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Desata la cinta. El corazón le martillea de forma desagradable. Que en sus prisas hay algo desabrido es algo que no puede negar. Es como si acabara de ser devuelto a la adolescencia, a las largas y sudorosas tardes que pasaba en el dormitorio de su amigo Albert, ojeando los libros sustraídos de los anaqueles del tío de Albert. El mismo terror de que alguien lo sorprendiera con las manos en la masa (un terror en sí mismo delicioso), ese mismo enfrascarse de manera apasionada.

Recuerda que Albert le enseñó a dos moscas en pleno acto de la copulación, el macho encaramado a la espalda de la hembra. Albert tenía las moscas en la palma de la mano. «Mira», le dijo. Pellizcó con delicadeza una de las alas del macho entre las yemas de sus dedos, y dio un levísimo tirón. El ala se desprendió del cuerpo sin que la mosca prestase la menor atención. Le arrancó luego la otra. La mosca, con su rara espalda desprovista de extremidades, siguió a lo suyo. Con un gesto de desagrado, Albert arrojó la pareja de moscas al suelo y las aplastó.

Imaginó cómo sería mirar los ojos de la mosca frente a frente mientras las alas le eran arrancadas: estuvo seguro de que ni siquiera parpadearía, y puede que ni siquiera lo viese. Era como si, mientras durase el acto, su alma se introdujera en la hembra. La idea le hizo estremecerse; le dieron ganas de aniquilar a todas las moscas de la tierra.

Una respuesta infantil frente a un acto que no entendía, un acto que temía, porque a su alrededor, entre susurros y sonrisas, todos parecían insinuar que un buen día también de él se esperaría que lo realizase. «¡No lo haré, no lo haré!», quiere exclamar el niño entre jadeos. «¿Que no harás el qué?», contestan quienes lo contemplan, de improviso boquiabiertos, desconcertados. «Santo Dios, ¿de qué habla este niño tan raro?»

La carpeta contiene un diario encuadernado en cuero, cinco cuadernos pautados, de escolar, unas veinte o veinticinco hojas sueltas, aunque sujetas entre sí, un fajo de cartas atadas con un cordel y algunos panfletos impresos: folletones con textos de Blanqui y de Ishutin, un ensayo de Pisarev. Le resulta más inesperado el De Officis de Cicerón, extractos del original con una traducción al francés. Lo hojea. En la última página, con una caligrafía que no reconoce, se encuentra dos anotaciones: Salus populi suprema lex esto y, debajo, en una tinta más clara, talis pater qualis filius.

Un mensaje, o mensajes. Pero ¿de quién a quién?

Toma el diario y, sin leerlo, pasa con el pulgar las páginas como si airease una baraja. La segunda mitad está sin escribir. Con eso y con todo, el cuerpo de lo escrito no es despreciable. Echa un vistazo a la fecha de la primera entrada, el 29 de junio de 1866, día de la onomástica de Pavel. El diario tuvo que ser un regalo, sí, pero ¿de quién? No logra recordarlo. 1866 destaca en su memoria por ser exclusivamente el año de Anya, el año en que conoció a la que iba a ser su mujer, el año en que se enamoró de ella. 1866 fue un año en el que Pavel fue ignorado del todo.

Como si fuese a tocar un plato muy caliente, recién sacado del horno, alerta y listo para retroceder, da lectura a esa primera entrada. Es una narración, un tanto elaborada por cierto, de lo que hizo Pavel a lo largo de ese día. Es obra de un diarista aún novato. No hay acusaciones, no hay denuncias. Aliviado, cierra el libro. Cuando llegue a Dresde, se promete, cuando tenga tiempo, lo leeré entero.

En cuanto a las cartas, son todas suyas. Abre la más reciente, la última que remitió antes de la muerte de Pavel. «Envío cincuenta rublos a Apollon Grigorevich -lee-. Es todo lo que por el momento podemos permitirnos. Te ruego que no presiones a A. G. para que te dé más dinero. Has de aprender a vivir con los medios de que dispones.»

Son las últimas palabras que dijo a Pavel, ¡y qué mezquinas palabras! ¡Es eso lo que leyó Maximov! No es de extrañar que le advirtiese que no leyera. ¡Qué ignominia! Le gustaría quemar la carta, borrarla de la historia.

