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– Naturalmente -respondió con cierta precipitación-. Eso descarta, entonces, el robo como móvil del crimen…

El otro hizo un gesto de cautela mientras introducía el índice bajo el peluquín para rascarse disimuladamente sobre la oreja izquierda.

– En parte, señor Astarloa. Sólo en parte. Al menos, en lo que se refiere a un latrocinio convencional -precisó-. La inspección ocular… ¿Sabe a qué me refiero?

– Supongo que es una inspección que se hace con los ojos.

– Muy gracioso, de verdad Jenaro Campillo lo miró con resentimiento-. Celebro comprobar que conserva su sentido del humor. La gente muere asesinada y usted hace chistes. -También usted los hace. -Sí, pero yo soy la autoridad competente.

Se miraron unos instantes en silencio.

– La inspección ocular -continuó por fin el policía- confirma que una persona, o personas desconocidas, entraron durante la noche en el gabinete privado del marqués y pasaron un rato violentando las cerraduras y revolviendo cajones. También abrieron, esta vez con llave, el cofre de seguridad. Una caja muy buena, por cierto, de Bossom e Hijo, Londres… ¿No va a preguntarme usted si se llevaron algo?

– Creí que las preguntas las hacía usted.

– Es la costumbre, pero no la regla.

– ¿Se llevaron algo?

Sonrió misteriosamente el jefe de policía, como si su interlocutor acabase de poner el dedo en la llaga.

– Eso es lo curioso. El asesino, o asesinos, resistieron estoicamente la tentación de llevarse cierta apetecible cantidad de dinero y joyas que allí había. Extraños criminales, convendrá conmigo. ¿No es cierto?… -le dio una larga chupada al puro antes de exhalar el humo, satisfecho del aroma y de su propio razonamiento-. En resumidas cuentas, resulta imposible averiguar si se llevaron algo, puesto que ignoramos lo que se guardaba allí. Ni siquiera tenemos la certeza de que hallasen lo que buscaban.

Se estremeció interiormente don Jaime, procurando no hacer visible su emoción. Él sí tenía sobrados motivos para pensar que los asesinos no habían dado con lo que buscaban: sin duda cierto sobre lacrado que estaba en su casa, oculto tras una fila de libros… La mente le trabajaba a toda prisa, para encajar en el lugar adecuado cada uno de los dispersos fragmentos de la tragedia. Situaciones, palabras, actitudes que en los últimos tiempos habían ido sucediéndose sin aparente conexión, ajustaban ahora lenta y doloro-samente, con tan atroz evidencia que le hizo sentir una punzada de angustia. Aunque todavía era incapaz de contemplarlo todo en su conjunto, los primeros indicios perfilaban ya el papel que él mismo había desempeñado en el suceso. Tomó conciencia de ello con una aguda sensación de zozobra, humillación y espanto.

– El jefe de policía lo estaba mirando, inquisitivo; esperaba la respuesta a una pregunta que don Jaime, absorto en sus pensamientos, no había oído.

– ¿Perdón?

Los ojos de su interlocutor, húmedos y saltones como los de un pez en un acuario, lo observaban tras el cristal azul de los quevedos. Asomaba a ellos una especie de amistosa benevolencia, aunque era difícil precisar si ésta respondía a causas naturales o, por el contrario, se trataba de una actitud profesional encaminada a inspirar confianza. Tras una breve consideración, don Jaime decidió que, a pesar de su estrafalario aspecto y sus modales, Jenaro Campillo no tenía nada de tonto.

– Le preguntaba, señor Astarloa, si pudo usted observar en el pasado algún detalle que pueda ayudarme a progresar en la investigación.

– Mucho me temo que no.

– ¿De veras?

– No suelo jugar con las palabras, señor Campillo. Hizo el otro un gesto conciliador. -¿Puedo hablarle con franqueza, señor Astarloa? -Se lo ruego.

– Para ser usted una de las personas que más regularmente se relacionaban con el difunto, no está siéndome de mucha utilidad.

– Hay otras personas que también mantenían una relación regular, y acaba de reconocer hace un momento que sus declaraciones han sido inútiles… Ignoro por qué pone tantas esperanzas en mi testimonio.

Campillo contempló el humo del cigarro y sonrió.

– La verdad es que no lo sé -dejó pasar un momento, pensativo-. Quizás porque tiene un aspecto… honorable. Sí, tal vez sea por eso. Hizo don Jaime un gesto evasivo.

– Sólo soy un maestro de esgrima -respondió, procurando dar a su voz un tono de adecuada indiferencia-. Nuestra relación era exclusivamente profesional; don Luis nunca me hizo el favor de convertirme en su confidente.

– Usted lo vio el pasado viernes. ¿Estaba nervioso, alterado?… ¿Observó en su comportamiento algo poco usual?

– Nada que me llamase la atención.

– ¿Y en días anteriores?

– Tal vez, no me fijé. No recuerdo bien. De todas formas, son muchos los que dan prueba de cierto nerviosismo en los tiempos que corren, así que tampoco habría reparado en

ello.

