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Se oye un grito cuyo eco sacude la caja de la escalera, tan fuerte y tan aterrador que arranca del sueño a los que duermen. En cuanto a él, no oye nada. Ya no está, ya no le queda tiempo.

Cuando despierta, está envuelto en una oscuridad tan intensa que nota como si le presionara las órbitas de los ojos. No tiene idea de dónde está, no sabe quién es. Es pura vigilia, pura conciencia: eso es todo. Es como si hubiese nacido hace un minuto, como si hubiera nacido en un mundo en el que la noche no da cuartel.

Calma, dice esa conciencia para sus adentros, intentando sofocar su propio pánico: ya has estado antes en otras parecidas; aguarda, que algo volverá.

Un cuerpo cae a plomo, una caída libre en su espacio interior. Ese cuerpo es él. El paso vertiginoso del aire: él es quien percibe ese paso vertiginoso. Una garganta asfixiada de terror: él es esa garganta.

Que muera, piensa. ¡Que muera!

Procura mover un brazo, pero el brazo está atrapado bajo su cuerpo. Estúpidamente intenta liberarlo a tirones. Algo huele mal, tiene húmeda la ropa. Como el hielo que se forma en el agua, los recuerdos por fin empiezan a coagularse: quién es, dónde está. Junto con el recuerdo, le invade el deseo urgente de irse muy lejos de este lugar, antes de ser descubierto en plena ignominia.

Estos ataques son el fardo que arrastra consigo por el mundo. A nadie ha confesado jamás cuánto tiempo se pasa al acecho de las premoniciones, en un intento por leer los signos que las anuncien. ¿Por qué esta maldición?, grita en su interior, golpea la tierra con el cayado, exige a la roca que le dé una respuesta. Pero él no es Moisés, la roca no se resquebraja. Tampoco sus trances le dan acceso a la iluminación: no son visitaciones. Lejos de serlo, no son nada: bocanadas de su propia vida que son arrebatados como si los sorbiera un torbellino que no deja a su paso siquiera un recuerdo de tinieblas.

Se yergue y recorre a tientas el último tramo de la escalera. Tiembla, tiene helado todo el cuerpo. Raya el alba cuando sale por fin a la intemperie. Ha vuelto a nevar. Sobre el manto de nieve se ha posado un halo escarlata que titila. El color no está en la nieve; está en su mirada y no puede desprenderse de él. Se le mueve convulso y de forma tan irritante un párpado que termina por apretárselo con la mano helada. Le duele la cabeza como si dentro tuviera un puño que se abriese y se cerrase, se abriese y se cerrase. Ha perdido el gorro por la escalera.

Con la cabeza descubierta y las ropas sucias, avanza trabajosamente por la nieve camino de la pequeña iglesia del Redentor que está cerca del puente de Kameny, y allí se resguarda hasta estar seguro de que Matryona y su madre han salido de la vivienda. Entonces regresa, calienta un poco de agua, se desnuda y se lava. También lava sus calzoncillos y los cuelga a secar en el lavadero. ¡Qué suerte que Pavel no tuviera que sufrir esta enfermedad indigna, qué suerte que no nació de mí! La ironía de sus palabras revienta entonces con fuerza, contra él, y tiene que apretar los dientes hasta que rechinan. La cabeza le retumba de dolor, el halo encarnado aún lo colorea todo. Se tiende con el batín puesto y se estremece hasta quedar adormecido.

Una hora después despierta enojado e irritable. Es como si largos conos de dolor le entrasen por los ojos y le llegaran hasta el fondo del cráneo. Tiene la piel como el papel, muy sensible al tacto.

Desnudo bajo el batín, recorre la vivienda de Anna Sergeyevna abriendo los cajones, mirando los armarios. Todo está en orden, primorosamente limpio y recogido.

En uno de los cajones, envuelto en un paño de pana, encuentra un retrato de Anna Sergeyevna. Es mucho más joven, y está al lado de un hombre; supone que es el impresor Kolenkin. Endomingado, con sus mejores prendas, Kolenkin parece adusto y demacrado, fatigado y viejo. ¿Qué clase de matrimonio vivió con él esa mujer aún joven, morena, guapa y vehemente? ¿Por qué está ese retrato guardado en un cajón? Al dejarlo en su sitio, ensucia adrede el cristal del retrato, dejando su huella dactilar sobre el rostro del muerto.

