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Vuelve a decirse: ahora he de callar, solo que esas palabras secas y mortales siguen viniéndole a los labios. Sabe que ha perdido el contacto que le unía a ella.

Ese mismo daimon tuvo que estar en Pavel. Si no, ¿por qué habría respondido Pavel a su llamamiento? Es grato pensar que Pavel no era de talante vengativo. Es grato pensar bien de los muertos. Pero eso a él solo le adula. No nos pongamos sentimentales; en la vida de cada día fue tan vengativo como cualquier otro joven.

Ella se ha puesto en pie. Él cree saber qué palabra va a decir ella; aunque solo sea por las formas, está listo para defenderse. Se hace pasar por el padre de Pavel, pero yo no creo que le quisiera… Es lo que se está esperando. Pero se equivoca.

– Yo no sé nada de ese anarquista, de ese Nechaev dice ella-, pero a medida que le escucho hablar, se me hace difícil saber cuál de los dos, Nechaev o usted, desea más que Pavel perteneciese a ese partido de la venganza. Yo no soy nada de Pavel, no soy su madre, ni mucho menos, pero a él y a su memoria les debo mi protesta. Nechaev y usted deberían librar sus pugnas sin arrastrarlo a él a la pelea.

– Nechaev no es un anarquista. Ese es el error que comete todo el mundo. Es otra cosa muy distinta.

– Anarquista, nihilista o lo que sea, ¡no quiero oír ni una palabra más! ¡No quiero que las luchas intestinas y el odio se adentren en mi casa! ¡Bastante alterada está ya Matryona; no quiero que se contagie más de todo esto!

– No es anarquista ni tampoco nihilista -prosigue él con terquedad. Al ponerle etiquetas, se le escapa lo que tiene de único. Él no actúa en nombre de las ideas; actúa cuando siente que la acción se le agita en el cuerpo. Es un sensualista, un extremista de los sentidos. Aspira a vivir en un cuerpo al límite de la sensación, al límite del conocimiento corporal. Por eso puede decir que todo está permitido. ¿Por qué iba a decir tal cosa si no fuera tan indiferente a la hora de explicarse a sí mismo?

Hace una pausa; de nuevo cree saber qué quiere decirle ella. Mejor dicho, sabe qué quiere decirle, aunque ella no lo sepa: ¿ Y usted? ¿ Tan distinto se cree?

– ¿Por qué cree que escoge el hacha? -sigue diciendo-. Si se para a pensar en el hacha, en lo que significa…

Alza las manos en un gesto de desesperación. No acierta a encontrar con decencia las palabras adecuadas. El hacha, el instrumento de la venganza del pueblo, el arma del pueblo, tosca, pesada, incontestable… oscila gracias al peso del cuerpo que la empuña, un cuerpo y un peso vital de odio y de resentimiento, almacenados en ese cuerpo, balanceados con siniestro placer.

Se hace el silencio entre ellos.

– Hay personas a quienes las sensaciones no les llegan por medios naturales -dice por fin, más ponderado-. Así se me presenta Sergei Nechaev desde el principio un hombre que, por ejemplo, no podría mantener una relación natural con su mujer. Me pregunté incluso si no sería eso lo que está detrás de sus múltiples resentimientos. Pero tal vez así haya de ser en el futuro: ya no se tendrán sensaciones por los medios de antaño. Esos medios se habrán agotado del todo. Me refiero al amor. Habrá quedado gastado, agotado. Y habrá que encontrar nuevos medios.

– Ya basta -dice ella-. No quiero hablar más. Son más de las nueve. Si tiene la amabilidad de irse… Él se pone en pie, inclina la cabeza, se marcha.

A las diez en punto acude a la cita en la Fontanka. Sopla un viento huracanado, llueve a ráfagas y se erizan las negras aguas del canal. Las farolas del muelle desierto crujen en un nervioso concierto de aldabeos discordantes. De los tejados y de las alcantarillas llega el gorgoteo del agua.

