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Se aferra a la balaustrada y mira ahí abajo, la oscuridad que cae en picado. Entre aquí y ahí, una eternidad, un tiempo tan inmenso que la mente no lo aprehende. Entre aquí y ahí Pavel estuvo vivo, más vivo que nunca. Vivimos más intensamente mientras nos precipitamos al vacío; es una verdad que le atenaza el corazón.

– Si no quiere creerlo, no lo creerá nunca -repite Nechaev.

Creer otra palabra más. ¿Qué significa eso de creer? Creo en el cuerpo sobre el suelo, allá abajo. Creo en la sangre y en los huesos. Alzar el cuerpo destrozado y abrazarlo: eso significa creer. Creer y amar: es una y la misma cosa.

– Creo en la resurrección-dice. Son palabras que le salen de dentro sin premeditación. El tono de locura y las ganas de echar pestes han desaparecido de su voz. Al decir esas palabras, al oírlas, siente una pronta alegría, no tanto por las palabras en sí mismas cuanto por el modo en que han llegado a él, por el modo en que las ha dicho como si las dijera otro. ¡Pavel!, piensa.

– ¿Qué? -Nechaev se acerca más a él.

– Creo en la resurrección de la carne y en la vida eterna.

– No es eso lo que le he preguntado.

El viento arrecia con tal potencia que el joven ha de gritar. Su capote le azota los flancos; se agarra con más fuerza para enderezarse.

– ¡Da igual, es lo que yo digo!

Aunque pasa de la media noche cuando llega a casa, Anna Sergeyevna le ha esperado. Sorprendido por su preocupación, le habla del encuentro en el muelle, le refiere las palabras de Nechaev en la chimenea. Le pide entonces que le repita una vez más qué pasó la noche en que murió Pavel. ¿Está del todo segura, por ejemplo, de que Pavel murió en el muelle?

– Eso es lo que me dijeron -responde ella-. ¿Qué otra cosa iba a creer? Pavel salió a primera hora de la noche sin decir adonde iba. A la mañana siguiente llegó un mensaje: había sufrido un accidente, me esperaban en el hospital.

– Pero ¿cómo supieron que debían informarle a usted?

– Por los papeles que encontraron en sus bolsillos.

¿Y entonces?

– Fui al hospital y lo identifiqué. Luego se lo hice saber al señor Maykov.

– Pero ¿qué explicación le dieron?

– No me dieron explicación alguna; fui yo la que tuve que darles explicaciones. Tuve que ir a la comisaría de policía y responder a sus preguntas: quién era, dónde vivía su familia, cuándo lo vi por última vez, cuánto tiempo vivió con nosotras, quiénes eran sus amigos, etcétera, etcétera. Todo lo que accedieron a decirme fue que ya estaba muerto cuando lo encontraron, y que había ocurrido en el Muelle Stolyarny. Ese fue el mensaje que yo envié al señor Maykov. No sé qué es lo que él le dijo.

– Él utilizó la palabra desventura. No cabe duda de que había hablado con la policía. Desventura es la palabra que emplean para designar el suicidio. Fue un telegrama, así que no pudo explayarse.

– Eso es lo que yo entendí. Quiero decir que eso entendí que había ocurrido. En cambio, nunca pude entender por qué lo hizo, si es que realmente lo hizo. A nosotras no nos advirtió de nada. No hubo el menor atisbo de lo que iba a ocurrir.

– Una última pregunta. ¿Qué ropa llevaba aquella noche? ¿Llevaba algo que le hubiese llamado la atención?

– ¿Cuando salió de la casa?

– No, cuando lo vio usted… después.

– No lo sé, no recuerdo. Había una sábana. Y no quiero hablar de eso. Pero parecía en paz, eso sí quiero que lo sepa.

Él le da las gracias de todo corazón, y ahí termina el intercambio de pareceres. Sin embargo, cuando se encuentra en su cuarto no consigue dormir. Recuerda el retrasado telegrama de Maykov (¿por qué le costó tanto remitirlo?). Fue Anya quien lo abrió; fue Anya quien acudió a su estudio y quien pronunció las palabras que incluso esta misma noche le resuenan en la cabeza como mortecinas campanas, cada una de las cuales repica con todo su peso inapelable: «Fedya, Pavel ha muerto».

