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– Mi esposa y Pavel son más o menos de la misma edad. Vivimos los tres juntos durante un tiempo, en una vivienda de la calle Meshchanskaya. No fue una época feliz para Pavel; sentía cierta rivalidad con mi esposa. De hecho, cuando le dije que íbamos a casarnos, se le acercó y le advirtió con bastante seriedad, le dijo que yo era demasiado viejo para ella. Después, muchas veces se refería a sí mismo en tercera persona; se refería a sí mismo y decía el huérfano: «Al huérfano le apetece otra tostada», «El huérfano no tiene dinero», etcétera. Fingimos que se trataba de un chiste, pero no lo era. Era buena muestra de un hogar sobre todo perturbado.

– Me lo puedo imaginar, pero es fácil sentir simpatía por él, desde luego que sí. Tuvo que haber sentido que lo estaba perdiendo a usted.

– ¿Cómo iba a haberme perdido? Desde el día en que me convertí en su padre, no le fallé ni una sola vez ¿Es que le estoy tallando ahora?

– Por supuesto que no, Fiodor Mijailovich, pero los niños, ya se sabe, son muy posesivos. Pasan por fases de celos, como todos los demás. Y cuando estamos celosos, inventarnos historias en contra de nosotros. Estimulamos nuestros sentimientos, nos asustamos casi sin darnos cuenta.

Basta con girar muy levemente sus palabras, como si fueran un prisma, para darles otro ángulo y para que reflejen un sentido muy distinto. ¿Es eso lo que pretende?

Él lanza una mirada a Matryona. Lleva unas botas nuevas, con forro de borrego que le sobresale por los bordes. Al apisonar la hierba húmeda, al clavar los tacones, deja tras de sí un rastro de huellas dentadas. Tiene fruncido el ceño a tuerza de concentración.

– Dijo que lo utilizaba para llevar mensajes.

Lo atraviesa una puñalada de dolor. ¡Así que Pavel se acordaba!

– Sí, es cierto. El año antes de que nos casáramos, el día de su onomástico, le pedí a Pavel que llevase un regalo mío a mi prometida. Fue un error del que me arrepentí después. Lo lamenté profundamente, y fue inexcusable. Lo hice sin pensar ¿Fue lo peor?

– ¿Lo peor?

– ¿Le habló Pavel de alguna cosa peor que esa? Me gustaría saberlo, al menos para que cuando pida perdón sepa de qué soy culpable.

Ella lo mira con extrañeza.

– Esa no es una pregunta justa, Fiodor Mijailovich. Pavel atravesaba por episodios de gran soledad. El se ponía a hablar, yo lo escuchaba. Iban saliendo las historias, no siempre historias agradables. Una vez abierto su pasado, tal vez podría entonces dejar de dolerse por todo ello.

– ¡Matryona! -él se vuelve hacia la niña-. ¿Te dijo Pavel alguna cosa …?

Pero Anna Sergeyevna le interrumpe.

– Estoy segura de que no -dice, y se vuelve hacia él con delicadeza, pero con furia. ¡A una niña no puede hacerle preguntas como esa!

Se detienen y se miran uno al otro en medio del campo. Matryona aparta la mirada con el ceño fruncido, los labios muy apretados. Anna Sergeyevna lo fulmina con la mirada.

– Empieza a hacer frío -dice-. ¿Volvemos?

7 Matryona

No las acompaña a casa, y esa noche cena en una taberna. En la trastienda se juega una partida de cartas. Pasa un rato mirando, bebe algo, no juega. Es bastante tarde cuando regresa a la vivienda a oscuras, al cuarto vacío.

A solas, con el ánimo solitario, se concede una punzada de nostalgia, no del todo desagradable en sí misma, por Dresde y por la cómoda regularidad de la vida allí, donde tiene una esposa que guarda celosamente su intimidad y que organiza el día a día de la familia alrededor de sus costumbres.

