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Y el azúcar. ¿Por qué pidió azúcar, entre todas las cosas que podía haber pedido?

Escribe una nota dirigida a Apollon Maykov.

«Me encuentro en Petersburgo y he visitado la tumba», escribe. «Gracias por haberse hecho cargo de todo. Gracias también por la gran amabilidad que tuvo con P. a lo largo de los años. Estoy eternamente en deuda con usted.» Firma la nota con una D.

Sería fácil acordar un encuentro discreto, pero no desea poner en un compromiso a su viejo amigo. Maykov, generoso siempre, lo entenderá de sobra, se dice: estoy de luto, y las personas de luto rehúsan la compañía de los demás.

Es una buena disculpa, pero es mentira. No está de luto. Ni siquiera se ha despedido de su hijo, pues aún no ha renunciado a su hijo. Muy al contrario, quiere que su hijo regrese a la vida.

Escribe a su esposa: «Aún está en su habitación. Tiene miedo. Ha perdido su derecho a estar en el mundo, pero el otro mundo es frío, es tan frío como los espacios que separan las estrellas, y allí no se es bien recibido». Tan pronto concluye la carta, la rompe. Carece de sentido; es además una traición hacia lo que queda entre su hijo y él.

Su hijo está dentro de él, un niño muerto en una caja de hierro, en la tierra helada. No sabe cómo resucitar a ese niño, o bien -al final, da lo mismo- carece de voluntad para hacerlo. Está paralizado. Incluso cuando camina por la calle se considera paralizado. Todos los gestos que hace con las manos tienen la lentitud de un hombre congelado. No tiene voluntad; mejor dicho, su voluntad se ha solidificado, como una piedra que ejerce todo su peso sordo para arrastrarlo a la inmovilidad y al silencio.

Sabe qué es la pena. Esto no es pena. Esto es la muerte, una muerte que llega antes de estar en sazón, que llega no para abrumarlo y devorarlo, sino que llega simplemente para estar con él. Es como un perro que hubiese venido para quedarse a vivir con él, un perro grande y gris, ciego y sordo, y estúpido, inconmovible. Cuando duerme, el perro duerme; cuando despierta, el perro despierta; cuando sale de la casa, el perro se arrastra tras él.

Sigue pensando con pereza, pero también con insistencia, en Anna Sergeyevna. Cuando piensa en ella, piensa en ágiles dedos que cuentan monedas. Las monedas, las puntadas con que cose, ¿qué representan?

Se acuerda de una joven campesina que vio una vez a la puerta del convento de Santa Ana, en Tver. Estaba sentada con un bebé muerto en brazos, apartando de sí a las personas que intentaban arrebatarle el minúsculo cadáver, sonriendo beatíficamente, sonriendo de hecho igual que santa Ana.

Son recuerdos como hilachas de humo. Una valla de juncos en mitad de ninguna parte, gris y quebradiza, y la hilacha de una figura que se cuela entre los juncos, plana, ingrávida, la figura de un muchacho de blanco. Una aldea en la estepa, un arroyo y dos o tres árboles, una vaca con la esquila al cuello, el humo que asciende al cielo. La espalda del más allá, el fin del mundo. Un muchacho que va y viene entre los juncos, de un lado a otro, en una metamorfosis suspendida, una figura expiatoria.

Son visiones que vienen y van, veloces, efímeras. No tiene dominio de sí mismo. Con cuidado, aparta el papel y la pluma al extremo más alejado de la mesa y se sujeta la cabeza entre las manos. Si voy a desmayarme, piensa, que sea por lo menos estando en mi puesto.

Otra visión. Junto a un pozo, una figura que le acerca a los labios un cuenco de agua; él es un viajero a punto de partir; sobre el brocal, los ojos ya están abstraídos, ya están en otra parte. El roce de una mano contra una mano. El cariño de ese tacto. «¡Adiós, viejo amigo!» Y se va.

¿Por qué esta persecución lenta y pesada, campo a traviesa, en pos del rumor de un fantasma, del fantasma de un rumor?

