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Tiene una visión de Anna Sergeyevna que resulta cruda por su sensualidad manifiesta. Tiene las enaguas levantadas, de modo que por debajo quedan los pechos desnudos. Él se encuentra entre sus piernas: los largos y pálidos muslos de ella lo estrechan. Tiene la cara ladeada, los ojos cerrados, respira jadeando. Aunque el hombre que copula con ella no es otro que él mismo, de algún modo él lo ve todo como si estuviera junto a la cama. Son los muslos de ella los que dominan la visión: sus manos se curvan en torno a ellos, él se los aprieta contra los flancos.

– Venga, acábate lo que tienes en el plato -apremia la madre a su hija.

– No tengo hambre, me duele la garganta -se queja Matryona. Juguetea con la comida un momento más, luego la aparta a un lado.

Él se pone en pie.

– Buenas noches, Matryosha. Espero que mañana te encuentres mejor.

La niña no se toma la molestia de contestar. Él se retira, la deja en posesión del campo.

Reconoce la fuente de la visión: una postal que hace años compró en París y que destruyó junto al resto de su colección de postales eróticas cuando se casó con Anya. Una jovencita de largo cabello negro que yacía bajo un hombre bigotudo. amor gitano, decía la leyenda con mayúsculas alambicadas. Sin embargo, las piernas de la muchacha eran gruesas en la postal, y sus carnes fláccidas; vuelta hacia el hombre (que se sostenía erguido con rigidez sobre los brazos), su cara parecía desprovista de toda expresión. Los muslos de Anna Sergeyevna, de la Anna Sergeyevna que él recuerda, son más esbeltos, más fuertes; hay algo que parece decidido en su forma de aferrarlo, algo que él relaciona con el hecho de que no sea una jovencita, sino una mujer madura, ávida. Madura plenamente, y por tanto abierta (esa es la palabra que se insinúa con insistencia) a la muerte. Un cuerpo en sazón, listo para la experiencia, pues sabe que no por siempre ha de vivir. Es un pensamiento excitante, pero también perturbador. A esos muslos les da igual quién se encuentre apresado entre ellos; visto desde arriba, desde un lado de la cama, el hombre de la imagen es y no es él.

Hay una carta sobre su cama, apoyada contra la almohada. Por un instante piensa despavorido que es de Pavel, que se ha materializado en el cuarto. Pero la letra es de la niña. «He intentado dibujar a Pavel Aleskandrovich», dice (con la falta al escribir el nombre), «pero no me sale bien. Si quieres, colócalo en la hornacina. Matryona.» En el reverso hay un dibujo a lápiz, algo desvaído, de un joven con la frente despejada y los labios carnosos. El dibujo es tosco, la niña no sabe aplicar sombras; no obstante, en la boca, y particularmente en la mirada osada, ha logrado captar a Pavel.

– Sí -susurra-, sí, lo pondré en la hornacina.

Se lleva la imagen a los labios, la apoya contra la palmatoria y enciende una nueva vela.

Sigue mirando la llama cuando una hora más tarde llama a la puerta Anna Sergeyevna.

– Le traigo su ropa limpia -dice.

– Pase, siéntese.

– No, no puedo. Matryosha está inquieta; creo que no está nada bien.

No obstante, toma asiento al borde de la cama.

– Nos tienen firmes los dos, estos hijos nuestros -comenta él.

– ¿Que nos tienen firmes?

– Velan por nuestra moral. Nos tienen separados.

Es un alivio que no esté la mesa del comedor entre ambos. También la vela aporta una reconfortante placidez.

– Lamento que tenga que marcharse-dice ella, pero tal vez sea mejor que se marche de esta triste ciudad. Tal vez sea lo mejor para usted y también para su familia.

– Estarán echándole de menos. Y usted también les echará de menos.

– Cuando regrese, seré una persona distinta. Mi mujer no me reconocerá. O sí, pensará que me conoce, pero estará equivocada. Preveo que serán tiempos difíciles para todos. Yo estaré pensando en usted. ¿Cómo la llamaré en mis pensamientos? Mi mujer también se llama Anna, ya ve.

