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– Mañana por la mañana debe presentarse en la comisaría de la calle Sadovaya, donde le será tomada declaración por extenso. Después, hasta nuevo aviso se personará usted en la misma comisaría antes de mediodía, los siete días de la semana. No le está permitido abandonar Petersburgo. ¿Queda claro?

– ¿Y quién corre mientras tanto con los gastos de mi estancia?

– Eso no es de mi incumbencia.

Hace a su compañero una señal para que se lleve a la prisionera. Ya en la puerta, aunque hasta ese momento no ha dicho ni palabra, la finesa se resiste.

– ¡Tengo hambre! -dice quejumbrosamente. Cuando el guardia la sujeta de la muñeca e intenta forzarla a salir, planta las manos y los pies en las jambas de la puerta. ¡Tengo hambre, necesito comer algo!

En su grito hay algo doloroso y desesperado. Aunque Anna Sergeyevna está más cerca de ella, su llamamiento está inconfundiblemente dirigido a la niña, que se ha incorporado sin hacer ruido, se ha levantado de la cama y la mira con el pulgar metido en la boca.

– ¡Déjame! -dice Matryona, y en un visto y no visto corre al armario de la cocina, regresa con un mendrugo de pan de centeno y un calabacín; también ha cogido al paso su pequeño monedero. ¡Quédate con todo! dice con gran excitación, y lanza los alimentos y el dinero a las manos de la finesa. Luego da un paso atrás y, meneando la cabeza, hace una extraña y anticuada reverencia.

– ¡Nada de dinero! -advierte el guardia con ferocidad. La obliga a quedarse con el monedero.

Ni una palabra de gratitud dice la finesa, que tras ese instante de rebelión ha recaído en su pasividad. Es como si hubiesen apagado a golpes, piensa, la chispa que tenía dentro. ¿La habrán golpeado, como sospecha, o quizá es algo peor? ¿Es algo que de alguna manera Matryona intuye? ¿Es esa la fuente de su compasión? ¿Cómo puede una niña saber tales cosas?

Tan pronto se han marchado, él regresa a su cuarto, apaga la vela, deja el icono, las estampas, la fotografía en el suelo, retira la bandera de las tres barras que estaba extendida sobre la mesilla. Vuelve después a la vivienda. Anna Sergeyevna está sentada junto a Matryona; está cosiendo. Arroja la bandera hecha un guiñapo sobre la cama.

– Si hablo con su hija, con toda seguridad volveré a perder los estribos -dice-, así que tal vez pueda usted preguntarle, de mi parte, cómo es que estaba esto en mi cuarto.

– ¿De qué está hablando? ¿Qué es eso?

– Pregúnteselo a la niña.

– Es una bandera -contesta Matryona con hosquedad.

Anna Sergeyevna extiende la bandera sobre la cama. Tiene más de un metro de largo y ha sido obviamente utilizada muchas veces, ya que los colores blanco, rojo y negro, en tres barras verticales de igual anchura- están desteñidos, gastados por la intemperie. ¿Dónde la habrán hecho ondear? ¿En el tejado del taller de Madame La Fay?

– ¿De dónde sale esto? pregunta Anna Sergeyevna.

Él espera a que la niña responda.

– Del pueblo. Es la bandera del pueblo-dice por fin, aunque de mala gana.

– Ya basta- dice Anna Sergeyevna. Besa a su hija en la frente-. Es hora de dormir. -Y corre la cortina.

Cinco minutos después está en su cuarto; trae la bandera, doblada en pliegues muy pequeños.

– Explíquese -le dice.

– Eso que tiene ahí es la bandera de la Venganza del Pueblo. Es la bandera de la insurrección. Si quiere que le explique qué representan esos colores, se lo puedo decir. Si no, pregúnteselo a Matryona; estoy seguro de que también lo sabe. No se me ocurre ningún acto más provocativo, ni que más incrimine a quien lo comete, que desplegar esa bandera. Matryona la extendió en mi cuarto aprovechando mi ausencia; la extendió allí donde la policía pudiera verla. No entiendo qué se le ha metido en la cabeza. ¿Es que se ha vuelto loca?

– ¡Ni se le ocurra decir eso de ella! No tenía ni idea de que iba a venir la policía. En cuanto a la bandera, si tan comprometedora es, yo misma me la llevaré para quemarla.