Él tomó el telegrama con sus propias manos, lo leyó una y otra vez, se quedó mirando la ridícula hoja azulada, procurando que aquellas palabras en francés dijeran algo distinto de lo que decían. Muerto, ido para siempre de un mundo de luz a la cárcel del pasado, sin posibilidad de regreso. Y el funeral ya se había llevado a cabo. Las cuentas estaban zanjadas, ajustadas las cuentas con la vida, cerrado el libro. La versión definitiva, como suelen decir los impresores.

Mésaventure: la palabra cifrada de Maykov. Suicidio. ¡Y ahora Nechaev pretende decirle lo contrario! Se siente inclinado de todo corazón a no creer en Nechaev, a dejar que la versión oficial siga en pie. ¿Y por qué? ¿Porque detesta a Nechaev, tanto su persona como su doctrina? ¿Porque quiere guardar a Pavel, siquiera sea retrospectivamente, lejos de sus garras? ¿O tiene acaso un motivo más mezquino, como el de esquivar mientras sea posible el imperativo de que haga justicia a su hijo?

No en vano reconoce en sí una inercia de la cual la muerte de Pavel no es más que la causa inmediata. Está haciéndose viejo; cada día que pasa se va convirtiendo en lo que sin duda será definitivamente: un anciano en un rincón, sin otra cosa que hacer aparte de repasar las páginas en que estén anotadas sus pérdidas.

Soy yo quien ha muerto y quien fue enterrado, piensa. Es Pavel el que vive y el que siempre ha de vivir. Lo que ahora me esfuerzo por hacer es solo comprender qué forma es esta en la que he regresado de la tumba.

Recuerda a un convicto al que conoció en Siberia, un hombre alto, encorvado y gris, que había violado y estrangulado a su hija, una niña de doce años. Lo habían encontrado después de cometer el crimen, sentado a la orilla del estanque de los patos, con el cuerpo inerte en sus brazos. Se había entregado sin resistencia, insistiendo únicamente en llevarse a la niña muerta en brazos, para dejarla tendida sobre una mesa, en su casa; todo esto lo hizo, según se contaba, con infinita ternura. Despreciado por los demás prisioneros, no hablaba con nadie. Por las noches se sentaba en su litera con una apacible sonrisa en sus labios, que movía a la vez que leía los Evangelios. Con el tiempo, cualquiera hubiese supuesto que el ostracismo remitiría, que su contrición sería aceptada. Pero siguió siendo despreciado y rechazado, no tanto por un crimen cometido veinte años antes, cuanto por aquella sonrisa, en la que había algo tan taimado y tan demente que helaba la sangre del que la veía. Esa misma sonrisa, se decían unos a otros, de cuando hizo lo que hizo: en su corazón no ha cambiado nada.

¿Por qué se le presenta ahora esa imagen de un hombre a la orilla del agua, con la niña muerta en brazos, una niña amada hasta el exceso, una niña que fue objeto de tal intimidad que ya no le estuvo permitido vivir? Una ternura homicida, un tierno instinto homicida. El amor es vuelto del revés como un guante, y quedan a la vista las feas costuras de su interior. ¿De qué están hechas las costuras del amor? Invoca una vez más la imagen del hombre, lo mira con atención a la cara concentrándose no en los ojos, que tiene cerrados como si estuviera en trance, sino en la boca, que se mueve de modo inapreciable. No es una violación, es rapiña. ¿Es eso? Los padres que devoran a sus hijos, que los crían bien para comérselos después y saborearlos cuando estén en sazón. Delicias.

¿Explica eso el ánimo vengativo de Nechaev, el que sus ojos se hayan abierto y hayan visto a los padres sin tapujos, a la bandada de padres cuyo apetito ya no disimulan? ¿Qué clase de hombre será el viejo Nechaev, el padre Gennady? Cuando un día reciba la noticia, y sin duda así ha de ser, de que su hijo ya no existe, ¿se sentará en un rincón a llorar, o sonreirá en secreto?