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Anochecía. Venus brillaba solitaria más allá de la ventana, en la distancia infinita. Bebió un sorbo de café bajo el retrato de su padre. «Un hombre guapo», había dicho Adela de Otero. Después se acercó a la insignia enmarcada del antiguo regimiento de la Guardia Real, que había supuesto el principio y el final de su breve carrera militar. A su lado, el diploma de la Academia de París ya amarilleaba con los años; la humedad de muchos inviernos había hecho brotar manchas en el pergamino. Rememoró sin esfuerzo el día en que lo recibió de manos de un tribunal compuesto por los más acreditados maestros de esgrima de Europa. El anciano Lucien de Montespan, sentado al otro lado de la mesa, había mirado a su discípulo con legítimo orgullo. «El alumno supera al maestro», le diría más tarde.

Acarició con la punta de los dedos la pequeña urna que contenía un abanico desplegado; era cuanto le quedaba de la mujer por la que un día abandonó París. ¿Dónde estaría ella ahora? Sin duda era una venerable abuela, todavía distinguida y dulce, que vería crecer a sus nietos mientras, ocupadas las manos que tan hermosas fueron tiempo atrás en un bordado, acariciaba en silencio escondidas nostalgias de juventud. O tal vez ni siquiera eso; quizás, simplemente, había olvidado al maestro de esgrima.

Algo más allá, en la pared, colgaba un rosario de madera, de cuentas gastadas y ennegrecidas por el uso. Amelia Bescós de Astarloa, viuda de un héroe de la guerra contra los franceses, había conservado aquel rosario entre las manos hasta el día de su muerte, y un piadoso familiar se lo había remitido después al hijo. Su contemplación producía en Jaime Astarloa una peculiar sensación: el recuerdo de las facciones de su madre se había ido difuminando con el paso de los años; era ahora incapaz de recordarla. Sólo sabía que fue bella, y su memoria conservaba el tacto de unas manos finas y suaves que le acariciaban el pelo cuando niño, y el palpitar de un cuello cálido contra el que hundía el rostro cuando creía sufrir: También conservaba su memoria una imagen desvaída como un viejo cuadro: la mujer inclinada, en escorzo, atizando los rescoldos de una gran chimenea que llenaba de reflejos rojizos las paredes de un salón oscuro y sombrío.

El maestro de esgrima apuró la taza de café, volviendo la espalda a sus recuerdos. Permaneció después largo rato inmóvil, sin que ningún otro pensamiento turbase la paz que parecía reinar en su espíritu. Entonces dejó la taza sobre la mesa, fue hasta la cómoda y abrió un cajón, sacando de él un estuche largo y aplastado. Soltó los cierres y extrajo un pesado objeto envuelto en un paño. Al deshacer el envoltorio apareció una pistola-revólver Lefaucheux con culata de madera y capacidad para cinco cartuchos de gran calibre. Aunque poseía aquel arma, regalo de un cliente, desde hacia cinco años, jamás había querido servirse de ella. Su código del honor se oponía por principio al empleo de armas de fuego, a las que definía como el recurso de los cobardes para matar a distancia. Sin embargo, en aquella ocasión, las circunstancias permitían dejar de lado ciertos escrúpulos.

Puso el revólver sobre la mesa y procedió a cargarlo cuidadosamente, alojando una cápsula en cada alvéolo del tambor. Terminada la operación, sopesó un momento el arma en la palma de la mano y después la dejó otra vez sobre la mesa. Miró a su alrededor con los brazos en jarras, fue hasta un sillón y lo movió hasta ponerlo de cara a la puerta. Acercó una mesita y colocó sobre ella el quinqué de petróleo con una caja de fósforos. Tras un nuevo vistazo para ver si todo estaba en orden, fue apagando uno a uno los mecheros de gas de la casa, a excepción del que ardía en el pequeño recibidor que quedaba entre la puerta de la calle y la del estudio; a éste se limitó a cerrarle un poco la llave, hasta que apenas emitió una pálida claridad azulada que dejaba en penumbra el vestíbulo y a oscuras el salón. Entonces desenvainó el bastón estoque, cogió el revólver y puso ambos sobre la mesita situada frente al sillón. Se detuvo así un rato en las sombras, contemplando el efecto, y pareció satisfecho. Después fue al vestíbulo y le quitó el cerrojo a la puerta.

Silbaba entre dientes cuando pasó por la cocina para llenar una jarra con el café del puchero, y coger de paso una taza limpia. Con ellas en las manos fue hasta el sillón y las puso sobre la mesita, junto al quinqué, los fósforos, el revólver y el bastón estoque.

Encendió entonces el quinqué con la mecha muy baja, llenó una taza de café y, llevándosela a los labios, se dispuso a esperar. Ignoraba cuántas serian; pero tenía la certeza de que, en el futuro, sus noches iban a ser muy largas.

