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– No, no tiene nada de moda. Lo que usted llama nechaevismo es algo que siempre ha existido en Rusia, aunque fuera con otros nombres. El nechaevismo es tan ruso como el bandolerismo. Pero yo no he venido para hablar de Nechaev y sus partidarios. He venido por una razón muy simple: a llevarme los papeles de mi hijo. ¿Me los puedo llevar? Si no es así, ¿puedo retirarme?

– Puede retirarse, es usted libre de retirarse, por descontado. Ha estado usted en el extranjero y ha regresado a Rusia con un nombre falso. No le pediré el pasaporte que pueda llevar encima. Pero tiene usted total libertad para marcharse. Si sus acreedores se enteran de que está aquí en Petersburgo, también son igualmente libres, por supuesto, para dar los pasos que estimen oportunos. Eso no es asunto mío; es un asunto entre ellos y usted. Le repito que es muy libre de marcharse de este despacho. No obstante, le prevengo de que no puedo de ninguna manera conspirar con usted para mantener en pie su treta. Doy por sentado que lo entiende.

– En este momento, para mí nada tiene tan poca importancia como el dinero. Si he de ser acosado por viejas deudas, así sea.

– Ha sufrido usted una grave pérdida y se encuentra bajo de ánimo, por eso adopta esa actitud. Lo entiendo perfectamente. Pero no olvide que tiene esposa y una hija que dependen por entero de usted. Aunque solamente sea por ellas, no puede usted permitirse la insensatez de abandonarse al destino. En lo que respecta a su solicitud de devolución de estos papeles, con pesar debo denegársela. No pueden ser devueltos, pues forman parte de un asunto policial aún por resolver, en el cual se investiga la relación de su hijastro con los partidarios de Nechaev.

– Muy bien. Antes de marcharme, permítame que cambie de opinión y que le diga tan solo una cosa sobre los partidarios de Nechaev. Y es que al menos he visto y he oído a Nechaev en persona, lo cual es más, corríjame si me equivoco, de lo que ha visto y ha oído usted.

Maximov levanta la cabeza con un gesto de interrogación.

– Proceda, se lo ruego.

– Nechaev no es un asunto policial. En definitiva, Nechaev no es un asunto que incumba a las autoridades en modo alguno, al menos en lo que respecta a las autoridades civiles.

– Siga.

– Puede que consigan ustedes seguir el rastro de Sergei Nechaev y encarcelarlo, pero eso no querrá decir que el nechaevismo haya sido borrado del mapa.

– Estoy de acuerdo, estoy totalmente de acuerdo. El nechaevismo no es más que una idea en el extranjero; el propio Nechaev no es más que su encarnación. El nechaevismo no será erradicado hasta que no cambien los tiempos que corren. Nuestro objetivo, por consiguiente, debe ser algo más modesto y bastante más práctico: se trata de impedir que se extienda esta idea, y allí donde ya se ha extendido, se trata de impedir que pase a la acción.

– Sigue usted sin comprenderme. El nechaevismo no es una idea. Desprecia las ideas, está fuera de la esfera de las ideas. Es un espíritu, y el propio Nechaev no es su encarnación, sino su anfitrión. Mejor dicho, está poseído por él.

La expresión de Maximov es inescrutable. Vuelve a la carga.

– Cuando vi por primera vez a Sergei Nechaev en Ginebra, se me antojó un joven poco atractivo, taciturno, intelectualmente mediocre, un joven normal y corriente. No creo que esa primera impresión estuviera equivocada. De todos modos, en ese vehículo tan improbable ha entrado un espíritu, un espíritu sombrío, resentido, asesino. En ese espíritu tampoco hay nada que sea digno de destacar. ¿Por qué ha optado por residir en ese joven en concreto? Yo no lo sé. Tal vez sea porque lo considera un anfitrión en el que es muy fácil entrar y salir. Pero que Nechaev tenga seguidores es debido a que el espíritu reside en él. Son seguidores de ese espíritu, no de ese hombre.

– ¿Y qué nombre es el que tiene ese espíritu, Fiodor Mijailovich?

