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– Un hombre guapo -dijo con su agradable modulación ligeramente ronca-. ¿Qué edad tenía cuando se hizo la pintura?

– Lo ignoro. Murió a los treinta y un años, dos meses antes de que yo naciera, peleando contra las tropas de Napoleón.

– ¿Fue militar? -la joven parecía sinceramente interesada por la historia.

– No. Era un hidalgo aragonés, uno de esos hombres de nuca erguida a quienes irritaba sobremanera que se les dijera haz esto o aquello… Se echó al monte con una partida de jacetanos y estuvo matando franceses hasta que lo mataron a él -la voz del maestro de esgrima se conmovió con un lejano estremecimiento de orgullo-. Cuentan que murió solo, acosado como un perro, insultando en excelente francés a los soldados que lo cercaban con sus bayonetas.

Ella permaneció todavía un momento con los ojos clavados en el retrato, del que no los había apartado mientras escuchaba. Se mordía un poco el labio inferior, pensativa, mientras en la comisura de la boca seguía indeleble la enigmática sonrisa de su pequeña cicatriz. Después se volvió lentamente hacia el viejo maestro de armas.

– Sé que mi presencia aquí lo incomoda, don Jaime.

Rehuyó él sus ojos, sin saber qué responder. Adela de Otero se quitó la pamela, dejándola con la sombrilla sobre la mesa de despacho cubierta de papeles en desorden. Llevaba el cabello recogido en la nuca, como durante su primer encuentro. Jaime Astarloa pensó que el vestido azul ponía una insólita nota de color en la austera decoración del estudio.

– ¿Puedo sentarme? -encanto y seducción. Era evidente que no se trataba de la primera vez que ella recurría a aquellas armas-. Vine dando un paseo, y este calor me tiene sofocada.

Murmuró el maestro una atropellada excusa por su torpeza, invitándola a descansar en un sillón de cuero gastado y cuarteado por el uso. Acercó para sí un escabel, colocándose a distancia razonable, envarado y circunspecto. Carraspeó, resuelto a no dejarse arrastrar a un terreno cuyos peligros intuía.

– Usted dirá, señora de Otero.

El tono frío y cortés acentuó la sonrisa de la bella desconocida. Porque, aunque sabía su nombre, pensó don Jaime, todo cuanto rodeaba a aquella mujer parecía velado por el misterio. Muy a su pesar, sintió como lo que en principio había sido tan sólo un chispazo de curiosidad crecía ahora en su interior, ganando terreno con rapidez. Hizo un esfuerzo por dominar sus sentimientos, aguardando una respuesta. Ella no habló de inmediato, sino que tomó su tiempo con una tranquilidad que al maestro de esgrima le parecía exasperante. Los ojos violeta vagaban por la habitación, como si esperasen descubrir en ella indicios para valorar al hombre que tenían ante sí. Aprovechó don Jaime para estudiar aquellas facciones que tanto le habían ocupado el pensamiento en los últimos días. La boca era carnosa y bien dibujada, como corte de cuchillo en una fruta de pulpa roja y apetecible. Pensó una vez más que la cicatriz de la comisura, lejos de afearla, le daba un especial atractivo, sugiriendo ecos de oscura violencia.

Desde que ella apareció en la puerta, Jaime Astarloa se había preparado para, fueran cuales fuesen sus argumentos, reafirmarse en la negativa inicial. Nunca una mujer. Esperaba ruegos, elocuencia femenina, intervención de sutiles ardides propios del bello sexo, apelación a determinados sentimientos… Nada de eso resultaría, se prometió a sí mismo. Con veinte años menos, quizás se habría mostrado más interesadamente flexible, subyugado tal vez por la incontestable fascinación que la dama suscitaba. Pero ya era demasiado viejo para que tales circunstancias alterasen su ánimo. Nada esperaba obtener de aquella hermosa solicitante; a sus años, las emociones que en él despertaba su proximidad podían ser en algún momento turbadoras, pero eran sin duda controlables. Jaime Astarloa había resuelto reiterarse educado pero inconmovible ante lo que le parecía un pueril capricho femenino; pero no esperaba en absoluto escuchar la pregunta que vino a continuación:

– ¿Cómo respondería usted, don Jaime, si durante un asalto su oponente le hiciese un doble ataque en tercia?

El maestro de esgrima creyó haber oído mal. Hizo un gesto hacia adelante, como para pedir excusas, y se detuvo a la mitad, sorprendido y confuso. Se pasó una mano por la frente, apoyó las manos sobre las rodillas y se quedó mirando a Adela de Otero como si exigiese una explicación. Aquello era ridículo.

– ¿Perdón?

Ella lo miraba, divertida, con una chispa de malicia en los ojos. Su voz sonó con desconcertante firmeza.

– Me gustaría conocer su autorizada opinión, don Jaime.

Suspiró el maestro, removiéndose en el escabel. Todo resultaba endiabladamente insólito.

– ¿De veras le interesa? -Por supuesto.