En el número 63, no logra sentirse como en casa, y nunca podrá sentirse como en casa. No solo es el inquilino más transitorio, no solo es su excusa para alojarse allí tan oscura para los demás como para él, sino que nota además la tensión implícita de vivir en tan reducido espacio, con una mujer de humor voluble y una niña que con demasiada facilidad podría empezar a tener por ofensiva su sola presencia física en la vivienda. En compañía de Matryona tiene aguda conciencia de que sus ropas empiezan a oler mal, de que su piel está reseca y se le desescama, de que las placas dentales que lleva puestas entrechocan y hacen un ruido desagradable cuando habla. Además, sus hemorroides le causan interminables molestias. La férrea complexión que le sirvió para aguantar en Siberia empieza a resquebrajarse; el espectáculo de su decrepitud puede ser tanto más desapacible para una niña, bastante melindrosa con la limpieza, a cuyos ojos ha suplantado además a un ser de fuerza y belleza divinas. Cuando sus compañeros de juegos le pregunten por ese fúnebre visitante que se niega en redondo a recoger sus pertenencias y a marcharse, ¿qué contestará?, se pregunta.

Estaba usted suplicando cuando piensa en las palabras de Anna Sergeyevna, se estremece. Mira que haber sido en todo momento simple objeto de compasión…! Se arrodilla, apoya la cabeza sobre la cama, intenta hallar el camino de la isla de Yelagin, el camino que le lleve a Pavel, a su fría tumba. Pavel al menos no le volverá la espalda. En Pavel puede confiar, en Pavel y en el gélido amor de Pavel.

El padre, mera copia desvaída de lo que fue el hijo. ¿Cómo ha podido contar con que una mujer que contempló al hijo investido por el orgullo de sus mejores tiempos mire al padre con benevolencia?

Recuerda las palabras de un compañero de prisión en Siberia: «¿Por qué se nos da la vejez, hermanos? ¿Por qué? Para que al final podamos empequeñecernos tanto como para pasar a rastras por el ojo de una aguja» Simple sabiduría campesina.

Se arrodilla e implora, pero Pavel no acude. Suspirando, por fin se acuesta en la cama.

Despierta desbordado por la sorpresa. Aunque aún es de noche, se siente como si hubiese descansado durante siete noches con sus días. Se siente renovado, invencible; los tejidos mismos de su cerebro le parecen recién lavados. Apenas logra contenerse. Es como un niño la mañana de Pascua, que espera en ascuas a que la casa entera se despierte para compartir con todos su alegría. Quiere despertar a ella, a la mujer, quiere que los dos bailen por toda la vivienda: «¡Cristo ha resucitado!». Eso es lo que tiene ganas de gritar, y tiene ganas de oírla contestar: «¡Cristo ha resucitado!», y de que ella haga chocar sonoramente su huevo de Pascua contra el suyo. Quiere que los dos bailen, que den vueltas y más vueltas con los huevos pintados, que Matryona haga lo propio todavía con el camisón puesto, con el sueño en los ojos, tropezando feliz entre las piernas de los dos adultos, y que el espíritu del muerto entreteja también sus idas y venidas entre ellos, torpón, con los pies grandes, sonriente: como niños reunidos, recién nacidos, libres de la tumba. Y sobre la ciudad rayará el alba, y cantarán los gallos en todos los patios para dar la bienvenida al nuevo día.

¡Asoma la alegría como raya el alba! Pero no es más que un instante. No es solamente que las nubes comiencen a surcar este cielo nuevo, radiante, es como si en el instante mismo en que sale el sol con todo su esplendor, apareciese también otro sol antagónico que se deslizara por delante del sol. La palabra presagio atraviesa su mente con todo su influjo siniestro y ominoso. El sol naciente no ha salido con todas las de la ley, sino para sufrir el eclipse nada más, la alegría resplandece solo para revelar cómo ha de ser la aniquilación de la alegría.

De un solo gesto presuroso salta de la cama. Los minutos que siguen se extienden ante él como un oscuro paisaje a través del cual ha de escabullirse. Debe vestirse y salir de la vivienda antes de que descienda sobre él la vergüenza del ataque; debe encontrar un sitio que no esté a la vista, un sitio desde el cual no puedan oírlo las personas decentes, donde pueda capear el episodio de la mejor manera posible.

Sale. El corredor está negro como boca de lobo. Extiende los brazos como un ciego y llega a tientas hasta el rellano de la escalera, sujetándose allí a la balaustrada, paso a paso empieza a descender los peldaños. En el rellano de la segunda planta se apodera de él una oleada de terror, un terror sin sentido. Se agacha en un rincón y se sujeta la cabeza. Le huelen las manos a algo que ha tocado, pero no se las frota. Que venga, piensa con desesperación. Yo he hecho todo lo que he podido.