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¡Qué ridiculez! Pavel no sabía nada de asuntos de dinero.

– ¡Es verdad! ¡Pavel lo descubrió en su escritorio! ¡Miró sus libros de cuentas!

– ¡Maldito Pavel! Pavel no sabe ni leer un libro de contabilidad. ¡Ve solamente lo que quiere ver! ¡Desde hace años arrastro deudas que ni siquiera cabe imaginar! -Se vuelve a Nechaev-. Esta conversación es ridícula. No tengo dinero que darle; creo que debería marcharse cuanto antes.

Sin embargo, Nechaev ya no tiene prisa: incluso está sonriendo.

– No, de ridícula no tiene nada esta conversación dice. Al contrario, es muy instructiva. Siempre he tenido una sospecha al pensar en los padres, y es que su auténtico pecado, el que nunca llegan a confesar, es la codicia. Lo quieren todo para ellos. Nunca se desprenden de la bolsa del dinero, ni siquiera cuando llega el momento, porque la bolsa del dinero es lo único que realmente les importa. Les trae totalmente al fresco lo que pueda ocurrir como consecuencia. Yo no quise creer lo que me contó su hijastro, porque tenía entendido que era usted un jugador, y siempre pensé que a los jugadores no les preocupa el dinero. Pero ya veo que en el juego hay algo más, ¿no es cierto? Tendría que haberlo supuesto. Debe de ser usted de los que juegan porque nunca están satisfechos con lo que tienen, porque siempre les gana la codicia, el ansia de tener más.

Es una acusación absurda. Piensa en Anya, allá en Dresde, pasando privaciones para que la niña esté bien alimentada, bien vestida. Piensa en sus propias camisas, con los cuellos y los puños vueltos; piensa en los agujeros de sus calcetines. Piensa en las cartas que ha escrito año tras año, todas ellas ejercicios de humillación, de rebajamiento, tanto a Strajov como a Kraesvski, tanto a Lyubimov como sobre todo a Stellovski, suplicándoles algún adelanto. Dostoievski, l'avare… ¡Qué desatino! Se lleva la mano al bolsillo y saca sus últimos rublos.

– ¡Esto exclama- pasándole el puñado de billetes arrugados y monedas sueltas por debajo de las narices, esto es todo lo que tengo!

Nechaev observa con frialdad esa mano cerrada, y en un único movimiento le arrebata el dinero, todo, salvo una moneda que cae y rueda por debajo de la cama. Matryona se lanza a por ella.

Él intenta recuperar su dinero, e incluso forcejea con el joven. Pero Nechaev se lo quita de encima con facilidad, con el mismo movimiento con el que hace desaparecer el dinero en su bolsillo.

– Espere… espere… espere… -murmura Nechaev. En lo más profundo de su corazón, Fiodor Mijailovich, en lo más profundo de su corazón, en nombre de su hijo, sé que desea dármelo.

Da un paso atrás y se alisa bien el traje, como si quisiera hacer ostentación de su esplendor.

¡Qué falsario! ¡Qué hipócrita! ¡ La Venganza del Pueblo, faltaría más! Y no puede negar en cambio que una especie de alegría se le cuela en el corazón, una alegría insensata que reconoce al punto, la alegría del marido manirroto. Por supuesto que es preciso avergonzarse de esos arranques de imprudencia. Por supuesto: cuando regrese a casa sin blanca, cuando lo confiese a su mujer y agache la cabeza, cuando aguante sus reproches y le jure que nunca más volverá a caer en esa trampa, por supuesto que será sincero. Pero en el fondo de su corazón, en el fondo, muy por debajo de la sinceridad allá donde solamente Dios alcanza a ver, sabe que él tiene razón y que ella se equivoca. El dinero está ahí para gastarlo, ¿y qué forma de gasto es más pura que el juego?

Matryona alza la mano con la palma hacia arriba: en ella hay una moneda de cincuenta kopeks. Parece no saber del todo bien a quién debe dársela. Se la ofrece a Nechaev, pero este la rechaza.

– Dásela a él, que la va a necesitar.

Nechaev se la mete en el bolsillo.

Bien. Lo hecho, hecho está. Ahora le toca el turno de adoptar la postura del virtuoso que no tiene blanca; a Nechaev le toca el turno de inclinar la cabeza y de aguantar la reprimenda. Ahora bien, ¿qué tiene que decirle? Nada, nada en absoluto.

