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Don Jaime sonrió benévolo ante el halago.

– Sí. Es posible que sea el mejor, como usted me hace el honor de afirmar. Pero también soy ya demasiado viejo para cambiar de hábitos. Tengo cincuenta y seis años, y hace más de treinta que ejerzo mi oficio. Los clientes que pasaron por mis galerías han sido siempre, exclusivamente, varones..

– Los tiempos cambian, señor mío.

El maestro de esgrima suspiró con tristeza.

– Eso es muy cierto. Y ¿sabe una cosa?… Puede que cambien demasiado rápidamente para mi gusto. Permítame, por tanto, que siga fiel a mis viejas mantas. Constituyen, créame, el único patrimonio de que dispongo.

Ella lo miró en silencio, moviendo despacio la cabeza como si sopesara sus argumentos. Después se levantó para dirigirse hacia la panoplia de la chimenea.

– Dicen que su estocada es imposible de parar.

Don Jaime esbozó una sonrisa modesta.

– Exageran, señora. Una vez conocida, pararla es de lo más sencillo. La estocada imparable no he logrado descubrirla todavía. -¿Y sus honorarios son doscientos escudos?

Volvió a suspirar el maestro de armas. El capricho singular de aquella dama lo estaba colocando en una situación incómoda. -Le suplico que no insista, señora.

Ella le daba la espalda, acariciando con los dedos la empuñadura de un florete. -Me gustaría saber lo que cobra por sus servicios ordinarios. Don Jaime se puso lentamente en pie.

– Entre sesenta y cien reales al mes por alumno, lo que incluye cuatro lecciones por semana. Y ahora, si me disculpa…

– Si me enseña la estocada de los doscientos escudos, le pagaré dos mil cuatrocientos reales.

Parpadeó, aturdido. Aquella suma ascendía a cuatrocientos escudos, el doble de lo que percibía por enseñar la estocada cuando encontraba clientes interesados en ella, lo que no era habitual. También suponía el equivalente a tres meses de trabajo.

– Quizás no haya caído usted en la cuenta de que me está ofendiendo, señora.

Ella se volvió con brusquedad y Jaime Astarloa vislumbró durante una fracción de segundo un relámpago de cólera en los ojos violeta. Muy a su pesar, pensó que no era tanto desatino imaginarla con un florete en la mano.

– ¿Se le antoja poco dinero? -preguntó ella, insolente.

El maestro de esgrima se irguió con una pálida sonrisa. De haber escuchado aquel comentario en boca de un hombre, éste habría recibido a las pocas horas la visita de sus padrinos. Sin embargo, Adela de Otero era mujer, y demasiado hermosa por añadidura. Deploró una vez más verse envuelto en aquella penosa escena.

– Mi querida señora -dijo serenamente, con una helada cortesía-. Esa estocada por la que tanto se interesa, tiene el precio exacto del valor que le atribuyo; ni un ochavo más. Por otra parte, sólo decido enseñarla a quien lo estimo conveniente, derecho éste que pienso seguir conservando con sumo celo. Jamás me pasó por la cabeza especular con ella, y mucho menos discutir ese precio como un vulgar mercader. Buenas tardes.

Recogió chistera, guantes y bastón de manos de la doncella y bajó las escaleras con aire taciturno. Desde el segundo piso llegaban hasta él las notas de la Polonesa de Chopin, arrancadas al piano por unas manos que golpeaban el teclado con furiosa determinación.

Parada en cuarta. Bien. Parada en tercia. Bien. Semicírculo. Otra vez, por favor. Así. En marcha y avance. Bien. En retirada y rompiendo distancia. A mí. Enganche en cuarta, eso es. Tiempo en cuarta. Bien. Parada en cuarta baja. Excelente, don Fulano. Paguito tiene condiciones. Tiempo y disciplina, ya sabe.

Pasaron varios días. Prim seguía al caer y la reina doña Isabel iniciaba viaje para tomar baños de mar en Lequeitio, muy recomendados por los médicos para atenuar la enfermedad de la piel que padecía desde niña. La acompañaban su confesor y el rey consorte, con nutrido bagaje de moscones, duquesas, correveidiles, personal de servicio y la habitual cuerda de elementos de la Real Casa. Don Francisco de Asís humedecía las puntillas haciendo mohínes de pasta flora sobre el hombro de su fiel secretario Meneses, y Marfori, ministro de Ultramar, chuleaba a todo el mundo luciendo orgullosamente sus espolones, ganados a pulso con proezas de alcoba, de pollo real a la moda.

A uno y otro lado de los Pirineos, emigrados y generales conspiraban sin el menor rebozo, enarbolando unos y otros sus nunca colmadas aspiraciones. Los diputados -viajeros en un tren de tercera- habían aprobado el último presupuesto del Ministerio de la Guerra, a sabiendas de que la mayor parte de éste se destinaba al inútil intento de calmar la ambición de espadones de cuartel, que tasaban su lealtad a la Corona en ascensos y prebendas, acostándose moderados y despertándose liberales según las vicisitudes del escalafón. Mientras tanto, Madrid pasaba las tardes sentado a la sombra, hojeando periódicos clandestinos con el botijo al alcance de la mano. Por las esquinas, los vendedores voceaban sus mercancías. Horchata de chufa. A la rica horchata de chufa.

