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Por lo común, por las mañanas disfruta de la vivienda para él solo. Pero hoy Matryona no ha ido a la escuela, está arrebolada, tiene una tos seca, le cuesta trabajo respirar. Con ella en la vivienda, es menos capaz que nunca de concentrarse en la escritura. Se descubre al acecho, procurando en todo momento oírla arrastrar los pies en la habitación de al lado. Hay momentos en los que podría jurar que siente sus ojos taladrarle por la espalda.

A mediodía, el portero trae un mensaje. Reconoce en el acto el papel gris y el sello rojo. El final de la espera: recibe la orden de presentarse en el despacho del investigador judicial, el consejero P. P. Maximov, en relación con el asunto de P. A. Isaev.

De la calle Svechnoi se dirige a la estación de ferrocarril para hacer una reserva, y de ahí va a la comisaría. La antesala está repleta de gente. Se identifica en el mostrador y se dispone a esperar su turno. Cuando el reloj da las cuatro, el sargento que le atendió en el mostrador guarda la pluma, se estira, apaga la lámpara y comienza a conducir a los presentes hacia la salida.

– ¿Qué sucede? -protesta.

– Es viernes, cerramos antes -dice el sargento-. Vuelva usted mañana por la mañana.

A las seis está esperando delante de Yakovlev. Al verlo ahí, Anna Sergeyevna se muestra alarmada.

– ¿Matryosha…? -le pregunta.

– Dormía cuando me marché. He pasado por una farmacia para comprarle algo que le alivie la tos.

Le muestra un frasquito de cristal marrón.

– Gracias.

– Me ha vuelto a citar la policía por algo relacionado con los papeles de Pavel. Espero que mañana mismo podamos zanjar el asunto de una vez por todas.

Caminan un rato en silencio. Anna Sergeyevna parece preocupada. Por fin toma la palabra.

– ¿Hay alguna razón en especial por la cual tenga que apoderarse de esos papeles?

– Me sorprende que me lo pregunte. ¿Qué otra cosa suya ha dejado Pavel al morir? Para mí, no hay nada tan importante como esos papeles. Para mí, son su palabra. -Y al cabo de un rato en silencio añade-: ¿Sabía usted que estaba escribiendo un relato?

– Escribía a ratos. Sí, ya lo sabía.

– El que le digo trataba sobre un convicto que se fuga…

– Ese no lo conozco. A veces nos leía a Matryosha y a mí lo que estaba escribiendo, más que nada por ver qué nos parecía. Pero nunca leyó un relato sobre un convicto.

– No se me había ocurrido que hubiera otros relatos…

Ah, pues claro que escribía otros relatos. Y también poemas… aunque era cohibido, y los poemas apenas nos los enseñaba. Tuvo que llevárselos la policía, claro, cuando se llevaron todo lo demás. Pasaron mucho tiempo en su habitación registrándolo todo. No se lo había dicho, pero levantaron incluso los tablones de la tarima. Se llevaron todos los papeles.

– Entonces… ¿Es así como Pavel pasaba el tiempo? ¿Escribía?

Ella lo mira con extrañeza.

– Pues ¿cómo pensaba usted, si no?

Él contiene el deseo de darle una rápida respuesta.

– Teniendo por padre a un escritor, ¿qué otra cosa se podía esperar? -sigue ella.

– Escribir no es cosa de familia.

– Tal vez no. Yo no soy quién para juzgarlo, pero nadie le obligó a escribir para intentar ganarse la vida. Puede que solo fuese una forma de aproximarse a su padre, de alcanzarlo.

Él hace un gesto de exasperación: ¡yo también lo hubiese querido sin relato ninguno!, piensa.

– Nadie tiene que ganarse a pulso el cariño de su padre -dice por el contrario.

Ella titubea antes de volver a hablar.