Se refugia en un portal; se siente cada vez más irritado. Si se resfría, piensa, será la gota que colme el vaso. Y se resfría con facilidad. Igual que Pavel desde que era niño. ¿Llegó a resfriarse Pavel alguna vez mientras vivió con ella? ¿Le cuidó ella misma, o dejó sus cuidados en manos de Matryona? Se imagina a Matryona entrando en el cuarto con un vaso humeante de té con limón, paso a paso, para que no se derrame ni una gota; se imagina a Pavel sonriendo, su cabello negro revuelto sobre la blanca almohada. «Gracias, hermanita», dice Pavel con ronca voz de adolescente. ¡Una vida de adolescente, del todo normal! Como no hay nadie que le oiga, agacha la cabeza y gime como un buey enfermo.

Entonces se la encuentra delante, lo inspecciona con curiosidad… no Matryona, sino la finesa.

– ¿No se encuentra usted bien, Fiodor Mijailovich?

Avergonzado, niega con un gesto.

– Pues venga -le dice.

Lo guía hacia el oeste, tal como él se temía, siguiendo el canal hacia el Muelle Stolyarny y hacia la vieja chimenea de la fundición. Subiendo el tono de voz para hacerse oír a pesar del viento, ella charla amistosamente.

– ¿Sabe usted, Fiodor Mijailovich? -dice-. No se ha hecho usted justicia al hablar hoy del pueblo tal como le oímos hablar. Nos ha decepcionado usted, teniendo en cuenta su formación, su pasado… A fin de cuentas, usted tuvo que ir desterrado a Siberia por sus convicciones. Lo respetarnos por eso. Hasta Pavel Alexandrovich lo respetaba. No debería permitirse estas recaídas…

– ¿Pavel también?

– Sí, también Pavel. Usted sufrió en sus tiempos, y ahora también Pavel se ha sacrificado. Tiene todo el derecho del mundo a llevar la cabeza bien alta; puede estar orgulloso de él.

Parece muy capaz de charlar animada y despreocupadamente a la vez que camina muy deprisa. Él en cambio nota enseguida un dolor agudo en el costado; le cuesta trabajo respirar.

– Más despacio -jadea.

– ¿Y usted? -dice por fin-. ¿Qué me dice de usted?

– ¿Sobre qué?

– ¿Qué me dice de usted? ¿Podrá llevar la cabeza bien alta en el futuro?

Ella se acaba de parar bajo una farola que se balancea enloquecidamente. La luz y la sombra juegan sobre su cara. Estaba muy equivocado al quitarle entidad, al pensar que no era más que una niña jugando a los disfraces. A pesar de su cuerpo sin contornos precisos, descubre ahora en ella una distante feminidad.

– Yo no cuento con estar aquí demasiado tiempo, Fiodor Mijailovich -dice-. Y tampoco cuenta con durar mucho Sergei Gennadevich. Ni ninguno de nosotros. Lo que le pasó a Pavel nos puede pasar a todos en cualquier momento. Yo que usted no haría bromas. Si se ríe de nosotros, no lo olvide, también se está riendo de Pavel.

Por segunda vez en lo que va de día tiene ganas de golpearla. Y salta a la vista que ella percibe esa ira; lo cierto es que estira el mentón y lo mira como si le retase a intentarlo. ¿Por qué está tan irascible? ¿Qué le está ocurriendo? ¿Está empezando a ser uno de esos viejos incapaces de controlar su temperamento? ¿O es algo aún peor, es decir, que ahora que su sucesión se ha extinguido se ha convertido no solo en un viejo, sino también en un fantasma, en un espíritu iracundo y desenfrenado?

La chimenea del Muelle Stolyarny está en pie desde que fue construida la ciudad de Petersburgo, pero hace mucho tiempo que no se utiliza. Aunque hay un letrero que prohíbe el paso, se ha convertido en uno de los sitios preferidos por los chavales más osados de la vecindad, que trepan por una espiral de asideros de hierro clavados por fuera, primero hasta el horno de la fundición, a unos treinta o cuarenta metros sobre el suelo, y luego mucho más arriba, hasta lo alto de la chimenea de ladrillo.

Las grandes puertas claveteadas están cerradas a cal y canto, pero la portezuela de atrás ha sido derribada a patadas, hace mucho tiempo, por estos vándalos. A la sombra de esta entrada les espera un hombre. Saluda a la finesa en un murmullo; ella le sigue dentro.

El aire huele a excrementos y a argamasa enmohecida. De lo oscuro les llega un apagado chorro de obscenidades. El hombre enciende un fósforo con el que prende un farol. Casi bajo sus pies hay tres personas apiñadas en un jergón. Él aparta la mirada.