– ¿Los han cogido? -preguntó el maestro de esgrima sin demasiada esperanza.
Negó el sereno, rascándose el cogote bajo la gorra.
– Ha sido imposible, caballero. Un vecino y un servidor perseguimos a dos hombres que escapaban calle abajo a todo correr; pero, cerca de la Puerta de Toledo, subieron a un carruaje que los esperaba, dándose a la fuga sin remedio… ¿Hay que lamentar alguna desgracia?
Don Jaime asintió, señalando el interior de la casa.
– Hay un hombre malherido ahí dentro; vean lo que se puede hacer por él. Sería conveniente llamar a un médico -la energía que la lucha había inyectado en su cuerpo se estaba desvaneciendo ahora, dando paso a una gran lasitud; de pronto se sentía muy viejo y cansado-. También conviene enviar a alguien en busca de la policía. Es de suma urgencia avisar al jefe superior, don Jenaro Campillo.
Se mostró servicial el representante de la autoridad.
– Ahora mismo -miró con atención a don Jaime, observando aprensivo su rostro manchado de sangre-. ¿Está usted herido, caballero?
El maestro de armas se tocó la frente con los dedos. Sólo notó las cejas hinchadas, sin duda por el cabezazo asestado durante la pelea.
– Esta sangre no es mía-respondió con una débil sonrisa-. Y si necesitan la descripción de los dos sujetos que estaban aquí, lamento no poder ser de mucha ayuda… Sólo puedo decir que uno lleva la nariz rota, y el otro dos estocadas en alguna parte del cuerpo.
Los ojos de pez lo miraban fríamente tras los cristales de los quevedos.
– ¿Eso es todo?
Jaime Astarloa contempló los posos de la taza de café que tenía entre las manos. Todavía estaba un poco avergonzado.
– Eso es todo. Ahora sí que le he dicho cuanto sé.
Campillo se levantó de su mesa de despacho, dio unos pasos por la habitación y se quedó mirando a través de la ventana, con los pulgares en las sisas dei chaleco. Al cabo de un rato se volvió lentamente y miró con hosquedad al maestro de esgrima.
– Señor Astarloa… Permita que le diga que en todo este asunto se ha comportado usted corno un niño.
El anciano parpadeó.
– Soy el primero en admitirlo.
– No me diga. Lo admite, vaya. Pero me pregunto para qué diantre nos sirve ahora que usted lo admita. A ese Cárceles lo han estado haciendo filetes, como si fuese una pieza de ternera, porque a usted se le metió en la cabeza ponerse a jugar a Rocambole.
– Yo sólo quería…
– Sé muy bien lo que quería. Y prefiero no pensar demasiado en ello, para evitar la tentación de meterlo a usted en la cárcel.
– Mi intención era proteger a doña Adela de Otero.
El jefe de policía soltó una risita sarcástica.
– Lo estaba viendo venir -movió la cabeza, como un médico al diagnosticar un caso perdido-. Y ya hemos visto para lo que sirvió su protección: un fiambre, otro en camino y usted vivo de milagro. Sin contar a Luis de Ayala.
– Siempre intenté permanecer al margen…
– Menos mal. Si llega usted a meter baza como Dios manda, esto habría sido la de San Quintín. -Campillo sacó un pañuelo del bolsillo y procedió a limpiar con esmero los cristales de sus lentes-. No sé si se hace cargo, señor Astarloa, de la gravedad de su situación.
– Me hago cargo. Y asumo las consecuencias.
– Intentó proteger a una persona que podía estar implicada en el asesinato del marqués… Mejor dicho: que sin duda estaba implicada; porque ni siquiera su muerte desmiente que fuese cómplice de la intriga. Es más: tal vez exactamente eso le costó la vida…
Campillo hizo una pausa, se puso los quevedos y utilizó el pañuelo para secarse el sudor de la cara.
– Respóndame sólo a una pregunta, señor Astarloa… ¿Por qué me ocultó la verdad sobre esa mujer?
Transcurrieron unos instantes. Después, el maestro de esgrima levantó despacio la cabeza y miró a través del jefe de policía como si no lo viese, observando algo invisible situado a su espalda, muy lejos. Entornó los párpados, endureciéndose la expresión de sus ojos grises:
– Yo la amaba.
Por la ventana abierta ascendía el ruido de los carruajes circulando calle abajo. Campillo permaneció inmóvil, en silencio; era evidente que, por primera vez, no sabía qué decir. Dio unos pasos por la habitación; carraspeó, incómodo, y fue a sentarse tras su mesa de despacho sin decidirse a mirar a la cara del maestro de esgrima.
– Lo siento -dijo al cabo de un rato.
Jaime Astarloa hizo un gesto afirmativo con la cabeza, sin responder.
