– Usted no comprende nada de lo que le estoy contando -los ojos violeta lo miraban ahora con desprecio-. No comprende nada en absoluto. ¿Todavía cree en los buenos y en los malos, en las causas justas y en las injustas?… ¿Qué me importa a mí el general Prim o cualquier otro? He venido aquí esta noche para hablarle del hombre a quien debo todo cuanto soy. ¿Acaso no fue siempre bueno y leal conmigo? ¿Acaso me traicionó a mí?… Hágame el favor de guardarse sus mojigatos escrúpulos, señor mío. ¿Quién es usted para juzgar?
Jaime Astarloa exhaló lentamente el aire de los pulmones. Estaba muy cansado, y con gusto se hubiera dejado caer sobre el sofá. Anhelaba dormir, alejarse, reducirlo todo a un mal sueño que se desvaneciera con las primeras luces del alba. Ya ni siquiera sabia con certeza si deseaba conocer el resto de la historia.
– ¿Qué ocurrirá si lo descubren? -preguntó.
Adela de Otero hizo un gesto indolente.
– Ya no lo descubrirán jamás -dijo-. Sólo dos personas trataron el asunto con éclass="underline" el presidente del Consejo y el ministro de la Gobernación, con quien se comunicaba directamente. Por suerte, ambos fallecieron… de muerte natural. Ya no había obstáculo que impidiera seguir en contacto con Prim, como si nada hubiera ocurrido. En teoría, no quedaban testigos molestos.
– Y ahora, Prim y los suyos están ganando…
Ella sonrió.
– Sí. Están ganando. Y él es uno de quienes financian la empresa. Imagine las ventajas que eso va a proporcionarle.
El maestro de armas entornó los ojos y movió la cabeza, en mudo gesto de asentimiento. Ahora todo estaba claro.
– Pero había un cabo suelto -murmuró.
– Exacto -confirmó ella-. Y Luis de Ayala era ese cabo suelto. Durante su paso por la vida pública, el marqués desempeñó un cargo importante junto a su tío Vallespín, el ministro de Gobernación que se entendía con mi amigo. A la muerte de Vallespfn, Ayala tuvo ocasión de acceder a sus archivos privados, y allí dio con una serie de documentos que contenían buena parte de la historia.
– Lo que no entiendo es qué interés podía tener el marqués… Siempre afirmó haberse alejado de la política.
Adela de Otero enarcó las cejas. El comentario de don Jaime parecía divertirla mucho.
– Ayala estaba arruinado. Las deudas se le acumulaban, y tenía pendientes graves hipotecas sobre la mayor parte de sus bienes. El juego y las mujeres -en este punto la voz de Adela de Otero adoptó una inflexión de infinito desdén- eran sus dos puntos débiles, y ambos le costaban mucho dinero…
Aquello era demasiado para Jaime Astarloa.
– ¿Insinúa que el marqués estaba haciendo chantaje?
Ella sonrió, burlona.
– No me limito a insinuar: lo afirmo. Luis de Ayala amenazó con hacer públicos los documentos, incluso con enviárselos directamente a Prim, si no se le satisfacían ciertos créditos a fondo perdido, o poco menos. Nuestro querido marqués era hombre que sabía vender muy caro su silencio.
– No puedo creerlo.
– Me tiene sin cuidado que lo crea o no. El caso es que las exigencias de Ayala convirtieron la situación en algo muy delicado. Mi amigo no tenía elección: era necesario neutralizar el peligro, silenciar al marqués y recobrar los documentos. Pero Ayala era hombre precavido…
El maestro apoyó las manos en el borde de la mesa y hundió la cabeza entre los hombros.
– Era hombre precavido -repitió con voz opaca-. Pero le gustaban las mujeres. Adela de Otero le dirigió una sonrisa indulgente.
– Y la esgrima, don Jaime. Ahí fue donde entramos en escena usted y yo. -Cielo santo.
– No se lo tome así. Usted no podía imaginar… -Cielo santo.
Ella extendió una mano, como si fuese a tocarle el brazo, pero el movimiento se detuvo apenas iniciado. Jaime Astarloa había retrocedido como si acabase de ver una serpiente.
– A mí se me hizo venir de Italia -explicó ella al cabo de un instante-. Y usted fue el medio para que yo llegase hasta él sin ponerlo sobre aviso. Pero entonces no podíamos imaginar que terminaría por convertirse en un problema. ¿Cómo íbamos a suponer que Ayala podía confiarle los documentos?
– Luego su muerte fue inútil.
Ella lo miró con genuina sorpresa.
– ¿Inútil? De ningún modo. Ayala tenía que morir, con documentos o sin ellos. Era demasiado peligroso, y demasiado listo. En los últimos tiempos incluso cambió su actitud para conmigo, como si estuviese entrando en sospechas. Había que liquidar la cuestión.
– ¿Lo hizo usted misma?
La mirada de la joven se clavó en el maestro de esgrima como una aguja de acero.