– ¿Quemarla? -se pone en pie, asombrado. ¡Qué simple! ¿Por qué no quemó el vestido azul?

– Pero permítame decirle -añade-, que esto es el final de este asunto. Punto final. Está usted arrastrando a Matryona a una situación que no es nada adecuada para una niña.

– Estoy totalmente de acuerdo con usted, pero no soy yo el que la arrastra. Es Nechaev.

Lo mismo da. Si usted no hubiera venido, aquí tampoco habríamos visto a ningún Nechaev.

15 El Sótano

Ha nevado copiosamente durante la noche. Al salir a la intemperie, le aturde esa súbita blancura. Se para en seco y se agacha, abrumado por la sensación de rotar no de izquierda a derecha, sino de arriba a abajo. Si intenta moverse, lo nota, se caerá de bruces al suelo.

No puede ser más que el preludio de un ataque. A rachas de aturdimiento y de palpitaciones cardiacas, al estar exhausto e irascible, ese ataque ha venido anunciándose durante varios días, sin llegar a producirse nunca. A no ser que el estado en que vive a cada paso pueda considerarse un ataque.

De pie a la entrada del número 63, preocupado por lo que está pasando dentro de sí, no oye nada hasta notar que el brazo le es sujetado con fuerza. Sobresaltado, abre los ojos. Está cara a cara con Nechaev.

Nechaev sonríe enseñándole las encías. Tiene los forúnculos lívidos por el frío. Él intenta soltarse, pero su captor no cede: lo sujeta más estrechamente.

– Esto es una soberana idiotez -dice-. Debería haberse marchado de Petersburgo mientras pudo. Ahora es seguro que lo detendrán.

Con una mano le sujeta por el brazo cerca de la axila, y con la otra por la muñeca. Nechaev le obliga a volverse. Hombro con hombro, como un perro reacio con su dueño, caminan por la calle Svechnoi.

– A lo mejor, en secreto, lo que desea es que lo detengan.

Nechaev llega una gorra negra, cuyas orejeras se agitan cuando sacude la cabeza. Habla con un sonsonete, pero con paciencia.

– Fiodor Mijailovich, a todas horas atribuye usted motivos perversos a las personas. Y nadie es realmente así. Piénselo bien: ¿por qué iba a querer yo que me detuviesen y que me encerrasen? Por otra parte, ¿quién va a reparar en una pareja como nosotros dos, padre e hijo, que han salido a pasear?

Se vuelve hacia él con una sonrisa de inequívoco buen humor.

Han llegado al final de Svechnoi. Con una leve presión, Nechaev lo guía hacia la derecha.

– ¿Tiene usted idea de lo que está pasando su amiga?

– ¿Mi amiga? ¿Se refiere usted a la finesa? No se preocupe, que no se vendrá abajo. Yo tengo plena confianza en ella.

– No diría lo mismo si la hubiera visto.

– ¿Usted la ha visto?

– Dos policías la trajeron a mi cuarto, para que me identificase.

– No se preocupe, no hay que temer por ella. Es valiente, cumplirá con su deber. ¿Tuvo oportunidad de hablar con la pequeña de su casera?

– ¿Con Matryona…? ¿Por qué iba a hablar con Matryona?

– Por nada, por nada. Es que le gustan los niños. Dése cuenta: ella misma es una niña, muy sencilla, muy candorosa.

– Los policías me interrogaron, y me volverán a interrogar. No les oculté nada; tampoco ocultaré nada la próxima vez. Le advierto que no puede utilizar a Pavel contra mí.

– No me hace falta utilizar a Pavel contra usted. Pero sí puedo utilizarle a usted contra sí mismo.

Están en la calle Sadovaya, en el corazón del mercado. Hinca los tacones y se detiene.

– Usted dio a Pavel una lista en la que figuraban las personas que usted quería matar -dice.

– De la lista ya hemos hablado, ¿o no se acuerda? No era más que una lista de tantas. Y hay muchísimas copias de todas esas listas.

– No ha contestado a mi pregunta. Lo que quiero saber…

Nechaev alza bruscamente la mirada y se echa a reír. Le sale una bocanada de vapor.

– ¡No me lo diga! ¡Quiere saber si estaba usted incluido en ella!