Busca entre los papeles el cuento que Maximov le leyó en voz alta. Maximov tenía razón: como personaje, el joven héroe, Sergei, deportado a Siberia por haber encabezado una revuelta estudiantil, es un fiasco. Pero el cuento es más largo de lo que Maximov le había hecho creer. Durante varios días, después del asesinato del pérfido terrateniente, Sergei y su María huyen de los soldados, se refugian en graneros, en establos, con la ayuda de los campesinos que les dan cobijo y alimento, y que reciben los interrogatorios de sus perseguidores fingiendo desconocimiento, estupidez absoluta. Al principio duermen el uno al lado del otro en casta camaradería, pero el amor crece con fuerza entre los dos, un amor que se expresa no sin sentimiento, no sin convicción. Pavel claramente prepara una escena pasional. Hay una página en la que abundan las tachaduras, en la cual Sergei confiesa a Marfa, con genuino ardor juvenil, que ella es para él mucho más que una simple compañera de lucha, que le ha robado el corazón; en vez de ese pasaje, Pavel parece haberse inclinado por una secuencia mucho más interesante, en la cual Sergei confiesa a Marfa la historia de su infancia solitaria, sin hermanos ni hermanas, y le habla de su juvenil torpeza con las mujeres. La secuencia termina con el balbuceo de Marfa al iniciar su propia confesión. Le dice: «Puedes… puedes.».

Pasa las hojas. «No tengo padre ni madre -dice Sergei a María-. Mi padre, mi auténtico padre, fue un noble exiliado a Siberia por haber simpatizado con los revolucionarios. Murió cuando yo tenía siete años. Mi madre se casó por segunda vez. Su marido no me tenía ningún aprecio. En cuanto tuve edad suficiente, me envió a la escuela de cadetes. Fui el chico más pequeño de la clase, y allí fue donde aprendí a luchar por mis derechos. Después regresaron a Petersburgo, se instalaron allí y me mandaron llamar. Entonces murió mi madre y me quedé solo con mi padrastro, un lúgubre individuo que prácticamente no me dirigía la palabra durante días enteros. Me sentía solo; mis únicos amigos eran en parte los criados. Gracias a ellos tuve conocimiento de cómo sufre el pueblo.»

No dista de la verdad, no es totalmente falso, y sin embargo, ¡qué sutilmente retorcido! ¡«No me tenía ningún aprecio»! Era bien fácil sentir lástima del pequeño que no tenía amigos a sus siete años de edad, y en cambio ¿cómo iba a quererlo, si era tan suspicaz, tan poco dado a las sonrisas, si se aferraba casi con uñas y dientes a su madre, como una lapa, y se quejaba a cada instante que no pasaba con ella, si en una sola noche se oía más de media docena de veces, desde la habitación contigua, esa vocecilla aguda e insistente que llamaba a su madre, que le pedía que matase a los mosquitos que le estaban picando?

Deja a un lado el manuscrito. ¡Un noble que fue su auténtico padre! ¡Pobre criatura! ¡Cuánto más penosa era la verdad! La auténtica verdad era lo más penoso de todo. Claro que ¿quién, salvo el ángel de las crónicas, iba a preocuparse por escribir toda la verdad, la penosa verdad? ¿Había escrito él con parecida dedicación a los veintidós años?

Hay algo de abrumadora importancia, y es algo que desea decirle al muchacho, aunque el muchacho ya no podrá oírlo nunca. Si estás tocado por el don de la escritura, quiere decirle, ten en cuenta cuál es la fuente del don. Escribes precisamente porque estuviste solo en tu infancia, porque no tuviste amor. (Aunque esa tampoco es toda la historia, quiere añadir; sí que tuviste amor, y lo habrías tenido siempre, solo que tú elegiste que no te quisieran. ¡Qué confusión! ¡Un simio lo haría mejor tocando las teclas de un armónium!) No escribimos gracias a la plenitud, quiere decirle; escribimos gracias a la angustia, a la carencia. ¡No cabe duda: en el fondo de tu corazón tienes que saberlo! En cuanto al que tú llamas tu auténtico padre, en cuanto a sus simpatías revolucionarias, eso son tonterías. Isaev era un chupatintas. Si hubiera seguido vivo, si tú hubieras seguido su ejemplo, simplemente te habrías convertido en un amanuense, y nunca habrías dejado esta historia a tu muerte. (Sí, sí oye la voz aguda del niño-, sí, ¡pero estaría vivo!)