Ella se batía a fondo, fruncido el ceño y apretados los labios hasta verse reducidos a una fina línea, en claro intento por ganarle los tercios del arma; forzándolo a defenderse con la parte de la hoja más próxima a la empuñadura, lo que limitaba mucho sus movimientos. Jaime Astarloa estaba a tres metros de la pared y no quería retroceder más, cuando ella le lanzó una media estocada dentro del brazo que lo puso en serios apuros. Paró, consciente de su incapacidad para responder como habría hecho de usar un florete de combate, y Adela de Otero efectuó con extraordinaria ligereza el movimiento conocido como vuelta de puño, cambiando la dirección de su punta cuando las dos hojas se tocaban, y dirigiéndola hacia el cuerpo de su adversario. Algo frío rasgó la camisa del maestro de esgrima, penetrando en su costado derecho, entre la piel y las costillas. Saltó hacia atrás en ese mismo instante, con los dientes apretados para ahogar la exclamación de pánico que pugnaba por salir de su garganta. Era demasiado absurdo morir así, de aquel modo, a manos de una mujer y en su propia casa. Se puso en guardia de nuevo, sintiendo cómo la sangre caliente empapaba la camisa bajo su axila.
Adela de Otero bajó un poco el estoque, se detuvo para aspirar profundamente y le dedicó una mueca maligna.
– No estuvo mal, ¿verdad? -preguntó con una chispa de diversión en los ojos-. Vayamos ahora a la estocada de los doscientos escudos, si le parece bien… ¡En guardia!
Resonaron los aceros. El maestro de armas sabía que era imposible parar la estocada sin una punta de florete que amenazase al adversario. Por otra parte, si él se centraba en cubrirse siempre arriba ante aquel tipo de ataque concreto, Adela de Otero podía aprovechar para largarle otra estocada diferente, baja, con resultados igualmente mortales. Estaba en un callejón sin salida e intuía la pared a su espalda, ya muy próxima; podía ver de reojo el espejo situado a su izquierda. Resolvió que su único recurso era intentar desarmar a la joven, o tirarle continuamente al rostro, donde sí podía hacer daño el arma a pesar de estar embotada.
Optó por la primera posibilidad, de más fácil ejecución, dejando el brazo flexible y el cuerpo apoyado sobre la cadera izquierda. Esperó a que Adela de Otero enganchase en cuarta, paró, volvió la mano sobre la punta del estoque y asestó un latigazo con el fuerte de su florete sobre la hoja enemiga, para comprobar desolado que la joven se mantenía firme. Tiró entonces sin mucha esperanza una cuarta sobre el brazo, amenazándole el rostro. Le salió algo corta, y el botón no logró acercarse más que unas pulgadas, pero fue suficiente para que ella retrocediese un paso.
– Vaya, vaya -comentó la joven con maliciosa sonrisa-. Así que el caballero pretende desfigurarme… Habrá que terminar rápido, entonces.
Frunció el entrecejo y sus labios se contrajeron en una mueca de salvaje alegría mientras, afirmándose sobre los pies, lanzaba a don Jaime una estocada falsa que obligó a éste a bajar su florete a quinta. Comprendió su error a mitad del movimiento, antes de que ella moviese el puño para lanzarse en el tiro decisivo, y sólo fue capaz de oponer la mano izquierda a la hoja enemiga que ya apuntaba hacia su pecho. La apartó con una flan-conada, mientras sentía la hoja afilada del estoque cortarle limpiamente la palma de la mano. Ella retiró de inmediato el arma, por miedo a que el maestro la agarrase para arrebatársela, y Jaime Astarloa contempló un instante sus propios dedos ensangrentados, antes de ponerse en guardia para frenar otro ataque.
De pronto, a mitad del movimiento, el maestro de esgrima vislumbró una fugaz luz de esperanza. Había tirado una nueva estocada amenazando el rostro de la joven, que obligó a ésta a parar débilmente en cuarta. Mientras se ponla otra vez en guardia, el instinto de Jaime Astarloa le susurró con la fugacidad de un relámpago que allí, durante un breve instante, había habido un hueco, un tiempo muerto que descubría el rostro de Adela de Otero durante apenas un segundo; y era su intuición, no sus ojos, la que había captado por primera vez la existencia de aquel punto débil. Durante los momentos que vinieron a continuación, los adiestrados reflejos profesionales del viejo maestro de armas se pusieron en marcha de forma automática, con la fría precisión de un mecanismo de relojería. Olvidada la inminencia del peligro, plenamente lúcido tras la súbita inspiración, consciente de que no disponía de tiempo ni de recursos para confirmarla, resolvió confiar la vida a su condición de veterano esgrimista. Y mientras iniciaba por segunda y última vez el movimiento, todavía tuvo la suficiente serenidad para comprender que, si se había equivocado, ya jamás gozaría de oportunidad alguna para lamentar su error.