El marqués de los Alumbres se negaba a irse de veraneo y seguía manteniendo con Jaime Astarloa el ya viejo rito del florete y la copa de jerez. En el café Progreso se proclamaban por boca de Agapito Cárceles las excelencias de la república federal, mientras Antonio Carreño, más templado, hacía signos masónicos y se tiraba a fondo por la unitaria, aunque sin descartar una monarquía constitucional como Dios manda. Don Lucas clamaba al cielo cada tarde y el profesor de música acariciaba el mármol del velador, mirando por la ventana con ojos dulces y tristes. En cuanto al maestro de esgrima, no podía apartar de su mente la imagen de Adela de Otero.

Fue al tercer día cuando llamaron a la puerta. Jaime Astarloa había regresado del paseo matinal, y se aseaba un poco antes de bajar a comer a su fonda de la calle Mayor.

En mangas de camisa, mientras se frotaba el rostro y las manos con agua de colonia para aliviar el calor, escuchó la campanilla y se detuvo, sorprendido; no esperaba a nadie. Pasó rápidamente un peine por sus cabellos y se puso un viejo batín de seda, recuerdo de tiempos mejores, cuya manga izquierda hacia tiempo que necesitaba un buen zurcido. Salió del dormitorio, cruzó el pequeño salón que también le servía de despacho, y al abrir la puerta se encontró frente a Adela de Otero.

– Buenos días, señor Astarloa. ¿Puedo entrar?

Había un punto de humildad en su voz. Llevaba un vestido de paseo color azul celeste, ampliamente escotado, con encajes blancos en puños, cuello y ruedo de la falda. Se cubría con una parcela de paja fina, adornada con un ramillete de violetas a juego con sus ojos. En las manos, cubiertas por guantes calados del mismo encaje que los adornos del vestido, sostenía una diminuta sombrilla azul. Estaba mucho más hermosa que en su elegante salón de la calle Riaño.

Titubeó un instante el maestro de esgrima, desconcertado por la inesperada aparición.

– Naturalmente, señora -dijo, todavía sin reponerse de su asombro-. Quiero decir que… Por supuesto, claro. Hágame el honor.

Hizo un gesto invitándola a entrar, aunque la presencia de la joven, tras el áspero desenlace de la conversación mantenida días atrás, le causaba cierto embarazo. Como si adivinase su estado de ánimo, ella le dedicó una prudente sonrisa.

– Gracias por recibirme, don Jaime -los ojos violeta lo miraron desde el fondo de sus largas pestañas, acrecentando la inquietud del maestro de esgrima-. Temía que… Sin embargo, no esperaba menos de usted. Celebro no haberme equivocado.

Jaime Astarloa tardó unos segundos en comprender que ella había temido que le cerrase la puerta en las narices, y ese pensamiento lo sobresaltó; él era, ante todo, un caballero. Por otra parte, la joven había pronunciado su nombre de pila por primera vez, y eso no contribuyó a serenar el estado de ánimo del viejo maestro, que recurrió a su habitual cortesía para ocultar la turbación.

– Permítame, señora.

La invitó con un gesto galante a cruzar el pequeño vestíbulo y dirigirse al salón. Adela de Otero se detuvo en el centro de la habitación abigarrada y oscura, observando con curiosidad los objetos que constituían la historia de Jaime Astarloa. Con la mayor desenvoltura pasó un dedo sobre el lomo de algunos de los muchos libros alineados en las polvorientas estanterías de roble: una docena de viejos tratados de esgrima, folletines encuadernados de Dumas, Víctor Hugo, Balzac… Había también unas Vidas paralelas, un Hornero muy usado, el Enrique de Ofterdingen de Novalis, varios títulos de Chateaubriand y Vigny, así como diversos tomos de Memorias y tratados técnicos de análisis sobre las campañas militares del Primer Imperio; en su mayor parte estaban escritos en francés. Don Jaime se disculpó un instante y, pasando al dormitorio, cambió el batín por una levita, anudándose con toda la rapidez de que fue capaz una corbata en torno al cuello de la camisa. Cuando retornó al salón, la joven contemplaba un viejo óleo oscurecido por los años, colgado de la pared entre antiguas espadas y dagas herrumbrosas.

– ¿Algún familiar? -preguntó ella, señalando el rostro joven, delgado y severo que los contemplaba desde el marco. El personaje vestía a la usanza de principios de siglo, y sus ojos claros contemplaban el mundo como si hubiese algo en él que no terminaba por convencerlo del todo. La frente amplia y el aire de digna austeridad que se desprendía de sus facciones le daban un acusado parecido con Jaime Astarloa.

– Era mi padre.

Adela de Otero dirigió alternativamente la mirada desde el retrato a don Jaime, y de él nuevamente al retrato, como si desease confirmar la veracidad de sus palabras. Pareció satisfecha.