Realiza el esfuerzo de imaginar a Sergei Nechaev, pero todo lo que logra ver es una cabeza, de buey, los ojos vitreos, la lengua que asoma, el cráneo partido por el hacha del carnicero. A su alrededor revolotea una nube de moscas. Se le ocurre un nombre, que en ese preciso instante pronuncia en voz alta.

– Baal.

– Qué interesante. Una metáfora, puede ser, no del todo clara, pero que vale la pena tener en consideración. Baal. Sin embargo, debo preguntarme si es realmente práctico hablar de espíritus y de posesiones del espíritu. ¿Es práctico hablar también de ideas que van por la tierra de un sitio a otro, como si las ideas tuvieran brazos y piernas? ¿Nos servirá esa manera de hablar para llevar a cabo nuestras tareas? ¿Servirá de ayuda para Rusia? Dice usted que no deberíamos encerrar a Nechaev porque está poseído por un daimon. ¿Le parece bien que lo llamemos daimon? Eso de espíritu suena a falsedad, me parece a mí. En tal caso, ¿qué hemos de hacer? Al fin y al cabo, no somos un orden meramente contemplativo, sino que pertenecemos al brazo encargado de investigar.

Se hace un silencio.

– De ningún modo pretendo descartar lo que dice usted. Maximov reanuda su exposición. Usted es un hombre de grandes facultades, un hombre dotado de una especial perspicacia, tal como sabía antes incluso de que nos conociéramos. Y esos conspiradores que en el fondo son simples niños, en comparación con sus predecesores son efectivamente harina de otro costal. Se tienen por inmortales. En ese sentido, esto es desde luego como luchar contra un daimon. Y son implacables. Llevan en la sangre, por así decir, el desearnos el mal a nuestra generación. Han nacido con ese impulso. Y no es fácil ser padre, ¿verdad que no? Yo también soy padre, aunque por fortuna solamente tengo hijas. En los tiempos que corren, no me gustaría haber tenido hijos. Claro que su padre de usted… ¿no tuvo algunos roces con su padre, o me engaña a mí la memoria?

Tras sus blancas pestañas, Maximov lanza una miradita de sorna antes de proseguir.

– Por eso me pregunto, al final, si el fenómeno de Nechaev es una aberración del espíritu, tal como usted da a entender. Quizá solo sea en definitiva la vieja pugna entre padres e hijos, la que siempre ha existido, solo que en esta generación en particular adquiere una naturaleza más mortífera, más inexorable. En tal caso, quizá lo más sabio fuera también lo más simple, atrincherarse y aguantar más que ellos, esperar a que maduren. Al fin y al cabo, ya aguantamos antes a los decembristas, y después a los del 49. Ahora, los decembristas son ancianos, al menos los que siguen con vida. Estoy seguro de que el daimon que pudiera haberlos poseído huyó hace mucho tiempo. En cuanto a Petrashevski y sus amigos, ¿qué opinión le merecen? ¿Estaban Petrashevski y los suyos también poseídos por un daimon?

– ¡Petrashevski! ¿Por qué saca a colación a Petrashevski?

– No estoy de acuerdo. Lo que usted llama el fenómeno de Nechaev tiene una coloración propia. Nechaev es un sanguinario. Los hombres a los que estaba usted haciendo el honor de referirse eran idealistas, y fracasaron porque, hay que anotárselo en su haber, no fueron intrigantes, y mucho menos sanguinarios. Petrashevski, ya que usted menciona a Petrashevski, denunció desde el primer momento esa clase de jesuitismo que excusa los medios en nombre del fin que se pretende alcanzar. Nechaev es un jesuita, un jesuita laico que abiertamente defiende la doctrina de que el fin justifica los abusos más cínicos y el aprovechamiento más insensible de la energía que pongan sus seguidores a su disposición.

– En ese caso, hay algo que se me escapa. Explíqueme de nuevo: ¿por qué los soñadores, los poetas, los jóvenes inteligentes como su hijastro, se sienten atraídos por bandidos como Nechaev? Y es que, según su relación, Nechaev no pasa de ser eso: un bandido con un leve barniz de educación.