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– ¿En mis manos? ¡Desde luego que no! Sus decisiones están solamente en las manos de usted, yo nada tengo que ver en lo que usted decida. Por la mañana no podré verlo; tengo que madrugar, porque es día de mercado. Puede dejarme la llave puesta por dentro.

Así ha llegado el momento. El respira hondo. Tiene la mente en blanco. A partir de ese blanco empieza a hablar rindiéndose a las palabras que afluyen a sus labios, yendo allí adonde le lleven.

– En el transbordador, cuando me llevó usted a ver la tumba de Pavel- dice, las miré a Matryosha y a usted cuando estaban sujetas a la barandilla, mirando de frente la neblina. ¿Se acuerda que aquel día era espesa la neblina? Y me dije entonces: «Ella lo devolverá. Ella es -respira hondo otra vez- una conductora de almas». No es esa la palabra que se me ocurrió en el momento, pero ahora sé que es la palabra adecuada.

Ella lo contempla inexpresiva. Él le toma la mano entre las suyas.

– Lo quiero de vuelta -dice-. Tiene usted que ayudarme. Quiero besarle en los labios.

A la vez que pronuncia cada palabra se da cuenta de lo enloquecidas que son todas ellas. Diríase que entra y sale de la locura como entra y sale una mosca por una ventana abierta.

Ella se ha puesto tensa, lista para huir. Él la sujeta con más fuerza, la retiene.

– Es la verdad. Es así como la considero. Pavel no llegó aquí por casualidad. En alguna parte estaba escrito que había de ser conducido… hacia la noche.

Cree y no cree en lo que está diciendo. Se le pasa por la mentes un fragmento de un recuerdo, un cuadro que ha visto en una galería, ni siquiera sabe dónde: una mujer vestida de oscuro, con severidad, de pie ante una ventana, con un niño al lado. Los dos miran el cielo cubierto de estrellas. Más vividamente que la imagen recuerda las volutas sobredoradas del marco.

La mano de ella está inerte entre las suyas.

– Está en su poder -prosigue, siguiendo todavía a las palabras como si fueran faros, escrutando por dónde han de llevarle. Usted puede devolvérmelo, aunque no sea más que un minuto. Solo un minuto.

Recuerda ahora qué seca le pareció cuando se encontraron por vez primera: como una momia, secos huesos envueltos en los trozos de lienzo que se harán polvo en cuanto uno los toque. Cuando ella le habla, la voz se le quiebra en la garganta.

– Lo quiere usted tanto -dice- que sin duda lo verá de nuevo.

Él le suelta la mano. Como si fuera una cadena de huesos, ella la retira. ¡No me tome el pelo! Eso es lo que le entran ganas de decirle.

– Usted es un artista, un maestro. Está a su alcance, y no al mío, devolverlo a la vida.

Maestro. Es una palabra que él asocia al metal, al temple de las espadas, a la forja de las campanas. Un maestro herrero, el maestro de una fundición. Maestro de la vida: extraña expresión, aunque él está preparado para reflexionar sobre ello. Dará cobijo a todas las palabras y a todas las expresiones, sin que importe cuan extrañas, cuan extraviadas sean, siempre y cuando haya alguna posibilidad de que formen un anagrama de Pavel.

– Estoy muy lejos de ser un maestro -dice-. Me recorre de lado a lado una grieta. ¿Qué se va a hacer con una campana agrietada? Una campana agrietada no tiene arreglo.

Es verdad lo que dice. Pero al mismo tiempo recuerda que una de las campanas de la catedral de la Trinidad de Sergiyev está rajada, y que lo está desde antes de los tiempos de Catalina la Grande. Nunca la han descolgado para fundirla. Todos los días se la oye tañer por toda la ciudad. La gente la llama «la pata de palo de San Sergio».

Ahora nota una cierta exasperación en la voz de ella.

– Lo lamento por usted, Fiodor Mijailovich, pero conviene que recuerde que no es usted el primer padre que ha perdido un hijo. Pavel vivió veintidós años. Piense, pues, en todos los hijos que han muerto en la más tierna infancia…

– ¿Y…?

– Y reconozca que es la regla, y no la excepción, sufrir y llorar la pérdida. Y pregúntese si se duele por Pavel o si se duele más bien por usted mismo.

