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¿Le delata lo que está pensando? Con un súbito y enojado sonrojo, ella se suelta a tirones de la mano con que él la sujeta de la manga y sube las escaleras dejándolo plantado.

El la sigue, se encierra en su cuarto e intenta apaciguarse. Los latidos de su corazón van más despacio. ¡Pavel!, susurra una y otra vez, usando la palabra como un hechizo. Pero lo que llega no es la forma de Pavel, sino la de ese otro: la de Sergei Nechaev.

Ya no puede seguir negándolo: empieza a abrirse un abismo entre el muchacho muerto y él. Está furioso con Pavel, furioso por sentirse traicionado. No le sorprende que Pavel se dejara arrastrar hacia los círculos radicales, ni tampoco le extraña que no dijera ni palabra en sus cartas. Pero Nechaev es otra cuestión. Nechaev no es un estudiante exaltado, no es un joven nihilista. Es el mongol que ha quedado inscrito en el alma de Rusia, después de que el más grande nihilista de todos los nihilistas se retirase a los desiertos de Asia. ¡Y Pavel, precisamente Pavel, un simple soldado raso en su ejército!

Recuerda un panfleto que se titulaba «Catecismo de un revolucionario», que circuló por Ginebra y fue atribuido a Bakunin, aunque su inspiración e incluso su expresión fuesen claramente de Nechaev. «El revolucionario es un hombre condenado», así empezaba. «No se interesa por nada, no tiene sentimientos, no tiene lazos que le unan a nada, ni siquiera tiene nombre. En él, todo está absorbido por una pasión única y total la revolución. En las profundidades de su ser ha roto amarras con el orden civil, con la ley y la moralidad. Si sigue viviendo en sociedad, es solo con la idea de destruirla» Y más adelante decía: «No espera misericordia alguna. Todos los días está dispuesto a morir».

Está dispuesto a morir, no espera misericordia, qué fácil es decir esas palabras. ¿Qué niño podría comprender plenamente su significado? Pavel no, desde luego; puede que tampoco Nechaev, ese joven que no ama ni es amado.

Regresa ahora un recuerdo del propio Nechaev, de pie y a solas en un rincón del salón donde se celebró la recepción en Ginebra, fulminando a todos con la mirada, engullendo la comida como un lobo. Menea la cabeza, intenta suprimirlo, «¡Pavel, Pavel!», susurra llamando al ausente.

Un golpe en la puerta. La voz de Matryona,

– ¡La hora de cenar!

En la mesa hace un esfuerzo por ser agradable. Mañana es domingo: sugiere una excursión a la isla de Petrovski, donde por la tarde habrá una banda de música y atracciones de feria, Matryona está deseosa de ir. Para su sorpresa, Anna Sergeyevna consiente.

Dispone encontrarse con ellas a la salida de la iglesia. Por la mañana, cuando sale de la vivienda, tropieza con un bulto que hay en el portal, un mendigo que duerme tapado por una manta raída y mohosa. Suelta un improperio; el hombre gime y se incorpora.

Llega a San Gregorio antes de que termine la misa. Mientras las espera en el pórtico, aparece ese mismo mendigo con los ojos enrojecidos, maloliente. Se vuelve hacia él.

– ¿Es que me está siguiendo? -le interpela. Aunque no están ni a dos palmos uno del otro, el mendigo hace como que no lo oye, como que no lo ve. Molesto, le repite la pregunta. Los fieles van saliendo y los miran con curiosidad.

El hombre se aleja renqueando. A media manzana de distancia se detiene, se apoya contra una pared, finge un bostezo. No lleva guantes; hace uso de la manta bien enrollada para protegerse las manos.

Aparecen por la puerta Anna Sergeyevna y su hija. Hay una larga caminata hasta el parque, primero por Voznesenskv Prospekt y luego por la orilla de la isla de Vasilevski. Antes incluso de llegar al parque sabe que ha cometido un error, un estúpido error. El quiosco de la banda está desierto, el campo que circunda el estanque de los patinadores solo está ocupado por las gaviotas que se pasean de un lado a otro. Pide disculpas a Anna Sergeyevna -Tenemos muchísimo tiempo, ni siquiera es mediodía -responde ella con buen animo- ¿Damos un paseo?

