Hubo suerte. Una berlina de alquiler se cruzó con el maestro de esgrima en la esquina de Alcalá, cuando ya desesperaba de encontrar un carruaje. El cochero iba de recogida y aceptó de mala gana al pasajero. Se acomodó don Jaime en el asiento y dio la dirección de Agapito Cárceles, una vieja casa próxima a la Puerta de Toledo. Conocía el lugar por pura casualidad, y se felicitó por ello. En una ocasión, Cárceles se había empeñado en invitar allí a toda la tertulia del Progreso para leerles el primero y segundo actos de un drama compuesto por él bajo el título: Todos a una o el pueblo soberano, una tormentosa composición en verso libre cuyas dos primeras páginas, de haberse representado alguna vez sobre un escenario, hubieran bastado para enviar al autor a pasar una larga temporada en cualquier presidio de África, sin que el hecho de que se tratase de un descarado plagio del Fuenteovejuna hubiese servido como atenuante.
Las sombrías callejuelas desfilaban, desiertas, al otro lado de la ventanilla del simón; en ellas sólo resonaban los cascos del caballo junto con algún chasquido del látigo del cochero. Jaime Astarloa meditaba sobre la conducta adecuada cuando se hallase frente a su amigo. Sin duda el periodista había encontrado en los documentos algo escandaloso, de lo que tal vez quisiera hacer uso particular. Eso no estaba dispuesto a tolerarlo, entre otras razones porque lo indignaba el abuso de confianza de que había sido objeto. Tranquilizándose un poco, pensó después que también cabía la posibilidad de que Agapito Cárceles no hubiese obrado de mala fe al llevarse el legajo; quizás tan sólo pretendiera hacer algunas comprobaciones con los documentos en la mano, consultando datos que tuviese archivados en casa. De todas formas, pronto iba a salir de dudas. El simón se había detenido y el cochero se inclinaba desde el pescante.
– Aquí es, señor. Calle de la Taberna.
Se trataba de un estrecho callejón sin salida, mal iluminado, que olía a suciedad y a vino rancio. Pidió don Jaime al cochero que aguardara media hora, pero éste se negó diciendo que ya era demasiado tarde. Pagó el maestro de esgrima y se alejó el carruaje. Entonces se adentró en el callejón, intentando reconocer la casa de su amigo.
Tardó algún tiempo en encontrarla. Lo logró gracias a que la recordaba en un patio interior al que se entraba por un arco. Una vez allí, buscó casi a tientas la escalera y subió hasta el último piso apoyándose en la barandilla, mientras escuchaba crujir los peldaños de madera bajo sus pies. Cuando se halló en la galería interior que discurría a lo largo de las cuatro paredes del patio, sacó una caja de fósforos del bolsillo y encendió uno. Esperaba no haberse equivocado de puerta, porque de lo contrario tendría que perder tiempo en enojosas explicaciones; no eran horas para despertar a los vecinos. Llamó dos veces, tres golpes en cada ocasión, con la empuñadura del bastón.
Aguardó inútilmente. Volvió a llamar y acercó la oreja a la puerta esperando escuchar algo; pero en el interior reinaba el más absoluto silencio. Descorazonado, pensó que tal vez Cárceles no estuviese allí. ¿Dónde podría encontrarse a aquellas horas? Titubeó, indeciso, y volvió después a llamar más fuerte, esta vez con el puño. Quizás el periodista durmiese profundamente. Escuchó de nuevo, sin resultado.
Retrocedió, apoyándose de espaldas en la barandilla de la galería. Aquello bloqueaba la situación hasta el día siguiente, lo que no era en absoluto alentador. Tenia que ver a Cárceles en el acto o, al menos, rescatar los documentos. Tras un momento de vacilación, decidió atribuirles el calificativo de robados. Porque era evidente que, fueran cuales fuesen sus motivos, lo que había cometido Cárceles en su casa era pura y simplemente un robo. Ese pensamiento lo enfureció.
Una idea le rondaba la cabeza desde hacía rato, y se halló luchando contra sus propios escrúpulos: violentar la puerta. Al fin y al cabo, ¿por qué no?… Cuando se llevó los papeles, el periodista habla obrado de modo censurable. El caso de Jaime Astarloa era distinto. Sólo pretendía recobrar lo que, en trágicas circunstancias, había terminado por ser suyo.
Se acercó otra vez a la puerta y volvió a llamar, ya sin esperanza. Al diablo los miramientos. En esa ocasión ya no aguardó respuesta, sino que palpó la cerradura, intentando comprobar su solidez. Encendió otro fósforo y la estudió detenidamente. No era cuestión de echarla abajo, porque aquello haría acudir a los vecinos. Por otra parte, la cerradura no parecía muy resistente. Era curioso, pero al inclinarse y pegar un ojo a ella, creyó distinguir la punta de la llave, como si estuviese puesta por dentro. Se irguió, intrigado, retorciéndose las manos con impaciencia. Después de todo, quizás Cárceles estuviese dentro. Tal vez, imaginando quién era su visitante, se negaba a abrir, para hacerle creer que no se hallaba en casa. Aquello no le gustó al maestro de esgrima, que sentía afianzarse por momentos su resolución. Le pagaría a Cárceles los desperfectos, pero estaba resuelto a entrar.