De niño, espiaba a las personas que visitaban su casa e invadía subrepticiamente su privacidad. Se trata de una debilidad que hasta ahora ha relacionado con su negativa a aceptar los límites de lo que está permitido saber, con la lectura de libros prohibidos, y por tanto con su vocación. Hoy, de todos modos, no se siente propenso a ser caritativo consigo mismo. Está subyugado por un espíritu de maldad insignificante, y de sobra lo sabe. Lo cierto es que rebuscar de este modo en las pertenencias de Anna Sergeyevna mientras ella está fuera le produce un voluptuoso estremecimiento de placer.

Cierra el último cajón y sigue dando vueltas sin descanso, sin saber qué hacer a continuación.

Abre la maleta de Pavel y se pone el traje blanco. Hasta hoy se lo ha puesto como gesto hacia el muchacho muerto, como gesto de desafío y de amor. Ahora, viéndose en el espejo, solamente encuentra una sórdida impostura, algo soterrado y obsceno, cuyo lugar propio queda más allá de las puertas cerradas con llave, más allá de las ventanas tapadas por las cortinas, donde hay hombres que se ponen pelucas y que desnudan sus traseros para ser azotados.

Pasa de mediodía y aún le duele la cabeza. Se tumba un rato, cubriéndose los ojos con un brazo, como si quisiera protegerse de un golpe. Todo le da vueltas; tiene la sensación de caer en una negrura infinita. Cuando vuelve en sí ha perdido de nuevo toda idea de quién es. Conoce la palabra yo, pero mientras la mira con terquedad se convierte en algo tan enigmático como una roca en medio del desierto.

No es más que un sueño, piensa; en cualquier momento despertaré y de nuevo estaré bien. Por un instante se le permite creer. Luego la verdad le estalla encima y lo abruma.

Cruje la puerta, se abre una rendija y Matryona se asoma. Está claramente sorprendida de verlo.

– ¿Está enfermo? -le pregunta frunciendo el ceño.

El no se esfuerza por responder.

– ¿Por qué se ha puesto ese traje?

– Si no me lo pongo yo, ¿quién se lo va a poner?

Un destello de impaciencia brilla en su cara.

– ¿Conoces la historia del traje de Pavel? dice él.

Ella niega con la cabeza.

El se incorpora y le hace un gesto para que se siente a los pies de la cama.

– Ven. Es una larga historia, pero te la voy a contar. Hace dos años, cuando yo aún estaba en el extranjero, Pavel se fue a vivir con su tía en Tver. Solamente iba a pasar el verano. ¿Sabes dónde está Tver?

– Está cerca de Moscú.

– Sí, está en el camino de Moscú. Es un pueblo bastante grande. En Tver vivía un oficial del ejército ya jubilado, un capitán, cuya hermana le atendía y se ocupaba de él. La hermana se llamaba María Timofeyevna. Era una lisiada. También estaba un poco tocada de la cabeza. Un alma cándida, solo que incapaz de cuidar de sí misma.

Se percata de lo deprisa que adopta los ritmos del relato, igual que un motor de pistones, que no puede ejecutar otro movimiento.

– El capitán, el hermano de María, era por desgracia un alcohólico. Cuando se emborrachaba, le daba por maltratarla. Y después no se acordaba de lo que había hecho.

– ¿Qué le hacía?

– Le pegaba, eso era todo. Le pegaba a la antigua, como se ha pegado siempre a las mujeres en Rusia. Ella no se lo echaba en cara. Es posible que, en su sencillez, incluso pensara que el mundo es así: un lugar en el cual te pegan.

Dispone de toda su atención. Da otra vuelta de tuerca.

– Al fin y al cabo, así es como un perro tiene que ver el mundo. O un caballo ¿Por qué iba a verlo María de otra manera? Un caballo no entiende que ha venido a este mundo para tirar de una carreta. Solo piensa que está aquí para ser golpeado. Piensa que la carreta es un enorme objeto al cual está atado, de forma que no pueda escapar mientras se le golpea.