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– ¿No va a hacer una hornacina? -dice ella.

– No lo había pensado.

– Puede hacer una hornacina fácilmente, en esa esquina, con una vela. Luego, basta con poner su retrato. Si quiere, yo mantendré la vela encendida mientras usted no esté aquí.

– Una hornacina se hace para que permanezca por siempre, Matryosha. Y tu madre querrá alquilar el cuarto cuando yo me haya marchado.

– ¿Cuándo se va a marchar?

– Aún no estoy seguro -dice evadiéndose de la trampa que ella le tiende. El llanto por un ser querido, sobre todo por un niño, no termina nunca. ¿Es eso lo que quieres que diga? Pues lo digo. Es verdad.

Ya sea porque ella nota que ha cambiado de tono, o porque él le ha tocado la fibra más sensible, la niña se asusta notoriamente.

– Si tú murieses, tu madre te lloraría durante el resto de su vida. Y yo también- añade, sorprendiéndose enseguida por lo dicho.

¿Es verdad? No, aún no lo es, pero quizá esté a punto de serlo.

Entonces, ¿puedo encender una vela por él?

– Sí, claro que puedes.

– ¿Y puedo mantenerla encendida?

– Sí. Dime una cosa. ¿Por qué es tan importante la vela?

Incómoda, la niña se retuerce.

– Pues para que no esté a oscuras -dice por fin.

Es curioso, pero así es como algunas veces también lo ha imaginado él. Un barco en la mar, una noche tormentosa, un muchacho que cae al agua. Manotea entre las olas, se mantiene a flote como sea; el muchacho grita aterrorizado respira y grita, respira y grita después de que el barco que ha sido su hogar deje de serlo del todo.

A popa hay un farol en el que fija la vista, un ápice de luz en una desolación de agua y noche. Mientras alcance a ver esa luz, se dice, no estaré perdido.

– ¿Puedo encender la vela ahora? -pregunta ella-

– Como quieras Pero todavía no pondremos el retrato ahí. Todavía no.

Ella enciende una vela y la coloca bajo el espejo. Luego, con una confianza que a él le pilla totalmente desprevenido, vuelve a la cama y apoya la cabeza contra su brazo. Juntos contemplan la llama de la vela. Desde la calle llegan los ruidos de los niños que juegan abajo. Sus dedos se cierran sobre el hombro de la niña, la estrecha con fuerza hacia sí. Siente cómo se pliegan sus jóvenes huesos, uno sobre otro, tal como se pliega el ala de un ave.

8 Ivanov

Ingresa en el sueño tal como ingresa en el sueño cada noche, con la intención de hallar un camino que le lleve a Pavel. Solo que esta noche se despierta casi de inmediato, a lo que parece cuando oye una voz, una voz escueta hasta el punto de resultarle descarnada, que llama desde la calle ¡Isaev!, llama la voz una y otra vez, con paciencia.

El viento en los juncos, eso debe de ser, se dice, y vuelve a rodar agradecido por la pendiente del sueño. Es verano, sopla el viento en los juncos, el cielo está azul, moteado solamente por algunas nubes altas, y él va de paseo por la orilla del riachuelo, silbando, lleva un bastón en la mano con el que a veces acaricia perezosamente los juncos. El canto de unos pájaros tejedores. Se detiene, se queda quieto, a la escucha. También cesa el canto de las chicharras, solo se oye su respiración pausada y los juncos mecidos por el viento ¡Isaev!, llama el viento.

Se sobresalta y se despierta del todo. Es la hora más honda de la noche, la casa entera está en silencio. Se acerca a la ventana, mira la luz de la luna y las sombras, espera a que se oiga de nuevo la llamada. Y por fin la oye. Tiene el mismo tono, la misma extensión, la misma inflexión que la palabra que aún le resuena en los oídos, pero no es una voz humana. Es el desdichado gemir de un perro.

No es Pavel, pues, que llama para ser recogido; no es más que algo que no le incumbe, un perro que aúlla llamando a su padre. Bien, pues que sea el padre del perro, quien quiera que sea, el que salga a desafiar el frío y las tinieblas para tomar en brazos a ese niño grosero y maloliente. Que sea él quien lo apacigüe, quien le cante nanas para arrullarle y adormecerlo.