Tampoco se preocupa Nechaev de esperar. Hace un fardo con el vestido azul.

– Encuentra un buen sitio donde esconder esto -ordena a Matryona-, y no en la casa, sino en otro lugar.

También le da la cofia y la peluca; se mete el dobladillo de los pantalones dentro de las botas relucientes, se echa por encima el abrigo y le da una distraída palmadita en la cabeza.

– He perdido demasiado tiempo -musita-. ¿Tiene usted…? -se lleva el gorro de piel que estaba colgado sobre la silla y se dirige a la puerta, dispuesto a marcharse. Parece que se acuerda de algo y se da la vuelta. Es usted un hombre interesante, Fiodor Mijailovich. Si tuviese una hija en edad de merecer, no me importaría nada casarme con ella. Sería una muchacha excepcional, estoy seguro. En cuanto a su hijastro, estaba hecho de otra pasta, no tenía nada que ver con usted. No estoy seguro de haber sabido qué hacer con él. No tenía… Ya sabe usted, no tenía lo que hay que tener. Esa es mi opinión, valga lo que valga.

– ¿Y qué es lo que hay que tener?

– Él era demasiado santurrón. Hace usted bien en ponerle velas.

Mientras lo dice, ha agitado suavemente la mano sobre la vela, haciendo bailar la llama. Ahora pone un dedo directamente encima de la llama y lo deja ahí quieto. Pasan los segundos: uno, dos, tres, cuatro, cinco. No se le mueve ni un músculo de la cara. Es como si estuviera en trance.

Aparta la mano al fin.

– Esto es lo que él no tenía. Era un poco mariquita, la verdad.

Rodea a Matryona con un brazo y le da un achuchón. Ella responde sin reservas y aprieta su rubia cabecita contra el pecho de Nechaev, devolviéndole así el abrazo.

– Wachsam, wachsam! -susurra Nechaev con toda intención, y por encima de la niña agita el dedo quemado mirándole a él. Acto seguido se va.

Le cuesta unos instantes sacar algo en claro de esas extrañas sílabas. E incluso después de reconocer la palabra sigue sin entenderlo. Vigilante: ¿vigilante de qué?

Matryona está en la ventana, asomada a la calle. Le han brotado unas lagrimitas, pero está tan excitada que no puede sentirse triste.

– ¿Estará a salvo? ¿Usted qué cree? -pregunta, pero no espera respuesta-. ¿Me voy con él? Podría fingir que es ciego y que yo le guío.

Solo es una idea pasajera.

Él está detrás de ella, muy cerca. Casi ha oscurecido; empieza a nevar. Su madre volverá pronto a la casa.

– ¿Te cae bien? le pregunta él.

– Humm.

– Tiene una vida agitada, ¿verdad?

– Humm.

Ella apenas lo escucha. ¡Qué desigual competición! ¿Cómo va a rivalizar con esos jóvenes que vienen quién sabe de dónde, que se van como por ensalmo, que huelen a aventura y a misterio? Vidas agitadas, desde luego: es ella la que debería estar wachsam.

– ¿Por qué te gusta tanto, Matryosha?

– Porque es el mejor amigo de Pavel Alexandrovich.

– ¿De veras lo crees así? -rebate él sin demasiada convicción-. Yo creo que soy yo el mejor amigo de Pavel Alexandrovich. Yo seguiré siendo su amigo cuando todos los demás lo hayan olvidado. Yo soy su amigo de por vida.

Ella se da la vuelta, se aleja de la ventana y lo mira con extrañeza, a punto de decir algo. ¿Qué? Tal vez, «Usted no es más que el padrastro de Pavel Alexandrovich». O puede que diga algo muy diferente, algo como, por ejemplo, «No me hable en ese tono de voz».

La niña se aparta el cabello de la cara en un gesto que él ha terminado por reconocer como indicio de su azoramiento, e intenta arrimársele y meterse bajo su brazo. Él la detiene físicamente, impidiéndole el paso.

– Tengo… -susurra-. Tengo que ir a esconder la ropa.

Le concede un momento más para que sienta su indefensión. Luego, se hace a un lado.

– Tírala por el excusado -dice-. Nadie mirará ahí.