Miró a su alrededor en busca de algo que le ayudase a forzar la cerradura. No tenía experiencia en aquel tipo de tareas, pero imaginó que si lograba hacer palanca con algo, la puerta terminaría por ceder. Recorrió la galería alumbrándose con fósforos protegidos en la palma de la mano, sin resultado, y se detuvo a punto de perder la esperanza. Sólo le quedaban tres fósforos y no encontraba nada que sirviera a su propósito.
Cuando ya lo daba todo por perdido, encontró unos oxidados barrotes de hierro que se empotraban en la pared, como una escala. Miró hacia arriba y vio una trampilla en el techo de la galería, que sin duda comunicaba con el tejado. Se le aceleró el pulso al recordar que la casa de Cárceles tenla una pequeña terraza al otro lado; quizás fuese aquel camino más practicable que la puerta principal. Quitóse chistera y levita, sujetó el bastón entre los dientes y trepó hasta la trampilla. La abrió sin dificultad, bajo la bóveda celeste llena de estrellas. Con suma precaución sacó todo el cuerpo fuera, tanteando las tejas. No tendría la menor gracia resbalar e ir a estrellarse contra el suelo, tres pisos más abajo. El ejercicio constante de la esgrima lo mantenía en forma aceptable a pesar de su edad; pero de cualquier modo ya no era un joven vigoroso. Resolvió moverse con toda la precaución de que era capaz, buscando asideros sólidos y moviendo sólo una extremidad cada vez, para mantener las otras tres fijas como puntos de apoyo. En la lejanía, un reloj dio cuatro campanadas, las de los cuartos, y después una. A gatas sobre el tejado, el maestro de armas pensó que todo aquello era endiabladamente grotesco, y agradeció a la oscuridad de la noche que nadie pudiese descubrirlo en tan incómoda actitud.
Fue moviéndose sobre el tejado con infinita prudencia, sin hacer ruidos que alarmasen a los vecinos; evitó de milagro varias tejas sueltas y se encontró asomado a un pequeño alero, sobre la terraza de Agapito Cárceles. Asiéndose al canalón de desagüe se descolgó hacia ella, y pudo asentar los pies sin novedad. Permaneció allí unos instantes, en chaleco y mangas de camisa, con el bastón en la mano, mientras recobraba el aliento. Después encendió otro fósforo y se acercó a la puerta. Era simple, acristalada, con un sencillo picaporte de resbalón que podía accionarse desde el exterior. Antes de abrir miró a través del cristal; la casa estaba a oscuras.
Apretó los dientes mientras levantaba el picaporte lo más silenciosamente de que fue capaz, y se encontró después en una estrecha cocina, junto a un fogón y una pila de agua. Por la ventana, la luna filtraba una débil claridad que le permitió distinguir varias cazuelas sobre una mesa, junto a lo que parecían restos de comida. Encendió su penúltimo fósforo en busca de algo que le sirviese para iluminarse, y encontró una palmatoria sobre una alacena. Con un suspiro de alivio encendió la vela para alumbrar el camino. Por el suelo correteaban las cucarachas, alejándose de sus pies.
Pasó de la cocina a un corto pasillo cuyo empapelado se caía a jirones. Iba a apartar la cortina que daba a una habitación, cuando le pareció escuchar algo tras una puerta que tenía a su izquierda. Se detuvo, aguzando el oído, pero sólo escuchó su propia respiración alterada. Tenía la lengua seca, pegada al paladar, y le zumbaban los tímpanos; se sentía como si estuviese viviendo algo irreal, un sueño del que podía despertar de un momento a otro. Empujó muy despacio la puerta.
Era el dormitorio de Agapito Cárceles y éste se encontraba allí; pero Jaime Astarloa, que había imaginado varias veces lo que iba a decirle cuando lo hallase, no estaba preparado para lo que vieron sus ojos dilatados por el espanto. El periodista estaba tumbado boca arriba, completamente desnudo, atado de pies y manos a cada una de las esquinas de la cama. Su cuerpo, desde el pecho a los muslos, era una sangría de cortes hechos con una navaja de afeitar que relucía a la luz de la vela, sobre la colcha empapada en sangre. Pero Cárceles no estaba muerto. Al percibir la luz movió desmayadamente la cabeza, sin reconocer al recién llegado, y de sus labios hinchados por el sufrimiento brotó un ronco gemido de terror animal, ininteligible y profundo, que suplicaba misericordia.
Jaime Astarloa había perdido la facultad de decir palabra. De forma maquinal, como si la sangre se le hubiera cuajado en las venas, dio dos pasos hacia la cama, mirando atónito el cuerpo torturado de su amigo. Éste, al sentir su proximidad, se agitó débilmente.