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– ¡Excelente! Ustedes lo hacen, y punto. ¿Y de dónde obtienen sus instrucciones, me pregunto yo? ¿Obedecen acaso a la voz del pueblo, u obedecen a su propia voz, tenuemente disfrazada, eso sí, para que no sea obligatorio reconocerla?

– ¡Otra pregunta inteligente! ¡Otra pérdida de tiempo! Estamos hartos, asqueados de la inteligencia. Están contados los días que le restan a la inteligencia. La inteligencia es una de las cosas de las que hay que deshacerse. Llega el día de la gente de a pie, y la gente de a pie no se distingue por ser inteligente. La gente de a pie lo que quiere es que se hagan las cosas. Y en cuanto estén hechas las cosas, será la gente de a pie la que decida qué será cada cosa, y también decidirá si va a estar permitida esa inteligencia.

– ¡Y decidiremos si los libros inteligentes y todas esas cosas van a estar permitidas! -La finesa se suma a la conversación bastante enardecida, excitada incluso.

¿Será posible, piensa con profundo disgusto, que Pavel haya sido amigo de personas como estas, capaces de darse esas ínfulas, siempre ansiosas de azotarse hasta alcanzar ese frenesí de superioridad moral? Ese lugar es como un convento en España en tiempos de Loyola: muchachas de buena familia que se autoflagelan, que se echan a rodar por el suelo presas del éxtasis, que babean sin contenerse, o que ayunan, que rezan durante un sinfín de horas, que aspiran a ser llevadas a los brazos del Salvador. Extremistas todos ellos, sensualistas hambrientos del éxtasis de la muerte, matar o morir, lo mismo da una cosa que otra. ¡Y Pavel entre ellos!

Le estalla de pronto en las manos la idea del último momento de Pavel, del cuerpo de un joven de sangre caliente, de un ser en lo mejor de la vida, al chocar contra la tierra; la idea del aliento contenido en los pulmones, del quebrarse de los huesos, la sorpresa, sobre todo la sorpresa ante el hecho de que el final fuese real, de que no hubiese una segunda oportunidad. Por debajo de la mesa se retuerce las manos presa de esa agonía. Un cuerpo que golpea la tierra: ¡la muerte, la medida de todas las cosas!

– Demuéstreme… -dice-. Demuéstreme lo que dice sobre Pavel.

Nechaev se acerca más a él.

– Lo llevaré si quiere al lugar de los hechos. Le ofrece, y separa cada palabra con nitidez-. Le llevaré al lugar de los hechos y allí le abriré los ojos.

En silencio, se pone en pie y se tambalea camino de la puerta. Encuentra la escalera y desciende, pero se pierde al llegar al callejón. Llama al azar a la primera puerta que ve. No hay respuesta. Llama a otra puerta. Le abre una mujer de aspecto cansino, en zapatillas, y se hace a un lado para dejarlo entrar.

– No -dice-. Solo quiero saber por dónde se sale.

Sin añadir palabra, ella cierra la puerta.

Desde el final del corredor llega el zumbido de las voces. Hay una puerta abierta; entra en una estancia de techos tan bajos que parece una jaula. Se encuentra a tres jóvenes sentados en sendos sillones; uno de ellos lee en voz alta un periódico. Se hace el silencio.

– Estoy buscando la salida -dice.

– Tout droit -contesta el que está leyendo, con un gesto para que desaparezca, antes de volver a su periódico. Lee la relación de una escaramuza entre estudiantes y gendarmes delante de la Facultad de Filosofía. Levanta la mirada y comprueba que el intruso no se ha movido-. ¡Tout droit, tout droit! -le ordena. Sus compañeros se ríen.

Entonces aparece a su lado la finesa.

– Cielos, mete usted las narices en los sitios más raros -le comenta al parecer de muy buen humor. Lo toma del brazo y lo guía como si él fuese ciego, primero bajando otras escaleras, luego por un corredor sin iluminar, atestado de cajas de todos los tamaños, hasta llegar a un portón de barras que abre con facilidad. Están en la calle. Ella le tiende la mano-. Así pues, tenemos una cita -le dice.

– No. ¿Qué cita tenemos?

– Espere en la esquina de Gorojovaya con la Fontanka esta noche a las diez en punto.

– No pienso estar allí, se lo aseguro.

– Muy bien, pues no vaya. Quién sabe, a lo mejor sí que va. ¿No tiene usted sentimientos de familia? No pensará traicionarnos, ¿verdad que no?

