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– ¿Me está diciendo que no hay forma de coger a los asesinos?

El policía hizo un gesto ambiguo.

– Para coger a alguien, primero hay que saber quién es. Y carezco de datos. Casi no ha quedado títere con cabeza: dos cadáveres, un pobre infeliz mutilado y medio loco, que posiblemente no salve la vida, y nada más. Quizás la detenida lectura de los misteriosos documentos nos hubiese ayudado, pero gracias a su… llamémosla piadosamente absurda negligencia, esos papeles han desaparecido, me temo que para siempre. Mi única carta ahora es su amigo Cárceles; si logra restablecerse, quizás pueda decirnos cómo supieron los asesinos que él tenía el legajo en su poder, qué hay dentro de éste y, tal vez, el nombre que buscamos… ¿De veras no recuerda usted nada?

El maestro de esgrima negó, desalentado.

Ya le he dicho todo cuanto sé -murmuró-. Sólo pude leerlos una vez, muy superficialmente, y apenas recuerdo más que las notas oficiales y relaciones de nombres, entre ellos varios militares. Nada que tuviese sentido para mí.

Campillo lo miró como se mira una curiosidad exótica.

– Le aseguro, señor Astarloa, que usted me desconcierta, palabra de honor. En un país donde la afición nacional consiste en disparar el trabuco sobre el primero que dobla la esquina, donde dos personas discuten y en el acto se congregan allí doscientas para ver lo que pasa, tomando partido por el uno o por el otro, usted desentona. Me gustaría saber…

Sonaron unos golpes en la puerta, y un policía de paisano se detuvo en el umbral. Campillo se volvió hacia él, haciendo un gesto de asentimiento, y el recién llegado se acercó a la mesa, inclinándose para susurrarle unas palabras al oído. El jefe de policía frunció el ceño y movió la cabeza gravemente. Cuando el otro saludó y se fue, Campillo miró a don Jaime.

– Acaba de esfumarse nuestra última esperanza -informó en tono lúgubre-. A su amigo Cárceles ya no le duele nada.

Jaime Astarloa dejó caer las manos sobre las rodillas y contuvo el aliento. Sus ojos grises, bordeados de arrugas, se clavaron en los de su interlocutor.

– ¿Perdón?

El policía cogió un lápiz de la mesa, quebrándolo entre sus dedos. Después le mostró los dos trozos al maestro de esgrima, como si aquello tuviese algún significado.

– Cárceles acaba de fallecer en el hospital. Mis agentes no han podido arrancarle ni una palabra, porque no llegó a recobrar la razón: murió loco de horror -los ojos de pez del representante de la autoridad sostuvieron la mirada de don Jaime-. Ahora, señor Astarloa, usted se ha convertido en el último eslabón intacto de la cadena.

Campillo hizo una pausa y utilizó un pedazo del lápiz roto para rascarse bajo el peluquín.

– De encontrarme en su piel -añadió, con helada ironía- yo no me alejaría demasiado de ese precioso bastón estoque.

Capítulo VIII A punta desnuda

«En el combate apunta desnuda no debe reinar la misma consideración, y no se debe omitir circunstancia alguna que conduzca a la defensa, con tal de que no se oponga a las leyes del honor.»

Casi daban las cuatro de la tarde cuando salió de Gobernación. El calor era sofocante, y se quedó un rato bajo el toldo de una librería próxima, observando distraído los carruajes que circulaban por el corazón de Madrid. Un vendedor ambulante de horchata voceaba su mercancía a pocos pasos. Jaime Astarloa se acercó al carrito y pidió un vaso; el lechoso líquido refrescó su garganta con una pasajera sensación de alivio. A pleno sol, una gitana ofrecía ajados ramilletes de claveles, con un crío de pies descalzos pegado a su falda negra. El chiquillo echó a correr junto a un ómnibus que pasaba cargado de sudorosos pasajeros; ahuyentado por el látigo del conductor, regresó junto a su madre sorbiéndose ruidosamente los mocos.

El sol hacía ondular los adoquines del empedrado. El maestro de esgrima se quitó la chistera para enjugarse el sudor de la frente. Permaneció allí un rato, sin dar un paso. Realmente no sabía adónde ir.

Pensó en acercarse al café, pero no deseaba responder a las preguntas que, sin duda, sus contertulios iban a plantearle sobre lo ocurrido en casa de Cárceles. Recordó que había faltado a los compromisos con sus alumnos, y ese pensamiento pareció desazonarlo más que todo lo ocurrido en los últimos días. Decidió que lo más urgente era escribir unas cartas con algún tipo de disculpa…

Alguien, entre los ociosos que conversaban en grupos por los alrededores, parecía observarlo. Se trataba de un hombre joven, modestamente vestido, con aspecto de obrero. Cuando Jaime Astarloa se fijó en él, éste rehuyó su mirada, enfrascándose en la conversación que mantenía con otros cuatro que se hallaban a su lado, en la esquina de la carrera de San Jerónimo. Receloso, el maestro examinó con desconfianza al desconocido. ¿Lo vigilaban? Su inicial aprensión dio paso a una íntima irritación consigo mismo. La verdad era que veía un sospechoso en cada transeúnte, un asesino en cada rostro que se cruzaba con él y, por una u otra razón, sostenía un instante su mirada.