– ¿Alguna conversación sobre política?.

– En mi opinión, don Luis se mantenía al margen. Solía comentar que le gustaba observarla de lejos, a modo de pasatiempo. Hizo un gesto dubitativo el jefe de policía.

– ¿Pasatiempo? Hum, ya veo… Sin embargo, como usted no ignora, el finado marqués ocupó una importante secretaría en Gobernación. Nombrado por el ministro; claro, su tío materno don Joaquín Vallespín, que en paz descanse -Campillo sonrió con sarcasmo, dando a entender que tenía ideas propias sobre el nepotismo de la aristocracia española-. De eso hace tiempo, pero son cosas que suelen crear enemigos… Fíjese en mi caso, si no. Siendo ministro, Vallespín me tuvo bloqueado seis meses el ascenso a comisario… -chasqueó la lengua, evocador-. ¡Las vueltas que da la vida!

– Es posible. Pero no creo ser la persona indicada para ilustrarle sobre el tema.

Campillo había terminado con el habano y sostenía la colilla entre los dedos, sin saber dónde dejarla.

– Hay otro ángulo, más frívolo quizás, desde el que puede considerarse el asunto -optó por arrojar el resto del cigarro en un jarrón de porcelana china-. El marqués era bastante proclive a las faldas… Ya sabe a qué me refiero. Tal vez algún marido celoso… Usted me entiende. Honor mancillado y tal.

Parpadeó el maestro de esgrima. Aquella salida le parecía de pésimo gusto.

– Me temo, señor Campillo, que tampoco en ese particular puedo serle útil. Sólo diré que, en mi consideración, don Luis de Ayala era todo un caballero -miró los ojos acuosos y levantó después la vista hacia el peluquín del jefe de policía, algo torcido. Aquello le dio ánimo, hasta el punto de alzar un poco el tono, desafiante-. Por otra parte, en lo que a mí se refiere, doy por sentado que merezco de usted idéntica opinión, y no espero sórdidos chismorreos sobre el particular.

Se disculpó el otro de inmediato, algo incómodo, tocándose disimuladamente el postizo con la punta de los dedos. Por supuesto. Le rogaba que no malinterpretase sus palabras. Sólo se trataba de puro formulismo. Jamás hubiera osado insinuar…

Don Jaime apenas escuchaba. Reñía en su interior una sorda pugna consigo mismo, porque estaba ocultando, a sabiendas, datos valiosos que, tal vez, podrían esclarecer los móviles de la tragedia. Comprendió que intentaba proteger a cierta persona cuya turbadora imagen le había acudido a la mente apenas vio el cadáver en la habitación. ¿Proteger? De ser acertado el curso de sus propias deducciones, más que protección aquello suponía un flagrante encubrimiento; una actitud que no sólo vulneraba la Ley, sino que atentaba frontalmente contra los principios éticos que sustentaban su vida. Sin embargo, no quería precipitarse. Se requería tiempo para analizar la situación.

Campillo lo miraba ahora con fijeza, fruncido ligeramente el ceño, tamborileando con los dedos sobre el brazo del sillón. En ese momento, por primera vez, pensó don Jaime que también él podía ser considerado sospechoso a ojos de las autoridades. En resumidas cuentas, a Luis de Ayala lo habían matado con un florete.

Fue entonces cuando el jefe de policía pronunció las palabras que había estado temiendo durante toda la conversación:

– ¿Conoce a una tal Adela de Otero?

El viejo corazón del maestro de esgrima se detuvo un instante y reemprendió alocadamente sus palpitaciones. Tragó saliva antes de contestar.

– Sí -respondió con toda la sangre fría de que era capaz-. Fue cliente de mi galería. Campillo se inclinó hacia él, sumamente interesado.

– Ignoraba eso. ¿Ya no lo es?

– No. Prescindió de mis servicios hace varias semanas. -¿Cuántas?

– No sé. Cosa de mes y medio. -¿Por qué? -Lo ignoro.

El jefe de policía se echó hacia atrás en el sillón y sacó otro cigarro del bolsillo mientras miraba a don Jaime con aire de profunda meditación. Esta vez no agujereó el habano con un palillo, sino que se limitó a morder distraídamente un extremo.

– ¿Estaba usted al tanto de su… amistad con el marqués?

El maestro de armas hizo un gesto afirmativo.

– Muy superficialmente -aclaró-. Que yo sepa, su relación se inició después de que ella dejase de asistir a mi galería. No volví… -dudó un momento antes de terminar la frase-. No volví a ver a esa dama.

Campillo encendía el cigarro entre una nube de humo que irritó el olfato de Jaime Astarloa. En la frente del maestro de armas brillaban minúsculas gotas de sudor.

– Hemos interrogado a los sirvientes -dijo el policía al cabo de un rato-. Gracias a ellos sabernos que la señora de Otero visitaba esta casa con asiduidad. Todos coinciden en asegurar que el difunto y ella mantenían relaciones de tipo, ejem, íntimo.