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– No… -susurra ella.

Él lo sabe, la niña rechaza con toda su alma la visión del mundo que él está ofreciendo. Ella quiere creer en la bondad, pero su creencia es indecisa, no tiene flexibilidad. El no siente piedad de ella. ¡Esto es Rusta!, tiene ganas de decirle, de imponerle las palabras a la fuerza, restregándoselas por la cara. En Rusia, nadie puede permitirse ser una flor delicada. En Rusia, para ser flor hay que ser una bardana o un diente de león.

– Un día, el capitán fue de visita. No es que fuera muy amigo de la tía de Pavel, pero de todos modos fue de visita, y llevó también a su hermana. Quizá hubiera estado bebiendo. Pavel no estaba en casa en ese momento.

»Otro visitante que había venido desde Moscú, un joven que no estaba al corriente de la situación, trabó conversación con María y logró que se mostrase más comunicativa. Puede que solamente lo hiciera por cortesía, pero tal vez lo hizo por maldad. María se excitó y su imaginación empezó a jugarle una mala pasada. Confió a este visitante que estaba comprometida o, como dijo ella, "prometida". "Y, dígame, ¿es su novio de la región?", preguntó el visitante. "Sí, es de por aquí cerca", repuso ella, dedicando a la tía de Pavel una sonrisa tímida y coqueta. Ten en cuenta que María era una mujer bastante alta, desgarbada, con voz estridente, de ninguna manera joven, ni mucho menos guapa.

»Para mantener las apariencias, la tía de Pavel tuvo que hacer como que la felicitaba, y fingió felicitar además al capitán. Este, cómo no, había montado en cólera con su hermana, y tan pronto llegaron a su casa, la golpeó sin misericordia.

– Entonces, ¿no era verdad?

– No, no era verdad nada más que en su imaginación. Y de pronto salió a la luz que el hombre con el que ella se había convencido de que se iba a casar era nada menos que Pavel. No tengo ni idea de dónde pudo sacar esa ocurrencia. A lo mejor es que un día él le sonrió, o puede que le hiciera un cumplido sobre su sombrero; Pavel era de corazón afable, y esa era una de sus cualidades más gratas, ¿verdad? Y ella tal vez se volviera a su casa soñando con él, y en un abrir y cerrar de ojos soñase que estaba enamorada de él y que él la correspondía con su amor.

Mientras habla, mira a la niña de soslayo. Está agitada, y por un instante incluso llega a meterse el pulgar en la boca.

– Puedes imaginarte cómo se lo pasaron en Tver a cuenta de María y de su pretendiente fantasma. Pero ahora deja que te hable de Pavel. Cuando Pavel se enteró de lo que se contaba, fue directamente a encargar un traje blanco muy elegante. Y en cuanto lo tuvo hecho fue a visitar a los Lebyatkin, con su traje blanco y con un ramo de flores, creo que eran rosas. Y aunque el capitán Lebyatkin no se lo tomó al principio de buen grado, Pavel lo conquistó enseguida. A María la trató con mucha consideración, con gran cortesía, como un perfecto caballero, aunque todavía no había cumplido veinte años. Siguió visitándoles durante todo el verano, hasta que se marchó de Tver para volver a Petersburgo. Fue una lección para todo el mundo, una lección de auténtica caballerosidad. Fue una lección también para mí. Así era Pavel. Y esa es la historia del traje blanco.

– ¿Y María?

– ¿María? María aún vive en Tver, al menos por lo que yo sé.

– Pero ¿lo sabe?

– ¿Que si sabe lo que le ha ocurrido a Pavel? Lo más seguro es que no.

– ¿Por qué se quitó la vida?

– ¿Tú crees que se quitó la vida?

– Mamá dice que se quitó la vida.

– Nadie se quita la vida, Matryosha. Uno puede poner su vida en peligro, pero nadie puede matarse de veras. Es más probable que Pavel decidiera correr un riesgo para averiguar si Dios lo amaba lo suficiente y si estaba dispuesto a salvarle. Hizo a Dios una pregunta: ¿me salvarás? Y Dios le dio su respuesta: No. Dios dijo: muere.