– Ese es mi nombre antes de que fuera el suyo -responde ella de modo cortante, sin ánimo de jugar. De nuevo lo ve con claridad meridiana: si ama a esta mujer, es en parte por no ser joven. Ya ha cruzado una línea a la que aún ha de llegar su esposa. Puede o no puede serle más querida, pero definitivamente está más cerca de él.

Regresa el tira y afloja indudablemente erótico, pero con más fuerza que nunca. Hace una semana, estaban los dos abrazados en esa misma cama. ¿Es posible que ella no esté pensando en eso ahora mismo?

Él se inclina y le deposita la mano sobre el muslo. Con la colada aún sobre el regazo, ella inclina la cabeza. Él se acerca más. Entre el índice y el pulgar la sujeta por el cuello, acerca el rostro al suyo. Ella eleva la mirada: por un instante, a él le parece mirar a los ojos de un gato, un gato cauteloso, apasionado, codicioso.

– Debo irme murmura-ella. Se suelta con un movimiento y se va.

La desea ardientemente. Más aún: la desea, pero no en esa estrecha cama de niño, sino en la cama de viuda que tiene en la habitación contigua. La imagina así al verla tendida junto a su hija, con los ojos muy abiertos y relucientes. Por vez primera se da cuenta de que pertenece a un tipo de mujer sobre el cual nunca ha escrito en sus libros. Las mujeres a las que está acostumbrado no carecen de intensidad propia, aunque sea una intensidad de piel y de nervio. Las sensaciones que tienen son intensas, eléctricas, inmediatas: acontecen en la superficie. En cambio, con ella se adentra en un cuerpo que sangra, un cuerpo visceral, cuyas sensaciones tienen lugar en lo más profundo.

¿Será un rasgo que pueda trasladarse a otras mujeres, cultivarse en otras? ¿En su esposa, por ejemplo? ¿Existe acaso una cualidad de la sensación que tiene ahora libertad de hallar en otras, tras haberla hallado en ella?

¡Qué traición!

Si tuviera mayor confianza en su dominio del francés, canalizaría esta perturbadora excitación a través de uno de esos libros que no pueden publicarse en Rusia, un libro de los que se pueden dar por terminados de un tirón, en dos o tres semanas, incluso sin copista, diez seudónimos diferentes, trescientas páginas. Un libro de la noche, en el que todos los excesos fueran representados y ningún límite se respetase. Un libro que jamás fuese relacionado con él. Remitiría el manuscrito por correo, de Dresde a París, a Paillard, para que fuera impreso clandestinamente y vendido luego bajo cuerda en la orilla izquierda del Sena Memorias de un noble ruso, un libro que Anna Sergeyevna, su verdadera engendradora, nunca llegase a ver, con un capítulo en el que el noble que redacta sus memorias lee en voz alta a la joven hija de su amante un relato sobre la seducción de una joven, en el que él mismo surge con creciente claridad como auténtico seductor. Un relato repleto de detalles íntimos y alusiones psicológicas que en modo alguno seduce a la hija y que, por el contrario, la aterra: le perturba, le quita el sueño, la lleva a dudar tanto de su pureza que tres días después se entrega a él desesperada, de forma infinitamente vergonzosa, de una forma tal como nunca hubiera podido concebir una niña, a no ser que la historia de su propia seducción y el modo en que se lleva a cabo no estuvieran hondamente grabados en ella de antemano.

Recuerdos imaginarios. Memorias de la imaginación.

¿Será esa la respuesta a la pregunta que él se formula? ¿Será que ella lo deja en libertad para escribir un libro sobre el mal? ¿Con qué finalidad? ¿Para que él se libre del mal, o para que se desgaje del bien?

Ni una sola vez, a lo largo de esta dilatada ensoñación, se le ocurre pensar en Pavel. La casa había quedado en silencio, y ahora lo nota regresar entre gemidos, pálido, en busca de un sitio donde recostar la cabeza. ¡Pobre muchacho! ¡El festival de los sentidos que le hubiese dejado por herencia le ha sido robado! Tumbado en la cama de Pavel, no puede por menos que notar un estremecimiento siniestramente triunfal.