– Hay algo que quisiera advertirle, Fiodor Mijailovich. Pavel convirtió en figura de culto a su padre: idealizó a Alexander Isaev, quiero decir. No se lo diría si no supusiera que antes o después encontrará rastros de ese culto entre sus papeles. Debe usted ser tolerante. A los niños les agrada idealizar a sus padres. La misma Matryona…

– ¿Idealizar a Isaev? Isaev era un alcohólico, un mal esposo, un don nadie. Su propia esposa, la madre de Pavel, al final ya no lo aguantaba. Lo habría abandonado, de no ser porque él murió sin darle tiempo. ¿Cómo es posible idealizar a una persona así?

– Viéndolo de forma borrosa, por supuesto. A Pavel le costaba mucho verlo a usted de forma borrosa. Si me permite que se lo diga, usted es demasiado inmediato para él.

– Eso es porque fui yo el que tuvo que criarlo día a día. Yo lo quise como a un hijo, y como a un hijo lo traté cuando todos los demás le dieron de lado.

– No exagere. Sus padres no le dieron de lado: simplemente murieron. Además, si usted ejerció el derecho de elegirle a él por hijo, ¿por qué no iba él a tener derecho de elegir a su padre?

– ¡Porque él era mucho mejor que Isaev! Esto de que los jóvenes den la espalda a sus padres, a sus casas, a su crianza, solo porque no son de su agrado, terminará por convertirse en una de las peores lacras de nuestro tiempo. Poco a poco no habrá nada que les satisfaga, nada, salvo ser hijos de Stenka Razin o de Bakunin.

– Está usted diciendo tonterías. Pavel no escapó de su casa: usted sí que escapó de él.

Cae un enojoso silencio. Cuando llegan a la calle Gorojovaya, él se disculpa y la deja.

Caminando de un extremo a otro del paseo fluvial, medita sobre lo que le ha dicho ella. Sin dudarlo, él ha permitido que emergiese algo vergonzante y muy suyo, de modo que le invade el resentimiento por el hecho de que ella fuese testigo de ese trance. Al mismo tiempo, le da vergüenza esa mezquindad. Se siente atrapado en un dilema moral que le resulta conocido, tan familiar, de hecho, que ya no lo altera, razón por la cual debería ser tanto más vergonzante. Pero hay otra cosa que también le incomoda, igual que la punta de un clavo que empieza a asomar por la punta del zapato, si bien no puede o no quiere definirla.

Hay aún cierta tensión en el aire cuando vuelve a la vivienda. Matryona se ha levantado de la cama. Lleva el abrigo de su madre por encima del camisón, pero va descalza.

– ¡Me aburro! -gimotea una y otra vez. A él no le presta ninguna atención. Aunque se sienta con ellos a la mesa, no prueba bocado. Despide un olor agrio; estornuda, y de vez en cuando tiene un incontenible acceso de tos seca.

– No deberías estar levantada, mi niña -comenta él con dulzura.

– A mí no me digas qué he de hacer, que tú no eres mi padre-le replica.

– ¡Matryosha! -la recrimina su madre.

– ¿Qué? ¿Lo es o no lo es? -insiste ella, y acto seguido calla y adopta un gesto arisco.

Después de que él se haya retirado, Anna Sergeyevna llama a la puerta de su habitación y entra. Él se levanta con cautela.

– ¿Cómo está?

– Le he dado la medicina que compró usted, y parece más descansada. Tendría que guardar cama, pero es una chiquilla muy obstinada, y yo no puedo impedirle que se levante. Pero he venido a pedirle disculpas por lo que le dije, y también a preguntarle qué planes tiene para mañana.

– No tiene por qué disculparse. La culpa la tengo yo. He hecho una reserva para el tren de mañana por la noche, pero aún estoy a tiempo de cambiarla.

– ¿Por qué iba a cambiarla? Mañana tendrá los papeles que tanto desea. ¿Por qué iba a quedarse más de lo estrictamente necesario? Al fin y al cabo, no querrá convertirse en el eterno huésped. ¿No hay un libro que se titula así?

– ¿El eterno huésped? No, no que yo sepa. Además, todas las decisiones pueden modificarse, incluidas las de mañana. No hay nada definitivo. Claro que en este caso no está en mis manos esa modificación.

– ¿En manos de quién está?

– En las suyas.