso. Don Luis de Ayala es demasiado estricto en materia de esgrima. No sé qué pensaría si una mujer… -Usted me aceptó, maestro.
– Lo ha dicho usted misma. Mi profesión es la de maestro de armas. La de don Luis de Ayala es ser marqués.
La joven soltó una breve carcajada, maliciosa y alegre.
– El primer día, cuando me visitó en casa, también dijo usted que me rechazaba por cuestión de principios…
– Se impuso mi curiosidad profesional.
Cruzaron la calle de la Princesa, pasando junto al palacio de Liria. Algunos transeúntes bien vestidos paseaban a la fresca, bajo la luz temblorosa de los faroles. Un aburrido sereno se tocó la gorra ante el calesín, creyendo que se dirigía a la residencia de los duques de Alba.
– ¡Prométame que le hablará de mí al marqués!
Jamás prometo algo que no estoy dispuesto a cumplir.
– Maestro… Voy a terminar pensando que está usted celoso.
Jaime Astarloa sintió una oleada de sofoco subirle a la cara. No podía verse el rostro, pero estaba seguro de que había enrojecido hasta las orejas. Se quedó con la boca abierta, incapaz de articular palabra, sintiendo como una extraña sensación se le anudaba en la garganta. «Tiene razón -se dijo atropelladamente-. Tiene toda la razón del mundo. Me estoy comportando como un chiquillo.» Respiró hondo, avergonzado de sí mismo, y golpeó el suelo del calesín con la contera de su bastón.
– Bueno… Lo intentaremos. Pero no le aseguro el éxito.
Batió palmas como una niña feliz, e inclinándose sobre él le apretó cálidamente una mano. Demasiado, tal vez, para tratarse de un simple capricho satisfecho. Y el maestro de esgrima pensó que Adela de Otero, sin la menor duda, era una mujer desconcertante.
Jaime Astarloa cumplió su palabra a regañadientes, abordando con mucho tacto el tema durante una sesión en casa del marqués de los Alumbres: «Joven esgrimista, ya sabe a quién me refiero, mostró usted curiosidad en cierta ocasión. A la juventud le gusta romper moldes y todo eso. Innegablemente una apasionada de nuestro arte, dotada para el asalto, buena mano, nunca me atrevería en otro caso. Si a usted le parece que…».
Luis de Ayala se acariciaba con suma complacencia el bigote engomado. No faltaría más. Gran interés por su parte.
– ¿Y dice usted que es hermosa?
Don Jaime estaba irritado consigo mismo, y se daba a todos los diablos con aquel alcahueteo que se le antojaba innoble. Por otra parte, lo que Adela de Otero había dicho en el calesín retornaba a su mente una y otra vez, con dolorosa persistencia. A sus años, era ridículo descubrir que todavía podía sentirse aguijoneado por los celos.
Las presentaciones tuvieron lugar en la galería de don Jaime cuando, dos días después, el marqués se dejó caer por allí con aire casual durante la sesión de esgrima de Adela de Otero. Se intercambiaron las cortesías de rigor y Luis de Ayala, corbata de raso malva con alfiler de brillantes, calcetines de seda bordados y bigote rizado con sumo esmero, pidió humildemente permiso para presenciar un asalto. Se apoyó en la pared con los brazos cruzados y grave expresión de conocedor en el semblante, mientras la joven, con absoluto aplomo, realizaba frente a don Jaime una de las mejores exhibiciones de esgrima que éste recordaba haber visto en un cliente. Desde su rincón, el marqués rompió a aplaudir, visiblemente encantado.
– Señora, es para mí un honor.
Los ojos violeta se clavaron en los de Ayala con tal intensidad que el aristócrata se pasó un dedo por el cuello de la camisa. Había en ellos un chispazo de desafío, de prometedora provocación. El marqués aprovechó la primera ocasión para acercarse al maestro de esgrima en un discreto aparte.