Se le cerraban los ojos. Dio una cabezada y sintió un tirante dolor en la nuca. Parpadeó, desconcertado. A la amortiguada luz del quinqué alargó una mano hacia la jarra de café y vertió un poco en la taza. Sacó el reloj del bolsillo para observar las manecillas: dos y cuarto de la madrugada. El café estaba frío, pero lo bebió de un solo trago, haciendo una mueca. El silencio era absoluto a su alrededor y pensó que, después de todo, quizás ellos no vinieran. Sobre la mesita, el revólver y la hoja desnuda del estoque reflejaban con destellos mate el suave resplandor de la lámpara de petróleo.

El sonido de un carruaje que pasaba por la calle le llegó a través de la ventana abierta y atrajo su atención durante algún tiempo. Contuvo el aliento mientras escuchaba, atento al menor sonido que indicase peligro, y permaneció así hasta que el ruido se alejó calle abajo, apagándose en la distancia. En otra ocasión le pareció percibir un crujido en la escalera y mantuvo largo rato los ojos clavados en la azulada penumbra del vestíbulo, mientras su mano derecha rozaba la culata del revólver.

Un ratón iba y venía sobre el cielo raso. Levantó los ojos hacia el techo, escuchando el suave roce con que el pequeño animal se movía entre las vigas. Hacia varios días que intentaba darle caza, y a tal efecto había dispuesto un par de trampas en la cocina, junto a un orificio próximo a la chimenea por donde el roedor solfa lanzar nocturnas incursiones contra la despensa. Sin duda se trataba de un ratón astuto, pues siempre aparecía el queso mordisqueado junto al resorte, sin que las trampas de alambre hubiesen llegado a funcionar. Por lo visto se las había con un roedor de talento, factor que establecía la diferencia entre cazar o ser cazado. Y, escuchándolo deslizarse por el techo, el maestro de esgrima se alegró de no haberlo podido atrapar todavía. Su menuda compañía, allá arriba, aliviaba la soledad de la larga espera.

Extrañas imágenes se le agitaban en la mente, instalada en un estado de tensa duermevela. Tres veces creyó ver algo perfilarse en el vestíbulo y se incorporó sobresaltado, y las tres volvió a recostarse en el sillón, tras comprobar que había sido engañado por sus sentidos. En las cercanías, el reloj de San Ginés dio los cuartos y después tres campanadas.

Esta vez no cabía la menor duda. Algo había sonado en la escalera, como un roce contenido. Se inclinó hacia adelante muy despacio, concentrando hasta el último rincón de su ser en escuchar con toda atención. Algo se movía cautelosamente al otro lado de la puerta. Conteniendo el aliento, con la garganta crispada por la tensión, apagó la luz del quinqué. La única claridad, ahora, era la débil penumbra del vestíbulo. Sin levantarse, cogió el revólver en la mano derecha, lo amartilló apagando el sonido del percutor entre las piernas y, con los codos apoyados sobre la mesa, apuntó hacia la puerta. No era tirador de pistola; pero a aquella distancia resultaba difícil errar el blanco. Y en el tambor había cinco balas.

Le sorprendió escuchar unos suaves golpes en la puerta. Era insólito, se dijo, que un asesino pidiera permiso para entrar en casa de su víctima. Permaneció inmóvil y silencioso en la oscuridad, aguardando. Quizás pretendiesen comprobar si dormía.

Volvieron a sonar los golpes, un poco más fuertes, aunque sin excesiva energía. Estaba claro que el misterioso visitante no deseaba despertar a los vecinos. Jaime Astarloa comenzaba a sentirse desconcertado. Esperaba qué intentasen forzar la entrada, pero no que alguien llamase a su puerta a las tres de la madrugada. De todas formas la habla dejado sin cerrojo, y bastaba mover el picaporte para abrirla. Esperó mientras contenía el aire en los pulmones, sosteniendo con firmeza el revólver, el índice rozando el gatillo. Quienquiera que fuese, terminarla por entrar.

Sonó un crujido metálico. Alguien movía el picaporte. Se escuchó un leve chirrido cuando la puerta giró sobre los goznes. El maestro dejó salir suavemente el aire de los pulmones, volvió a respirar hondo y contuvo otra vez el aliento. Su índice se apoyó con mayor presión sobre el gatillo. Dejaría que la primera silueta se enmarcase en mitad del recibidor, y entonces le pegaría un tiro.

– ¿Don Jaime?

La voz había sonado en un susurro, interrogante. Un frío glacial brotó en mitad del corazón del maestro de esgrima y se extendió por sus venas, helándole los miembros. Sintió cómo sus dedos aflojaban la presión, cómo el revólver cata sobre la mesa. Se llevó una mano a la frente mientras se ponía en pie, rígido como un cadáver. Porque aquella voz suavemente ronca, con leve acento extranjero, que venla del vestíbulo, le llegaba desde las brumas del Más Allá. No era otra que la de Adela de Otero.

La silueta femenina se perfiló en la penumbra azulada, deteniéndose ante el umbral del salón. Se escuchó un ligero rumor de faldas y después la voz sonó de nuevo: