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– No lo sé. Tal vez sea porque en los jóvenes hay algo que aún no se ha adormecido, algo a lo que apela el espíritu que habita en Nechaev. Quizá esté en todos nosotros: es algo que hemos pensado que lleva siglos amortajado, pero que solo estaba adormecido. Le repito que no lo sé. Soy incapaz de explicar en qué consiste y a qué se debe la conexión de mi hijastro con Nechaev. Para mí ha sido una sorpresa. Yo solo había venido a recoger los papeles de Pavel, que para mí son preciosos hasta un extremo que usted sin duda no alcanza a entender. Lo que yo quiero son esos papeles, nada más. Vuelvo a preguntárselo: ¿piensa devolvérmelos? Para usted no tienen ninguna utilidad. No le dirán por qué los jóvenes inteligentes caen bajo el dominio de los malhechores. Y es evidente que le dirán todavía menos, porque no sabe usted cómo leerlos. Mientras estuvo usted leyendo el relato de mi hijo, permítame que se lo diga, me percaté de que se mantenía usted a cierta distancia, de que erigía una barrera de ridiculización, como si esas palabras hubieran podido saltar de la página y estrangularlo.

Algo ha empezado a incendiarse en él mientras hablaba, y le satisface que así sea. Se inclina un poco, agarrándose a los brazos del sillón.

– ¿Qué es lo que tanto miedo le da, consejero Maximov? Mientras leía la historia de Karamzin, o de Karamzov, o como se llame, cuando el cráneo de Karamzin se parte en dos igual que un huevo, dígame la verdad: ¿sufre usted con él, o se siente usted exultante, aunque en secreto, como si fuera suyo el brazo que empuñaba el hacha? Y permítame que conteste por usted: la lectura consiste en ser el brazo y ser el hacha y ser el cráneo que se parte; la lectura es entregarse, rendirse, no mantenerse distante ni burlón. Si se lo preguntase, estoy seguro de que me respondería que está usted a la caza y captura de Nechaev, con el objeto de llevarlo a juicio, a un juicio como es debido, con los abogados de la defensa y los fiscales, etcétera, para encerrarlo después de por vida en una celda bien limpia y bien iluminada. Pero mírese bien, Maximov, y dígame si en el fondo es ese su auténtico deseo. ¿No preferiría antes bien cortarle la cabeza y chapotear en su sangre?

Se respalda, algo sonrojado.

– Es usted un hombre muy inteligente, Fiodor Mijailovich. Pero habla usted de la lectura como si fuera lo mismo que estar poseído por un daimon. Según esa medida y ese criterio, me temo que soy un pésimo lector, sin duda, un lector aburrido y pedestre. Sin embargo, me pregunto si en estos momentos no tendrá usted fiebre. Si pudiera verse en un espejo, estoy seguro de que entendería lo que le digo. Además, hemos tenido una larga conversación, desde luego que interesante, pero muy larga, y yo tengo numerosos asuntos que atender.

– Y yo le digo que los papeles que tan celosamente pretende guardar bien podrían estar escritos en arameo, por el escaso provecho que les va a sacar. ¡Devuélvamelos!

Maximov se ríe.

– Me ha dado usted las razones más benévolas y de mayor peso para no acceder a su solicitud, Fiodor Mijailovich. Se lo diré de otro modo: teniendo en cuenta el estado en que se encuentra, el espíritu de Nechaev podría saltar de la página y apoderarse por completo de usted. Ahora, hablando en serio, me dice usted que sabe cómo leer. En alguna fecha que ya precisaremos, ¿querría usted leerme estos papeles, todos ellos, los papeles de Nechaev, de los cuales este no es más que un cartapacio entre muchísimos mas?

– ¿Leérselos?

– Sí. Hacerme una lectura de ellos.

– ¿Por qué?

– Porque según dice usted, yo no sé leer. Hágame una demostración de cómo leer. Enséñeme a leer. Explíqueme estas ideas que no son ideas.

Por vez primera desde que recibió el telegrama en Dresde, se echa a reír: siente cómo se le quiebran las rígidas líneas de sus mejillas. La risa es áspera y no destila alegría.

– Siempre me han dicho -dice- que la policía constituye los ojos y los oídos de la sociedad, y ahora me viene usted con una petición: quiere que yo le ayude. No, no pienso hacerle una lectura.

