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¡Unos jovencitos vestidos de blanco, jugando a ese juego francés, el croquet, o croixquette, el juego de la crucecita, y tú en el prado, entre ellos! ¡Vivo! ¡Pobre chiquillo! En las calles de Petersburgo, en esa cabeza que allí se vuelve para mirar atrás, en el gesto de esa mano, te veo a ti, y cada vez que me pasa mi corazón se eleva como se eleva una ola. En ningún lugar y en todas partes, desgarrado y esparcido cual Orfeo. Joven en sus días, chryseos, dorado, bendito.

La tarea que a mí me queda: acaparar todo cuanto queda, ensamblar los pedazos esparcidos. Poeta, tañidor de lira, mago, señor de la resurrección, eso es lo que a mí me queda por ser. ¿Y la verdad? La espalda bien recta ante el escritorio, el dolor de un corazón que se mueve con lentitud. Corazón de tortuga.

Llegué demasiado tarde a levantar la tapa del ataúd, a besarte en la frente fría. Si mis labios, tiernos como las yemas de los dedos de un ciego, hubieran podido rozarte solo una vez, no habría dejado esta existencia con tanta amargura contra mí. Pero así te has ido con el nombre de Isaev, y yo, viejo y peregrino, aquí me quedo hasta que haya de seguirte, perseguidor de una sombra violenta sobre gris, un eco.

Con eso y con todo, aquí estoy yo, no el padre Isaev. Si al ahogarte echaras mano de Isaev, tan solo te sujetarías a una mano fantasma. En el concejo de Semipalatinsk, en los polvorientos archivos, en una caja que hay en las escaleras de atrás, su firma aún está por leerse; por lo demás, no hay rastro de él aparte de este recordatorio, el recordatorio de un hombre que quiso a su viuda y a su hijo.

13 El disfraz

El caso de Pavel se ha cerrado. Nada más le retiene en Petersburgo. El tren sale a las ocho en punto; el martes podrá estar con su mujer y con su hija en Dresde. A medida que se acerca la hora, sin embargo, empieza a parecerle cada vez más inconcebible que llegue el instante en que retire las imágenes de la hornacina, apague la luz de un soplido y deje la habitación de Pavel en manos de un desconocido.

Pero si no se marcha esta misma noche, ¿cuándo se marchará? ¿«El huésped eterno»? ¿De dónde habrá sacado la frase Anna Sergeyevna? ¿Cuánto tiempo puede seguir esperando a un fantasma? Es imposible, a menos que establezca otra relación con la mujer, a menos que tengan un trato totalmente distinto. Pero, en tal caso, ¿y su mujer?

Su mente es un torbellino, no sabe qué quiere; todo lo que sabe es que las ocho en punto es una hora que pende sobre él como si fuera su sentencia de muerte. Busca al portero y tras un largo tira y afloja consigue que un recadero lleve su billete a la estación para cambiar la reserva para el tren del día siguiente.

Al volver, se asombra cuando descubre que la puerta de su cuarto está abierta y que hay alguien dentro: es una mujer que está de espaldas a él, al parecer inspeccionando la hornacina. Durante un instante de culpabilidad piensa que es su esposa, que ha venido a Petersburgo decidida a localizarle. Luego reconoce quién es, y ahoga un grito de protesta en el último momento: Sergei Nechaev, con el mismo vestido y cofia azul que la otra vez.

En ese instante entra Matryona por la puerta que da a la vivienda. Sin darle tiempo a hablar, ella toma la iniciativa.

– ¡No debería usted espiar a los demás de esa forma! -exclama.

– Pero… ¿qué están haciendo los dos en mi habitación?

– Tenemos tanto derecho… dice con vehemencia Matryona, pero Nechaev la interrumpe.

– Alguien nos ha echado encima a la policía -dice, y se acerca un paso-. Espero que no haya sido usted.

Bajo el aroma de lavanda percibe el fétido sudor de hombre. El maquillaje que lleva en el cuello está resquebrajado; los cañones de la barba empiezan a brotar.

– Esa es una acusación que solo merece mi desprecio, mi más absoluto desprecio. ¿Qué está haciendo en mi cuarto, le digo? Se vuelve a Matryona. Y tú… ¡Estás enferma, tendrías que guardar cama!