Su buen humor le sorprende, más le sorprende que ella le tome del brazo. Con Matryona al otro lado de Anna Sergeyevna echan a caminar a paso largo por los campos. Una familia, piensa bastaría con un cuarto miembro para estar al completo. Como si le hubiese leído el pensamiento, Anna Sergeyevna le aprieta el brazo.

Pasan junto a un rebaño de ovejas apiñadas cerca de un juncal. Matryona se aproxima a ellas con un puñado de hierba, el rebaño se dispersa al verla llegar. Del juncal sale un pastor, un chiquillo, que la regaña. Por un instante es como si sus palabras fuesen demasiado duras. Luego, el chiquillo lo piensa mejor, Matryona vuelve adonde están las ovejas.

El ejercicio le da un gracioso rubor en las mejillas. Todavía llegara a ser una gran belleza, piensa él, romperá mil corazones.

Se pregunta qué pensaría su mujer. Hasta la fecha, las indiscreciones que él ha cometido han venido seguidas por el remordimiento, pisándole los talones al remordimiento, por una voluptuosa necesidad de confesar. Esas confesiones a su esposa, de expresión torturada aunque vagas en lo que se refiere a los detalles, la han confundido primero y la han enfurecido después, endemoniando su matrimonio mas aun que las infidelidades mismas.

Pero en este caso en concreto no siente ni atisbo de culpa. Por el contrario, tiene la invencible sensación de estar en su pleno derecho. Se pregunta qué es lo que oculta esa sensación de estar en su derecho, pero la verdad es que no lo quiere saber. Por el momento, basta con que haya algo parecido a la alegría en su corazón. Perdóname, Pavel, susurra para sus adentros. Pero de nuevo nota que no va en serio.

Si dispusiera de mi vida de nuevo, piensa, si fuese joven otra vez. Y quizá también se dice: ¡dispusiera de la posibilidad de usar la vida, de la juventud que Pavel desperdició…!

¿Y la mujer que camina a su lado? ¿Lamenta ella ese impulso por el cual se entregó a él? Si eso nunca hubiera ocurrido, la excursión de hoy podría señalar el inicio de un cortejo como es debido, ya que eso es lo que sin duda desea la mujer ser cortejada, halagada, persuadida, conquistada. Incluso cuando se rinde, lo que desea es rendirse no con franqueza, sino en una deliciosa bruma de confusión, resistiendo sin resistirse, cayendo, si, pero sin que sea la suya una caída irrevocable. No caer y volver después entre los caídos, rehecha, virginal, lista para ser halagada y para volver a caer. Un juego con la muerte, un juego de resurrección.

¿Que haría ella si supiera lo que él está pensando? ¿Encerrarse en si misma, rechazar el ultraje? ¿Sería ese gesto parte del juego?

La mira a hurtadillas, y en ese instante lo entiende con todas las de la ley yo podría amar a esta mujer. Más que el tirón del cuerpo, siente lo que solo sabe calificar de afinidad con ella. Los dos comparten una misma clase, una misma generación. Y de repente caen en su debido lugar todas las generaciones Pavel y Matryona y su esposa Anna a un lado, él y Anna Sergeyevna al otro. Los niños frente a los que no son niños, los que tienen edad suficiente para reconocer en los juegos del amor el primer paladeo de la muerte. De ahí la urgencia de aquella noche, de ahí el calor. Ella fue en sus brazos como Juana de Arco presa de las llamas el espíritu que lucha contra sus ataduras mientras el cuerpo arde y se consume. Una lucha contra el tiempo. Algo que un niño o una niña jamás podrían comprender.

– Pavel dijo que estuvo usted en Siberia.

Sus palabras lo sobresaltan y ponen punto final a su ensoñación.

Diez años. Allí conocí a la madre de Pavel, en Semipalatinsk. Su marido era aduanero, murió cuando Pavel tenía siete años. Ella también murió, hace ya unos cuantos años. Supongo que se lo habrá dicho Pavel.

– Y entonces se volvió a casar.

– Sí. ¿Qué dijo Pavel al respecto?

– Solamente dijo que su esposa es joven.