Se llevó don Jaime el puño a la boca para ahogar una tosecita.

– Bueno… No sé hasta qué punto… Quiero decir que bien, naturalmente, si cree que el tema… ¿Doble en tercia, dijo? -al fin y al cabo era una pregunta como otra cualquiera; aunque extraña, viniendo de ella. O quizás no tan extraña, después de todo-. Bien, pues supongo que si mi contrario fingiera tirar en tercia, yo opondría media estocada. ¿Comprende? Es bastante elemental.

– ¿Y si a su media estocada él respondiese desenganchando y tirando inmediatamente en cuarta?

El maestro miró a la joven, esta vez con visible estupor. Ella había expuesto la secuencia correcta.

– En tal caso -dijo- pararía en cuarta, tirando de inmediato en cuarta -esta vez no añadió el ¿comprende? Estaba claro que Adela de Otero comprendía-. Es la única respuesta posible.

Ella echó hacia atrás la cabeza con inesperada alegría, como si fuese a lanzar una carcajada, pero se limitó a sonreír silenciosamente. Después lo miró con una encantadora mueca.

– ¿Pretende decepcionarme, don Jaime? ¿O probarme…? Usted sabe perfectamente que esa no es la única respuesta posible. Ni siquiera es seguro que sea la mejor.

El maestro no podía ocultar su turbación. Jamás hubiera imaginado aquella conversación. Algo le decía que se estaba adentrando en terreno desconocido, pero sintió al mismo tiempo afirmarse en él un irresistible impulso de curiosidad profesional. Así que resolvió bajar un poco la guardia; lo necesario para seguir el juego y ver en qué paraba todo aquello.

– ¿Sugiere acaso alguna alternativa, señora mía? -preguntó, con el escepticismo justo para no ser descortés. La joven movió la cabeza afirmativamente, con cierta vehemencia, y en sus ojos brilló un relámpago de excitación que dio mucho que pensar a Jaime Astarloa.

– Sugiero al menos dos -respondió con una seguridad en la que no había presunción-. Podría parar como usted en cuarta, pero cortando sobre la punta del florete enemigo y tirándole después una estocada en cuarta sobre el brazo. ¿Le parece correcto?

Don Jaime hubo de reconocer, muy a su pesar, que aquello no sólo era correcto, sino brillante.

– Pero habló usted de otra opción erijo.

– Así es -Adela de Otero hablaba moviendo la mano derecha corno si reprodujera los gestos del florete-. Parar en cuarta y devolver una flanconada. Estará de acuerdo conmigo en que cualquier golpe es siempre más rápido y eficaz si se hace en la misma dirección que la parada. Ambos deben formar un solo movimiento.

– La flanconada no es de fácil ejecución -ahora don Jaime estaba realmente interesado-. ¿Dónde la aprendió?

– En Italia.

– ¿Quién fue su maestro de armas?

– Su nombre no viene al caso -la sonrisa de la joven suavizaba su negativa-. Limitémonos a decir que estaba considerado entre los mejores de Europa. Él me enseñó las nueve estocadas, sus diversas combinaciones y cómo pararlas. Era un hombre paciente -subrayó el adjetivo con una mirada llena de intención- y no consideraba una deshonra enseñar su arte a una mujer.

Don Jaime prefirió pasar por alto la alusión.

– ¿Cuál es el principal riesgo de ejecutar la flanconada? -preguntó mirándola a los ojos. -Recibir una contraria en segunda. -¿Cómo se evita?

– Inclinando la propia estocada hacia abajo. -¿Cómo se para una flanconada?

– Con segunda y cuarta baja. Esto parece un examen, don Jaime. -Es un examen, señora de Otero.

Quedaron ambos mirándose en silencio, con aire tan fatigado como si realmente hubiesen estado cruzando los floretes. El maestro observó detenidamente a la joven, fijándose por primera vez en su muñeca derecha, fuerte sin perder por ello la gracia femenina. La expresión de sus ojos, los gestos efectuados mientras describía los movimientos de esgrima, eran elocuentes. Jaime Astarloa sabia, por oficio, reconocer los signos que delataban buenas condiciones para un tirador. Se dirigió un mudo reproche por haber permitido que sus prejuicios lo cegaran de aquel modo.

Naturalmente, hasta entonces todo se había desarrollado en el ámbito de la pura teoría; y el viejo maestro de armas comprendió que ahora necesitaba comprobar la aplicación práctica. Tocado. Aquella endiablada joven estaba a punto de conseguir lo imposible: despertar en él, después de treinta años de profesión, la necesidad de ver tirar esgrima a una mujer. A ella.

Adela de Otero lo miraba con gravedad, aguardando el veredicto. Carraspeó don Jaime: -He de confesar con toda honradez que estoy sorprendido.

La joven no respondió, ni hizo gesto alguno. Permaneció impasible, como si la sorpresa del maestro fuese algo con lo que ella contaba de antemano, pero que no constituía el motivo de su presencia allí.