Porque yo soy él. Porque él es yo. Hay ahí algo que pretendo aferrar: el momento previo a la extinción, cuando la sangre aún fluye, el corazón todavía late. El corazón, ese buey fiel que da vueltas a la piedra del molino, que levanta no tanto una mirada a hurtadillas, una mirada de desconcierto cuando el hacha está alzada en el punto más alto, pero acepta el golpe y se dobla sobre las patas y expira. No es el olvido final, sino el momento anterior, el momento en que llego jadeando a ti, ante el brocal del pozo, y nos miramos el uno al otro por última vez, a sabiendas de que estamos vivos, compartiendo esta vida, nuestra única vida. Todo lo que me queda por aprehender es el momento de esa mirada, una mirada de saludo y despedida al mismo tiempo, más allá de las discusiones y las súplicas «Hola, viejo amigo. Adiós, viejo amigo.» Los ojos secos. Las lágrimas hechas cristal.

Te sostengo la cabeza entre mis manos. Te beso la frente. Te beso los labios.

La regla: una mirada, solamente una; no vale mirar de nuevo. Pero yo vuelvo a mirar.

Estás junto al pozo, el viento te alborota el cabello, no un alma, sino un cuerpo rarificado, elevado a su primera, segunda, tercera, cuarta, quinta esencia, mirándome con los ojos de cristal, sonriendo con labios dorados.

Siempre vuelvo a mirar. Quedo absorto para siempre en tu mirada. Un campo de puntos de cristal que bailan y parpadean, y yo soy uno de ellos. Las estrellas del cielo, las hogueras que les responden desde la llanura. Dos dominios que se hacen señales uno al otro.

Se duerme sobre la mesa, y pasa durmiendo el resto de la tarde. A la hora de cenar, Matryona llama a la puerta, pero él no despierta. Las dos cenan sin él.

Mucho más tarde, después de que la niña se haya acostado, aparece vestido para salir a la calle. Anna Sergeyevna, sentada de espaldas a él, se vuelve ligeramente.

– Entonces, ¿va a salir? -dice ¿no tomará un poco de té antes de irse?

Hay en ella cierto nerviosismo, pero la mano que le ofrece la taza es firme.

No lo invita a sentarse. Se toma el té en silencio, de pie ante ella.

Hay algo que él desea decir, pero le da miedo no ser capaz de sacárselo de dentro, e incluso le da miedo venirse abajo otra vez delante de ella. No tiene ningún dominio de sí mismo.

Deja la taza vacía sobre la mesa y le apoya una mano sobre el hombro.

– No -dice ella sacudiendo la cabeza, apartándose de su mano- Yo no hago así las cosas.

Lleva el cabello recogido en la nuca con un pesado pasador de esmalte. Él suelta el pasador y lo deja sobre la mesa. Ahora ella ya no se resiste; menea el cabello hasta que le cae suelto sobre los hombros.

– Todo lo demás vendrá después, lo prometo dice él. Es consciente de su edad; en su voz ni siquiera nota esa mordiente de tono erótico ante la cual las mujeres en otros tiempos respondían en el acto. En cambio, hay algo a lo cual no se preocupa de dar nombre. Un instrumento resquebrajado, una voz que ha vuelto a cambiar por segunda vez-. Todo -repite.

Ella lo mira a la cara con una atención y una honradez que no dejan margen al error. Luego pone su labor a un lado. Escurriéndose entre las manos de él, desaparece tras la cortina de la alcoba.

El espera, sin saber qué hacer. No ocurre nada. Decide seguirla atravesando las cortinas.

Matryona está profundamente dormida, con los labios entreabiertos y el cabello rubio extendido sobre la almohada como un nimbo. Anna Sergeyevna tiene el vestido a medio desabrochar. Con un gesto y una mirada atravesada, en la que sin embargo hay un toque de picardía, le ordena que salga.

Él se sienta a esperar. Ella sale con la combinación, descalza. Se le marcan las venas azuladas de los pies. No es una mujer joven; no es una inocente en el acto de entregarse. Pese a todo, cuando él le toma las manos, las siente frías y temblorosas. No está dispuesta a mirarle a los ojos.

– Fiodor Mijailovich -susurra-, quiero que sepa que esto es algo que no había hecho nunca.