Cruzando las manos sobre el regazo, con los ojos cerrados, más parecido que nunca a un Buda sin edad y sin sexo, Maximov asiente.

– Gracias -murmura-. Ahora, debe marcharse.

Se encuentra de nuevo en la antesala ¿Cuánto tiempo ha pasado encerrado con Maximov? ¿Una hora? ¿Más? El banco está lleno de gente, y hay más personas que esperan apoyadas de espaldas contra las paredes, hay gente en los pasillos, y el olor a pintura fresca sigue siendo asfixiante. Todas las conversaciones quedan en suspenso; todos los ojos se vuelven hacia él sin la menor simpatía. ¡Cuántos son los que buscan justicia, cuántos tienen una historia que contar!

Es casi mediodía. No soporta la idea de volver a su cuarto. Camina hacia el este por la calle Sadovaya. El cielo está bajo, gris, y sopla un aire frío; hay placas de hielo en algunos sitios, y las aceras están resbaladizas. Un día lúgubre, un día para caminar a duras penas, con la cabeza gacha. Sin embargo, no puede detenerse, y los ojos se le mueven incansables de una figura que pasa a la siguiente, en busca de la inclinación de unos hombros, de una manera de andar que pudieran pertenecer a su hijo perdido. Por sus andares le podrá reconocer: primero los andares, luego el perfil.

Intenta recordar con precisión la cara de Pavel, pero la cara que en cambio se le aparece, la cara que se le presenta con una sorprendente viveza, es la de un joven de cejas espesas y barba rala, de labios delgados y prietos. Es la cara de un joven que estuvo sentado detrás de Bakunin en la platea del Congreso por la Paz de hace dos años. Tiene la piel estropeada por cicatrices que resaltan más lívidas debido al frío. «¡Márchate!», dice intentando apartar de sí esa imagen. Pero la imagen no cede. «¡Pavel!», susurra, invocando en vano a su hijo.

6 Anna Sergeyevna

No había estado antes en la tienda. Es más pequeña de lo que había imaginado, oscura y de techos bajos, en parte por debajo del nivel de la calle. YAKOVLEV COMESTIBLES Y VERDURAS, reza el rótulo. Tintinea una campanilla cuando abre la puerta. Le cuesta un rato adaptar su mirada a la penumbra.

Es el único cliente. Tras el mostrador ve a un anciano con un delantal blanco y sucio. Finge examinar las existencias: sacos abiertos de alforfones, harina, alubias pintas, alfalfa para caballos. Luego se aproxima al mostrador.

– Un poco de azúcar, por favor -dice.

– ¿Eh? -dice el anciano carraspeando. Por las lentes que lleva, sus ojos parecen pequeños como dos botones.

– Querría un poco de azúcar.

Ella sale de una puerta acortinada que hay al fondo de la tienda. Si le sorprende encontrarlo allí, no lo demuestra.

– Yo atenderé al cliente, Avram Davidovich dice con calma, y el anciano se aparta a un lado.

– ¿Azúcar? -esboza una remotísima sonrisa en los labios.

– Sí, cinco kopeks.

Con destreza, dobla una hoja de papel y le da forma de cucurucho, cierra el fondo de un pellizco y vierte el azúcar a cucharadas; lo pesa y cierra el cucurucho. Tiene manos ágiles.

– Acabo de estar en la comisaría. Intenté que me devolviesen los papeles de Pavel.

– ¿Sí?

– Han surgido complicaciones que no había previsto.

– Ya los recuperará a su debido tiempo. Todo lleva su tiempo.

Aunque no hay causa que lo explique, lee en este comentario un doble sentido. Si el anciano no estuviese remoloneando detrás de ella, se acercaría más al mostrador para tomarla de la mano.

– ¿Cuánto es…?

Son cinco kopeks.

Al tomar el cucurucho, deja que sus dedos rocen los de ella.

– Me ha alegrado el día le susurra tan quedo que quizá ella no lo oye. Hace una inclinación, y otra hacia Avram Davidovich.

¿Son imaginaciones suyas, o ha visto antes en algún lugar al hombre de la pelliza de piel de cordero, al hombre de la gorra calada que, después de haberse detenido al otro lado de la calle a ver cómo unos obreros descargaban ladrillos de una carreta, se vuelve ahora igual que él en dirección hacia la calle Svechnoi?