– Voy a serle sincero -añadió el jefe de policía tras una pausa de circunstancias, suficiente para que el eco de las últimas palabras intercambiadas se extinguiera entre ambos-. Conforme pasan las horas, se hace cada vez más improbable solucionar este asunto; al menos, echarles el guante a los culpables. Su amigo Cárceles, o lo que queda de él, es la única persona viva que los conoce; confiemos en que viva lo suficiente como para contárnoslo… ¿De veras no logró identificar a ninguno de los individuos que torturaban a ese desgraciado?
– Imposible. Todo ocurrió a oscuras.
– Tuvo usted mucha suerte anoche. A estas horas podría encontrarse en cierto lugar que ya conoce, sobre una mesa de mármol.
– Lo sé.
El policía sonrió levemente, por primera vez en toda la mañana.
– Tengo entendido que resultó usted duro de pelar -dio unos mandobles imaginarios en el aire-. A sus años… Quiero decir que no es común, vaya. Un hombre de su edad haciendo frente de esa forma a dos asesinos profesionales…
Jaime Astarloa se encogió de hombros.
– Luchaba por mi vida, señor Campillo.
El otro se puso un cigarro en la boca.
– Es una razón de peso -aprobó, con gesto comprensivo-. Sin duda es una razón de peso. ¿Sigue sin fumar, señor Astarloa?
– Sigo sin fumar.,
– Resulta curioso, señor mío -Campillo encendió un fósforo y aspiró con visible placer las primeras bocanadas de humo-. Pero, a pesar de su… poco sensata actuación en toda esta historia, no puedo evitar sentir una extraña simpatía por usted. En serio. ¿Me permite que le exponga cierto símil un poco atrevido? Con todo respeto, por supuesto.
– Se lo permito.
Los ojos acuosos lo miraron fijamente.
– Hay en usted algo de… De inocencia, a ver si me entiende. Quiero decir que su comportamiento podría compararse, salvando las distancias, al de un monje de clausura que de pronto se viera envuelto en el torbellino del mundo. ¿Me sigue? Usted discurre a lo largo de esta tragedia como si flotase en un limbo personal, ajeno a los imperativos de la lógica y dejándose llevar por un sentido de lo real extremadamente particular… Un sentido que, por supuesto, nada tiene que ver con lo realmente real. Y a lo mejor es justamente esa inconsciencia, disculpe el término, lo que, por una extraña paradoja, ha permitido que nuestra nueva entrevista tenga lugar en este despacho y no en el depósito de cadáveres. Resumiendo: creo que en ningún momento, quizás ni siquiera en éste, ha valorado usted en toda su gravedad el embrollo en que se ha metido.
Jaime Astarloa dejó la taza de café sobre la mesa y miró a su interlocutor con el ceño fruncido.
– Espero que no esté insinuando que soy un imbécil, señor Campillo.
– No, no. Por supuesto que no -el policía levantó las manos en el aire, como si pretendiese encajar sus anteriores palabras en el lugar apropiado-. Veo que no me he explicado bien, señor Astarloa; perdone mi torpeza. Verá usted… Cuando hay asesinos de por medio, y especialmente cuando esos asesinos se comportan de forma tan fría y profesional como hasta ahora, el asunto debe ser encarado por la autoridad competente, que en su cometido es tan profesional como ellos, o más. ¿Me sigue?… Por eso resulta insólito que alguien, tan ajeno a esto como lo es usted, circule arriba y abajo, entre asesinos y víctimas, con tanta suerte que ni siquiera reciba un rasguño. A eso lo llamo tener buena estrella, señor mío; muy buena estrella. Pero la suerte, un día u otro, termina esfumándose. ¿Conoce el juego de la ruleta rusa?… Se hace con los modernos revólveres, ¿no es cierto? Bueno, pues cuando se prueba suerte, hemos de tener en cuenta que siempre hay una bala en el tambor. Y si seguimos apretando y apretando el gatillo, a la larga la bala termina por salir, y bang. Fin de la historia. ¿Me entiende?
El maestro de esgrima asintió en silencio. Satisfecho de su propia exposición, el policía se repantigó en el asiento con el humeante cigarro entre los dedos.
– Mi consejo es que, en el futuro, permanezca usted al margen. Para mayor seguridad, lo mejor sería que abandonase temporalmente su domicilio habitual. Quizás un viaje le fuese bien, después de tantas emociones. Tenga en cuenta que ahora los asesinos saben que usted tenía esos documentos, y estarán interesados en cerrarle la boca para siempre.
– Lo pensaré.
Campillo levantó la palma de una mano hacia arriba, como dando a entender que le había ofrecido al maestro de armas cuantos consejos razonables estaban a su alcance.
– Me gustaría darle a usted alguna protección oficial, pero no hay manera. El momento es crítico. Las tropas sublevadas por Serrano y Prim avanzan hacia Madrid, se prepara una batalla que puede ser decisiva, y tal vez la familia real no regrese, sino que permanezca en San Sebastián, dispuesta a refugiarse en Francia… Como puede imaginar, por razones del cargo que ocupo hay asuntos más importantes que debo atender.