Respiró hondo, repitió el tiro del mismo modo que la vez anterior, y Adela de Otero, en esta ocasión con más seguridad, opuso una parada de cuarta en posición algo forzada. Entonces, en lugar de ponerse inmediatamente en guardia como hubiera sido lo esperado, don Jaime sólo fingió hacerlo, al tiempo que doblaba su estocada en el mismo movimiento y la lanzaba por encima del brazo de la joven, echando hacia atrás la cabeza y los hombros mientras dirigía la punta embotada hacia arriba. La hoja se deslizó suavemente, sin hallar oposición, y el botón metálico que guarnecía el extremo del florete entró por el ojo derecho de Adela de Otero, penetrando hasta el cerebro.
Cuarta. Parada de cuarta. Doblar en cuarta sobre el brazo. A fondo.
Amanecía. Los primeros rayos de sol se filtraban por las rendijas de los postigos cerrados, y su luminoso trazo se multiplicaba hasta el infinito en los espejos de la galería.
Tercia. Parada de tercia. Tirar tercia sobre el brazo.
En las paredes había viejas panoplias en las que dormían el sueño eterno herrumbrosos aceros condenados al silencio. La suave claridad dorada que iluminaba la sala no lograba ya arrancar reflejos a sus viejas guarniciones cubiertas de polvo, oscurecidas por el tiempo, melladas por antiguas cicatrices metálicas.
Cuarta afondo. Parada en semicírculo. Tirar en cuarta.
Algunos amarillentos diplomas colgaban de una pared, en sus marcos torcidos. La tinta con que estaban escritos se hallaba desvaída; el paso de los años la había convertido en trazos pálidos, apenas legibles sobre los pergaminos. Los firmaban hombres muertos mucho tiempo atrás, y se fechaban en Roma, París, Viena, San Petersburgo.
Cuarta. Hombros y cabeza atrás. Cuarta baja.
Había en el suelo un estoque abandonado, con mango de plata muy pulido, gastado por el uso, en cuyo pomo serpenteaban finos arabescos junto a una divisa bellamente cincelada: A mí.
Cuarta sobre el brazo. Parada en primera. A fondo en segunda.
Sobre una descolorida alfombra había un quinqué que apenas ardía ya, sin llama, chisporroteando humeante su calcinada mecha junto a él estaba tendido el cuerpo de una mujer que había sido hermosa. Llevaba un vestido de seda negra, y bajo su nuca inmóvil, junto al cabello recogido con un pasador de nácar en forma de cabeza de águila, había un charco de sangre que empapaba el filo de la alfombra. El reflejo de un fino rayo de luz arrancaba de él suaves destellos rojizos.
Cuarta dentro. Parada de cuarta. Tirar en primera.
En un rincón oscuro de la sala, sobre un viejo velador de nogal, relucía un delgado búcaro de cristal tallado, desde el que se inclinaba el marchito talló de una rosa. Sus pétalos secos estaban esparcidos por la superficie de la mesa, arrugados y patéticos, componiendo un minúsculo cuadro de decadente melancolía.
Segunda fuera del brazo. El contrario para en octava. Tirar tercia.
De la calle ascendía un rumor lejano, semejante a los embates de una tormenta en el mar cuando la espuma rompe con furia contra las rocas. A través de los postigos se escuchaba, apagado, un clamor de voces que festejaban alborozadas el nuevo día que les aportaba la libertad. Un oyente atento habría captado el significado de sus gritos; hablaban de una reina que marchaba al exilio, y de hombres justos que venían de lejos; con sus abolladas maletas cargadas de esperanza.
Segunda fuera. Parada de octava. Tirar cuarta sobre el brazo.
Ajeno a todo ello, en aquella galería en la que el tiempo había detenido su discurrir y permanecía tan quieto e inmutable como los objetos que en su silencio contenía, se encontraba un anciano de pie frente a un gran espejo. Era delgado y tranquilo, tenía la nariz ligeramente aguileña, despejada la frente, el pelo blanco y el bigote gris. Estaba en mangas de camisa, y no parecía incomodarle la gran mancha parduzca, de sangre seca, que tenía en el costado. Su porte era digno -y orgulloso; en la mano derecha sostenía con airosa desenvoltura un florete de empuñadura italiana. Tenía las piernas un poco flexion-adas y levantaba el brazo izquierdo en ángulo recto sobre el hombro, dejando caer la mano hacia adelante con el depurado estilo de un viejo esgrimista, sin prestar atención a un profundo corte que le cruzaba la palma. Se medía silenciosamente con el reflejo de su propia imagen, concentrado en los movimientos que ejecutaba, mientras sus pálidos labios parecían enumerarlos sin que brotase de ellos palabra alguna, repitiendo las secuencias una y otra vez con metódica exactitud, sin descanso. Absorto en sí mismo intentaba recordar, fijando en su mente desinteresada de cuanto a su alrededor contuviese el Universo, todas las fases que, encadenadas con absoluta precisión, con matemática certeza, conducían, ahora lo sabía por fin, a la más perfecta estocada surgida de la mente humana.
La Navata. Julio de 1985