Sin hacer caso de sus palabras, Matryona saca de un tirón la maleta de Pavel.

– Le he dicho que se puede quedar con el traje de Pavel Alexandrovich -dice, y sin darle tiempo a poner objeciones, añade-: ¡Sí, sí que puede! Pavel lo compró con su dinero, y Pavel era amigo suyo.

Desata la correa de la maleta y saca el traje blanco.

– ¡Ahí lo tiene! -dice con gesto desafiante.

Nechaev echa una rápida mirada al traje, lo extiende sobre la cama y comienza a desabrocharse el vestido.

– Por favor, le repito que me explique…

– No hay tiempo para eso. También necesito una camisa.

Saca los brazos de las mangas con cierta dificultad, y el vestido cae hasta sus tobillos; permanece en pie, cubierto con una mugrienta ropa interior de algodón y con sus botas de cuero negro. No lleva calcetines; tiene las piernas entecas y peludas.

Lejos de sentirse azorada, Matryona comienza a ayudarle a ponerse la ropa de Pavel. Él quiere protestar, aunque ¿qué podría decir a los jóvenes cuando hacen caso omiso y cierran prietas las filas frente a los viejos?

– ¿Qué ha sido de su amiga finesa? ¿No está con usted?

Nechaev se pone la chaqueta. Le queda demasiado larga, demasiado holgada de hombros. No tiene una complexión tan espléndida como la de Pavel. Siente un desolado orgullo por su hijo. ¡La muerte se ha llevado al que no debía, en vez de llevarse al otro!

– Tuve que dejarla- contesta Nechaev. Era crucial marcharse cuanto antes.

– Dicho de otro modo, la ha abandonado.

Y no da tiempo a que Nechaev responda.

– Lávese la cara, que parece un payaso.

Matryona se marcha y vuelve con un paño húmedo. Nechaev se frota la cara.

– En la frente también -dice la niña-.

– Déjame -le quita el paño y le limpia el maquillaje que se le ha empastado en las cejas.

Qué hermanita pequeña. ¿También era así con Pavel? Algo le corroe el corazón: pura envidia.

– ¿De veras aspira a escapar de la policía como si fuese un veraneante en pleno invierno?

Nechaev no muerde el anzuelo.

– Necesito dinero dice.

– De mí no obtendrá nada.

Nechaev se vuelve a la niña.

– ¿Tienes dinero?

Ella sale corriendo del cuarto. La oyen arrastrar una silla de un lado a otro de la vivienda; regresa con un tarro lleno de monedas. Lo vuelca sobre la cama y se pone a contarlas.

– No es suficiente -musita Nechaev, pero sigue esperando.

– Cinco rublos y quince kopeks- anuncia la niña.

– Necesito más.

– Pues váyase a la calle a mendigar. De mí no obtendrá nada. Váyase a pedir limosna en nombre del pueblo.

Los dos se fulminan con la mirada.

– ¿Por qué no le da dinero? – dice Matryona. ¡Si es amigo de Pavel!

– No tengo dinero que darle.

– ¡Eso es mentira! A mamá le ha dicho que tiene usted muchísimo dinero. ¿Por qué no le da la mitad? Pavel Alexandrovich le hubiese dado la mitad.

¡Pavel y Jesús!

– Yo no he dicho eso. No tengo muchísimo dinero.

– ¡Vamos, démelo! -Nechaev lo sujeta por el brazo; los ojos le centellean.

De nuevo percibe el olor del miedo en el joven. Muy fiero, sí, pero asustado: ¡pobre desgraciado! Es entonces, con toda decisión, cuando cierra la puerta a la compasión.

– De ninguna manera.

– ¿Por qué es usted tan mezquino? -estalla Matryona, pronunciando la palabra con todo el desdén de que es capaz.

– Yo no soy mezquino.

– ¡Pues claro que es mezquino! ¡Fue mezquino con Pavel y es mezquino ahora con sus amigos! Tiene usted muchísimo dinero, pero se lo guarda todo para usted. -Se vuelve a Nechaev-. Le pagan miles de rublos por escribir libros, y todo se lo guarda para él solo. ¡Es verdad! ¡Me lo dijo Pavel!