Abandonar su domicilio, salir de Madrid. Tal había sido el consejo de Campillo. Ponerse a salvo. Huir, en una palabra. Huir. Meditó sobre aquello con creciente malestar. A diablo, fue la única conclusión a la que fue capaz de llegar. Al diablo con todos ellos. Ya era demasiado viejo para ir a esconderse como un gazapo. Además, resultaba indigno considerarlo siquiera. Su vida había sido larga y llena de experiencias; atesoraba suficientes recuerdos para justificarla hasta aquel momento. ¿Por qué alterar a última hora la imagen que había logrado conservar de sí mismo, empañándola con la deshonra de una fuga? De todas formas, tampoco sabía de quién o de qué debía huir. No estaba dispuesto a pasar lo que le quedase de vida de sobresalto en sobresalto, escurriendo el bulto ante cada rostro desconocido. Y tenía ya demasiados años sobre las espaldas como para emprender una nueva vida en otra parte.

De vez en cuando retornaba aquella angustiosa punzada de dolor que aparecía al recordar los ojos de Adela de Otero, la risa franca del marqués de los Alumbres, las encendidas soflamas del pobre Cárceles… Resolvió bloquear su mente a todo aquello, so pena de dejarse arrastrar por la melancolía y el desconcierto, tras los que vislumbraba el miedo que se negaba por principio a asumir. No tenía edad ni carácter para sentir miedo de nada, se dijo. La muerte era lo peor que podía sobrevenirle, y para encararla estaba preparado. Y no sólo eso, pensó con profunda satisfacción. De hecho, ya la había afrontado a pie firme durante la pasada noche en un combate sin esperanza, y el recuerdo de su comportamiento le hizo ahora entornar los ojos como si algo acariciase suavemente su orgullo. El viejo lobo solitario había demostrado que todavía conservaba algunos dientes para morder.

No iba a huir. Por el contrario, esperaría dando la cara. A mí, rezaba su vieja divisa familiar, y eso era precisamente lo que haría: esperar que volvieran a él. Sonrió para sus adentros. Siempre había opinado que a todo hombre debía dársele la oportunidad de morir de pie. Ahora, cuando el futuro cercano sólo ofrecía la vejez, la decadencia del organismo, la lenta consunción en un asilo o el desesperado pistoletazo, Jaime Astarloa, maestro de armas por la Academia de París, tenía ante sí la oportunidad de jugarle una mala pasada al Destino, asumiendo voluntariamente lo que otro en su lugar rechazaría con horror. NO podía ir a buscarlos, porque ignoraba quiénes eran y dónde se hallaban; pero Campillo había dicho que tarde o temprano vendrían a él, último eslabón intacto de la cadena. Recordó algo que había leído días antes, en una novelita francesa: «Si su alma estaba tranquila, el mundo entero conjurado contra él no le causaría un ápice de tristeza»… Iban a ver aquellos miserables lo que valía la piel de un viejo maestro de esgrima.

El rumbo que habían tomado sus pensamientos le hizo sentirse mejor. Miró a su alrededor con el aire de quien lanzaba un reto al Universo, se irguió y emprendió el camino de su casa, balanceando el bastón. En realidad, para quienes se cruzaban con él en ese momento, Jaime Astarloa sólo ofrecía el vulgar aspecto de un viejo malhumorado, flaco, vestido con un traje pasado de moda, que sin duda realizaba su paseo diario para calentar sus cansados huesos. Pero si se hubiesen detenido a mirar sus ojos habrían descubierto con sorpresa el gris destello de una resolución inaudita, templada como el acero de sus floretes.

Cenó algunas legumbres hervidas y puso después café a hervir en un puchero. Mientras aguardaba a que estuviese listo, extrajo un libro de su estante y fue a sentarse en el ajado sofá. Tardó poco en hallar la cita subrayada cuidadosamente a lápiz, diez o quince años atrás:

Un carácter moral se liga a las escenas del otoño: esas hojas que caen como nuestros años, esas flores que se marchitan como nuestras horas, esas nubes que huyen como nuestras ilusiones, esa luz que se debilita como nuestra inteligencia, ese sol que se enfría como nuestros amores, esos ríos que se hielan como nuestra vida, tejen secretos lazos con nuestro destino…

Leyó varias veces aquellas líneas, moviendo silenciosamente los labios. Semejante reflexión bien podría servirle como epitafio, se dijo. Con un gesto de ironía que supuso nadie apreciarla más que él, dejó el libro abierto por aquella página sobre el sofá. El aroma que llegaba de la cocina indicó que el café estaba listo; fue hasta allí y se preparó una taza. Con ella en la mano retornó al estudio.