El perro vuelve a aullar. Nada remite a las llanuras desiertas, a la luz plateada, es un perro, no un lobo. Es un perro, no su hijo ¿Por lo tanto? Por lo tanto, tiene que sobreponerse a este letargo! Como no es su hijo, no debe volver a la cama, sino vestirse y responder a esa llamada. Si acaso espera que su hijo llegue a él como un ladrón envuelto por la noche, y si solamente atiende la llamada del ladrón, no lo verá nunca. Si cuenta con que su hijo hable con la voz de lo inesperado, nunca lo oirá. Mientras espere lo que no se espera, lo que no se espera no llegará. Por lo tanto una paradoja dentro de otra, la oscuridad envuelta por las tinieblas, debe responder a lo que no se espera.

Desde el tercer piso le había parecido que sería fácil encontrar al perro, pero cuando llega a la calle se siente confuso ¿Venían los aullidos de la izquierda o de la derecha? ¿No vendrían quizá del patio de uno de los edificios próximos? ¿De qué edificio? ¿Y qué de los aullidos, que ahora parecen no solo más cortos, más graves, sino también de un timbre diferente, casi como si ni siquiera fuesen los mismos, sino tal vez otros gritos?

Busca por aquí y por allá, hasta que encuentra el callejón que utilizan los barrenderos por las noches. En un recoveco del callejón por fin encuentra al perro. Está atado a una cañería por una frágil cadena, la cadena se le ha enredado en una de las patas delanteras, y tira de ella con torpeza cada vez que se tensa. Cuando se aproxima, el perro se retira todo lo que puede, gimiendo sin cesar. Aplana las orejas, se postra, se tumba de espaldas. Es una perra. Se inclina sobre ella y desenrolla la cadena. Los perros olfatean el miedo, pero incluso con el frío que hace nota él ese terror fétido del perro. Le acaricia detrás de la oreja. Aún de espaldas, tímidamente le lame la mano.

¿Será esto lo que tendré que hacer durante el resto de mis días?, se pregunta. ¿Mirar a los ojos a los perros y a los mendigos?

El perro se pone en pie de un brinco. Aunque no le caen bien los perros, de este no se aparta, sino que se agacha y deja que con su lengua húmeda y cálida le lama la cara, las orejas, la sal acumulada en su barba.

Le hace una última caricia y se pone en pie. A la luz de la luna ya no distingue su cara vigilante. El perro da tirones de la cadena, gime ansioso por verse suelto. ¿Quién habrá sido capaz de encadenar a un perro en la calle, en una noche como esta? No obstante, él no lo suelta. Por el contrario, bruscamente se da la vuelta y se marcha, perseguido por los aullidos desamparados.

¿Por qué a mí?, piensa al marcharse apresurado. ¿Por qué tengo que soportar yo las pesadas cargas de este mundo? Por lo que atañe a Pavel, si no va a poder tener nada más, que al menos se quede con su muerte para él solo, que su muerte no le sea arrebatada y convertida en una ocasión para la reforma de su padre.

De nada sirve. Su razonamiento -especioso, despreciable- no le convence ni por un momento. La muerte de Pavel no pertenece a Paveclass="underline" eso no es más que una mala pasada que le juega el lenguaje. Mientras siga aquí, la muerte de Pavel es su muerte. Allí adonde vaya lleva a Pavel consigo, como un niño azulado por el frío. («¿Quién ha de salvar al niño azulado?», le parece oír en su interior, y son palabras quejumbrosas que vienen no sabe de dónde, en una voz cantarina, de campo).

Pavel no dirá nada, no le dirá desde luego qué hacer. «Levanta eso que es lo último y al menos acarícialo»: si supiera que esas palabras vienen de Pavel, las obedecería sin pensarlo dos veces. Eso es que es lo último: ¿es lo último ese perro abandonado al frío? ¿Es el perro eso que ha de liberar y llevarse consigo, cuidar y acariciar, o es acaso el asqueroso mendigo borracho del abrigo desastrado que se resguarda bajo el puente? Le inunda una terrible desesperanza que está relacionada, aunque no sepa como, con el hecho de que no tiene ni idea de la hora que es, aunque su meollo sea la creciente certeza de que ya nunca saldrá en plena noche para atender la llamada de auxilio de un perro, de que esa oportunidad de abandonarse tal como es ahora y de convertirse en lo que podría llegar a ser ya ha pasado sin que la aprovechase. Soy el que soy, piensa con desesperación, estoy encadenado a mí hasta el día en que me muera. No sé qué fue lo que aleteó hacia mí, pero fui indigno, y ahora se ha retirado y ha vuelto allá de donde vino.