La pérdida. Se instala entre ambos una distancia glacial.

– No lo he perdido Pavel, no está perdido -dice entre dientes.

Ella se encoge de hombros.

– Si no está perdido, usted ha de saber dónde está. Ciertamente, no se encuentra en esta habitación.

Mira a su alrededor. Ese amontonarse las sombras en un rincón, ¿no podría ser la huella del aliento de la sombra de su espíritu?

– Nadie vive en un sitio para marcharse sin dejar nada suyo en él -susurra.

– No, claro que no. Siempre se deja algo por donde uno pasa. Eso es lo que ya le dije esta tarde. Pero lo que él haya dejado no está en esta habitación. Él se ha ido de aquí, y aquí no lo podrá encontrar. Hable con Matryona. Haga las paces con ella antes de marcharse. Su hijo y ella estuvieron muy unidos. Si él ha dejado huella, tiene que haber sido en la niña.

– ¿Y en usted?

– Yo le tenía mucho cariño, Fiodor Mijailovich. Fue un joven bueno y generoso. En calidad de hijo suyo, de usted, su vida no fue nada fácil. Estaba solo, inseguro de sí mismo, tuvo que luchar por encontrar su camino. De todo eso me di perfecta cuenta. Pero yo no soy de su generación. Conmigo no podía hablar como hablaba con Matryona. Los dos juntos podían ser como niños -hace una pausa-. Muchas veces tenía la sensación, y déjeme señalarlo ahora, ya que estamos siendo sinceros el uno con el otro, de que el niño que Pavel llevaba dentro tuvo que dejar de serlo cuando aún era demasiado pronto, sin haber tenido tiempo suficiente de jugar. No sé si se le habrá ocurrido pensar en esto, puede que no, pero todavía me sorprende su enfado con él por algo tan trivial como es el hecho de dormir hasta tarde.

– ¿Por qué le sorprende?

– Porque esperaba de usted una mayor simpatía. Usted es un artista, ¿no? Hay niños que sueñan de noche, y otros en cambio esperan a la mañana para soñar. Debería pensarlo dos veces antes de despertar a un niño que está soñando. Cuando Pavel estaba con Matryona, el niño que había en él encontraba de nuevo una ocasión para salir a la superficie. Ahora me alegro de que ocurriese, me alegro de que no perdiera la oportunidad.

Vuelve a él una imagen de Pavel tal como era a los siete años, con su abrigo a cuadros grises, su gorro calado hasta las orejas y las botas demasiado grandes para su talla, correteando por la nieve, gritando como un loco. En esa imagen descuella por la esquina algo más, algo que rechaza.

– Pavel y yo nos conocimos en Semipalatinsk cuando él ya tenía siete años -dice-. Yo no le caí bien. Yo era simplemente el desconocido con el cual iban a vivir su madre y él, era el hombre que iba a arrebatarle a su madre.

Su madre, la viuda. El hijo de una viuda.

Lo que ha rechazado en todo momento, lo que ha querido quitar de en medio, lo que regresa con insistencia mientras habla, es lo que solamente puede calificar de trasgo, un ser pequeño y deforme, pelirrojo, con la barba roja también, no más alto que un niño de tres o cuatro años. Pavel sigue corriendo y gritando por la nieve; las rodillas le chocan una con otra como si fuera un potrillo. En cuanto al trasgo, permanece a un lado, mirándolo todo. Lleva un jubón color herrumbre, con el cuello abierto. No parece que tenga frío.

– … difícil para un niño… -Anna Sergeyevna dice algo a lo que él solo puede atender a medias.

¿Quién es ese trasgo? Escruta su cara con más empeño. Se sobresalta cuando lo entiende. La piel cubierta de cráteres, las huellas de la viruela hinchadas y endurecidas por el frío, la barba rala que crece entre las pústulas… es de nuevo Nechaev, un Nechaev empequeñecido, un Nechaev que en Siberia persigue los orígenes de su hijo. ¿Qué sentido tiene esa visión? Gime suavemente para sus adentros, y Anna Sergeyevna se calla en el acto.

– Lo siento -dice a modo de disculpa, pero es verdad que la ha ofendido.

– Seguro que tiene cosas que hacer -dice ella-. Aún no ha preparado su equipaje.