Ella le ha hecho la pregunta en broma, como si él no tuviese realmente el poder de perjudicarles en modo alguno.

– Se lo digo, ya sabe usted, porque hay quien dice que usted nos traicionará pase lo que pase -prosigue-. Hay quien dice que usted es traicionero por naturaleza. ¿Qué piensa al respecto?

Si tuviese un bastón, la golpearía. Pero solo con las manos, piensa, ¿en qué parte se golpea un cuerpo tan redondo, tan obtuso?

– De nada sirve tener conciencia de la propia naturaleza, ¿no? -sigue ella en tono de reflexión-. Quiero decir que la naturaleza siempre nos lleva adelante, sin que importe gran cosa que nosotros lo sepamos o que lo desconozcamos. ¿De qué sirve colgar a una persona si su delito está en su naturaleza? Sería como colgar al lobo por haber devorado al cordero. Eso no cambiará la naturaleza de los lobos, ¿verdad que no? Y colgar al hombre que traicionó a Jesús tampoco sirvió de nada, ¿a que no?

– A ese no le colgó nadie -replica él con irritación-. Se ahorcó él solo.

– Lo mismo da. No sirve de nada, ¿se da cuenta? Quiero decir que es igual que lo cuelguen o que se ahorque él solo.

Algo terrible empieza a asomar al fondo de esta cháchara.

– ¿Quién es Jesús? -pregunta con dulzura.

– ¿Jesús? Cae la noche; son las dos únicas personas que hay en esa bocacalle fría y desangelada. Ella lo mira con incredulidad-. ¿No sabe usted quién es Jesús?

– Cuando dice que yo soy Judas, ¿quién es Jesús?

Ella sonríe.

– No es más que una manera de hablar -dice. Y luego, como si hablase para sus adentros, añade-: No entienden nada. -Vuelve a tenderle la mano-. A las diez en punto en la Fontanka. Si no va nadie a reunirse con usted, es que algo ha ocurrido.

Él rechaza la mano que ella le tiende y echa a andar. A sus espaldas, oye una palabra medio susurrada ¿Qué palabra es? ¿Judío? ¿Judas? Sospecha que es Judío. Extraordinario: ¿piensan entonces que esa palabra viene de ahí? ¿Y por qué ese fastidioso prurito que le conmina a no tocarla? ¿Será porque ella puede haber conocido a Pavel, porque de hecho lo ha conocido muy bien, carnalmente incluso? ¿Son las mujeres compartidas en común por Nechaev y los demás? Le cuesta trabajo imaginar a esa mujer como propiedad del común. Es más probable que sea ella la que tiene a los hombres en común. Incluso a Pavel. Se resiste a esa idea, pero luego cede. Ve a la finesa desnuda, entronizada en un lecho de cojines color escarlata, sus gruesas piernas separadas, sus brazos abiertos para que se vean bien los pechos y un vientre rotundo, sin vello, a duras penas maduro. Y ve a Pavel de rodillas, listo para ser cubierto y consumido.

Se sacude para librarse de la idea. ¡Envidiosas imaginaciones! Un padre igual que una vieja rata gris se arrastra en pos de la escena amorosa, solo por ver qué queda para él. Sentado sobre el cadáver, a oscuras, aguza el oído, royendo, atento, royendo. ¿Será esa la razón de que las escuadrillas de la policía persigan tan vengativamente a la juventud libre de Petersburgo, con Maximov, el buen padre, la gran rata, al frente de todas ellas?

Recuerda el comportamiento de Pavel después de su matrimonio con Anya. Pavel tenía diecinueve años y se obstino sin embargo en no aceptar que ella, Anna Grigoryevna, se acostara en lo sucesivo en el lecho de su padre. Durante el año en que vivieron todos juntos, Pavel sostuvo la ficción de que Anya no era más que la compañera de su padre, tal como una mujer ya vieja puede tener a una compañera, una persona que se ocupa de la casa, hace la compra, se encarga de la colada. Cuando el anunciaba, quizá después de una partida de cartas, que se iba a dormir, Pavel no permitía que Anya lo siguiera de inmediato, la retaba a otras ondas («¡Solo los dos!») e incluso se negaba a entender cuando ella, sonrojada intentaba retirarse («¡Esto no es el campo, no tienes que madrugar para ordenar a las vacas!»)