– Por supuesto -había en su voz tanta naturalidad, tanta calma, que don Jaime se sintió aterrado-. ¿Quién iba a hacerlo, si no? Los acontecimientos se precipitaron y apenas quedaba tiempo… Aquella noche, como otras veces, cenamos en su salón. En la intimidad. Recuerdo que Ayala estaba demasiado amable; era evidente que andaba sobre mi pista. Eso no me preocupó demasiado, pues yo sabía que iba a ser la última vez que nos viésemos. Mientras descorchaba una botella de champaña, fingiendo una alegría que ninguno de los dos sentíamos, lo encontré especialmente guapo, con aquella melena suya, tan viril, y esos dientes blancos y perfectos, que reían siempre. Hasta pensé que era una pena lo que el Destino le tenía reservado.
Se encogió de hombros, atribuyéndole toda la responsabilidad al Destino.
– Mis anteriores intentos por arrancarle el secreto -añadió tras un silencio- habían resultado inútiles; sólo conseguí que desconfiase de mí. Ya daba igual, así que resolví plantear sin más rodeos la cuestión. Dije exactamente lo que quería, haciendo una oferta que estaba autorizada a hacer: mucho dinero por los documentos.
Y él no aceptó -dijo Jaime Astarloa.
Ella lo miró de un modo extraño.
– En efecto. En realidad la oferta era un ardid para ganar tiempo, pero Ayala no tenía por qué saberlo. El caso es que se me rió en la cara. Dijo que los papeles estaban en lugar seguro y que mi amigo tendría que seguir pagando por ellos el resto de su vida, si no quería verlos en manos de Prim. También dijo que yo era una puta.
Calló Adela de Otero, y sus últimas palabras quedaron en el aire. Las había pronunciado de forma objetiva, sin inflexiones, y el maestro de esgrima supo en el acto que aquella noche ella había actuado del mismo modo en el palacio del marqués: sin arrebatos ni reacciones temperamentales. Más bien con el calculado método de quien antepone la eficacia a la pasión. Lúcida y.fría como sus golpes de esgrima.
– Pero usted no lo mató por eso…
Observó la joven a don Jaime con atención, como si le sorprendiese la exactitud del comentario.
– Tiene razón. No lo maté por eso. Lo maté porque ya estaba decidido que debía morir. Me dirigí a la galería para coger tranquilamente un florete desprovisto de botonadura; él pareció tomar aquello como una broma. Estaba seguro de sí mismo, mirándome con los brazos cruzados, como si esperase ver en qué paraba todo.
«Voy a matarte, Luis -le dije con mucha calma-. Tal vez te quieras defender»… Soltó una carcajada, aceptando lo que le parecía un juego excitante, y cogió otro florete de combate. Supongo que después tenía la intención de llevarme al dormitorio y hacerme el amor. Se acercó luciendo aquella blanca y cínica sonrisa suya; guapo, apuesto, en mangas de camisa, y cruzó su acero con el mío mientras en la punta de los dedos de la mano izquierda me enviaba un beso burlón. Entonces lo miré a los ojos, hice una finta y le clavé el florete en la garganta sin más preámbulos: estocada corta y vuelta de puño. El más purista de los maestros no habría puesto ninguna objeción, y Ayala tampoco la puso. Me dirigió una mirada de estupor, y antes de llegar al suelo ya estaba muerto.
Adela de Otero miró desafiante a don Jaime, con el mismo descaro que si acabase de referir una simple travesura. No podía éste apartar los ojos de ella, fascinado por la expresión de su rostro: ni odio, ni remordimiento, ni pasión alguna. Tan sólo la ciega lealtad a una idea, a un hombre. Había en su terrible belleza algo de hipnótico y estremecedor a un tiempo, como si el ángel de la muerte se hubiera encarnado en sus facciones. Pareciendo adivinar sus pensamientos, la joven retrocedió hasta salir fuera del círculo de luz proyectada por el quinqué.
– Después registré a fondo cuanto pude, aunque sin demasiada esperanza -de las sombras llegaba ahora, otra vez, su voz sin rostro, y el maestro de esgrima no pudo decidir qué era más inquietante-. No encontré nada, aunque permanecí allí hasta casi el amanecer. De todas formas la sublevación ya había estallado en Cádiz y Ayala tenía que morir, tuviésemos o no los documentos. No había otra solución. Sólo quedaba salir pronto de allí y confiar en que, si los papeles estaban tan bien ocultos, no los encontraría nadie, como tampoco los había encontrado yo… Hecho cuanto estaba en mi mano, me marché. El paso siguiente era desaparecer de Madrid sin dejar rastro. Tenia… -pareció dudar, buscando las palabras adecuadas- tenía que volver a la oscuridad de la que había salido. Adela de Otero se iba de escena definitivamente. Y también eso estaba previsto…
Jaime Astarloa ya no podía resistir más en pie. Sentía flaquearle las piernas y su corazón palpitaba débilmente. Se dejó caer muy despacio sobre el sillón, temiendo desfallecer. Cuando habló, su voz era apenas un temeroso susurro, pues intuía la atroz respuesta.