– ¿Dios lo mató?

– Dios dijo que no lo iba a salvar. Dios podría haberle dicho que sí, que lo salvaría, pero prefirió decir que no.

– ¿Por qué? -susurra.

– Él le dijo a Dios, si me amas, sálvame. Si estás ahí, sálvame. Pero solo encontró el silencio. Y dijo después: se que estás ahí. Me juego la vida a que me salvarás. Y Dios siguió sin decir nada. El añadió por muy callado que estés, sé que me oyes. Voy a correr el riesgo ¡ahora! E hizo su apuesta. Y Dios no apareció. Dios no intervino.

– ¿Por qué? -susurra de nuevo.

Él le sonríe con su fea sonrisa, torcida y barbuda.

– Pues ¿quien sabe? A lo mejor a Dios no le gusta que le tienten. Quizá el principio de que Dios no ha de ser tentado es mas importante para el que la vida de uno de sus hijos. O quizá la razón sea sencillamente que Dios anda algo duro de oído. A estas alturas. Dios debe de ser viejísimo, por lo menos tan viejo como el mundo, o tal vez mas. A lo mejor es duro de oído, a lo mejor también le falla la vista, tomo a cualquier viejo

Ella se siente derrotada. No hay más preguntas. Ahora está preparada, piensa él. Y da unas palmadas sobre la cama.

Cabizbaja, se acerca a el. El la abarca con un solo brazo, la siente temblar. Le acaricia el pelo, las mejillas. Por último, ella cede al impulso y, apretándose contra el, cerrando los puños bajo el mentón, solloza sin contenerse.

– No lo entiendo- solloza ¿Por que tema que morir?

A el le gustaría decirle no ha muerto, está aquí, yo soy él. Pero no puede.

Piensa en la semilla que siguió viviendo un tiempo en el cuerpo después de que cesara la respiración, sin saber aún que nunca iba a encontrar salida.

– Se que tú lo quieres- murmura él con aspereza. El lo sabe también. Tienes un gran corazón.

¿Si esa semilla pudiera haber sido arrebatada al cuerpo, aunque nada mas fuera una, y si se le hubiese dado un hogar?

Piensa en una pequeña estatua de terracota que vio en el museo etnográfico de Berlín, era Shiva, el dios indio, tendido de espaldas, muerto, azulado, mientras sobre él cabalgaba la imagen de una diosa terrible, de múltiples brazos y de ancha boca, de ojos fijos, en éxtasis cabalgaba sobre el para extraerle de dentro la divina semilla.

No le cuesta imaginar el éxtasis de esta criatura. Su imaginación parece no tener límites.

Piensa en un bebé helado, muerto, enterrado en un ataúd de hierro, bajo un montón de tierra nevada, a la espera del invierno, a la espera de la primavera.

La violación no va más allá, la niña amparada por su brazo, los cinco dedos de su mano, blancos y entumecidos, la sostienen por el hombro. Pero igual podría estar tendida, desnuda, abierta de piernas. Una de esas niñas que se entregan porque su inclinación natural no es otra que ser buenas, someterse. Piensa en las niñas prostitutas que ha conocido aquí y en Alemania, piensa en los hombres que buscan a esas niñas, porque bajo el maquillaje llamativo y bajo las ropas provocativas encuentran algo que los ultraja, una especie de inviolabilidad, una virginidad intacta. Así prostituye a la Virgen, suele decir ese hombre al reconocer el sabor de la inocencia en el gesto con que la niña se cubre los pechos con ambas manos para que él la vea, o en el movimiento con que separa los muslos. En el reducido cuarto, con sus olores rancios, ella despide un débil y desesperado aroma de primavera, de flores, que el no puede soportar. Deliberadamente, con los dientes apretados, le hace daño, y le hace daño otra vez, y otra, mirándolo en todo momento a la cara, en busca de algo que vaya más allá de una simple mueca, de un mero gesto de dolor en busca de esa mirada repentina, atónita, del ser que comienza a entender que su vida corre peligro.

La visión, el acceso, el rictus de la imaginación por fin termina. La apacigua por última vez, retira el brazo, encuentra una manera de estar con ella parecida a la de antes.