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– Quiero saber si esa es la razón por la cual Pavel riñó con usted, quiero saber si vio que yo estaba señalado en su lista, si se negó.

– ¡Qué idea tan disparatada, Fiodor Mijailovich! ¡Usted no figura en ninguna lista, por descontado! Es usted una persona demasiado valiosa. De todos modos, y entre nosotros dos, le diré que no supone ningún cambio qué nombres vayan en las listas. Lo que sí importa es que esas personas sepan que les aguarda una seria represalia, lo que importa es que se meen encima. Eso es algo que el pueblo entiende y aprueba. Al pueblo no le interesan los casos individuales. El pueblo ha vivido padecimientos de toda clase desde tiempo inmemorial; ahora, el pueblo exige que sean ellos los que sufran. No se preocupe. Aún no le ha llegado la hora. De hecho, nos haría muy felices disponer de la colaboración desinteresada de personas como usted.

– ¿De personas como yo? ¿Qué personas son como yo? ¿Es que espera que escriba panfletos para ustedes?

– No, claro que no. Su talento no sirve para los panfletos; es usted demasiado sincero para eso. Venga, caminemos. Quiero llevarle a un sitio. Quiero plantar una semilla en su alma.

Nechaev lo toma del brazo y reanudan la caminata por la calle Sadovaya. Se les acercan dos oficiales que llevan los capotes verde oliva del regimiento de dragones. Nechaev les cede el paso, saludándoles con la mano en alto. Los oficiales contestan a su saludo con un gesto.

– He leído Crimen y castigo, su libro -prosigue-. Y de ahí saqué la idea. Es un libro excelente; nunca he leído cosa igual. A veces me aterraba. La enfermedad de Raskolnikov y todo eso. Tiene que haber oído alabanzas de mucha gente. Pero da igual, se lo digo sinceramente. -Se golpea con la palma abierta sobre el pecho y, como si se arrancase el corazón, le acerca a la cara la mano abierta. Diríase que la rareza de su gesto a él mismo le sorprende, pues se sonroja.

Es el primer acto no calculado que ha visto en Nechaev, y le sorprende. Un corazón virginal, se dice, que enloquece con su propia agitación. Es como esa criatura del doctor Frankenstein cuando cobra vida propia. Siente un primer amago de compasión por ese joven rígido y repulsivo.

Están en pleno mercado. Nechaev lo conduce por callejuelas estrechas, repletas de tenderetes y carromatos de mercachifles, atravesando una masa de maloliente humanidad.

En un portal hacen un alto. Nechaev saca del bolsillo una bufanda de lana azul.

– Tengo que pedirle que me permita vendarle los ojos -dice.

– ¿Adonde me lleva?

– Hay algo que quiero enseñarle.

– Ya, pero ¿adonde me lleva?

– Al sitio en donde vivo ahora, un sitio del pueblo. A los dos nos será más fácil. Así podrá decir con toda honestidad que no sabe dónde localizarme.

Con la bufanda bien prieta sobre los ojos, se permite el lujo de volver al acogedor ámbito de las tinieblas. Nechaev lo guía; tropieza con la gente que circula por la calle, se lleva un par de empujones, pierde pie una vez, a punto está de caer, pero recibe ayuda a tiempo.

Dejan atrás la calle y se internan por lo que parece un patio. De una taberna llegan canciones, el rasgueo de una guitarra, gritos de jaleo. Huele a alcantarilla y a despojos de pescado.

Siente que Nechaev le lleva la mano hasta apoyarla en una barandilla.

– Vaya con cuidado -dice Nechaev-. Esto está tan oscuro que de nada serviría quitarle la bufanda de los ojos.

Se arrastra por las escaleras como si fuera un anciano. El aire está húmedo, rancio, quieto. Por algún sitio oye el goteo del agua. Es como entrar en una cueva.

– Atención dice Nechaev, cuidado con la cabeza.

Se paran y le quita la bufanda. Están al pie de una escalera de tablones, a oscuras, ante una puerta cerrada. Nechaev llama con los nudillos: primero cuatro golpes, después tres. Esperan. No se oye más que el gotear del agua. Nechaev repite la clave. No hay respuesta.

– Tendremos que esperar -dice-. Venga por aquí.

Llama a otra puerta, del otro lado de la escalera. La abre y se aparta a un lado.

Están en un cuarto de sótano, tan bajo que tiene que agacharse. La única iluminación es un ventanuco cerrado con papel encerado, que queda a la altura de la cabeza. El suelo es de piedra. De pie, nota cómo se le cuela el frío a través de las suelas de las botas. Por la unión de la pared con el suelo pasan varias tuberías. Huele a yeso húmedo, a ladrillo húmedo. Aunque sea imposible, parece como si bajasen por las paredes láminas de agua sin cesar.

Al otro extremo del sótano hay una cuerda tendida de lado a lado; de ella penden algunas ropas tan grises como el sótano mismo. Bajo el tendedero hay un catre en el cual están sentados tres niños en idéntica postura: de espaldas a la pared, con las rodillas pegadas a los mentones, abrazados a las pantorrillas. Están descalzos; llevan camisas de hilo. La mayor es una niña. Tiene el pelo alborotado y grasiento; los mocos resecos le llegan al labio superior, que se lame lánguidamente. De los otros, uno aún no sabe andar. Ninguno hace el menor movimiento, ni emite ningún ruido. Con sus ojillos acuosos, observan indiferentes a los intrusos que los miran.

Nechaev prende una vela y la coloca en una hornacina que hay en la pared.

– ¿Es aquí donde vive?

– No, pero eso no tiene importancia.

Comienza a caminar de un lado a otro. De nuevo tiene una impresión de energía confinada. Se imagina a Pavel a su lado. No, Pavel no fue conducido como él. Ya no es tan difícil comprender por qué lo aceptó Pavel como cabecilla.

– Permítame decirle por qué lo he traído aquí, Fiodor Mijailovich -dice Nechaev-. En el cuarto de al lado tenemos una imprenta manual. Es ilegal, por supuesto. El idiota que guarda la llave por desgracia ha salido, aunque me aseguró que iba a estar aquí. Lo que quiero es ofrecerle el uso de esta imprenta antes de que se marche de Petersburgo. Cualquier cosa que quiera decir la podemos poner en circulación en cuestión de horas. Miles de ejemplares. En un momento como este, cuando estamos al borde de grandes acontecimientos, cualquier aportación suya podría tener un efecto inmenso. Su nombre es ampliamente respetado, sobre todo entre los estudiantes. Si está usted dispuesto a escribir y a firmar con su nombre el relato de cómo perdió la vida su hijastro, no cabe duda de que los estudiantes se echarán a la calle para expresar su justa protesta. Deja de caminar de un lado a otro y lo mira de frente. Lamento que Pavel Isaev haya muerto. Era un buen camarada, pero no podemos limitarnos a contemplar el pasado. Debemos hacer uso de su muerte para encender una llama. Él estaría muy de acuerdo conmigo. Le apremiaría a que diera usted una buena finalidad a la ira que le embarga.

Mientras dice estas palabras, parece como si se diera cuenta de que ha ido demasiado lejos. Se corrige de forma poco convincente.

– Su ira y su tristeza, quiero decir. De ese modo, su muerte no habrá sido en vano.

Encender una llama: ¡es demasiado! Se da la vuelta, se dispone a marchar. Pero Nechaev lo sujeta, lo retiene.

– ¡No puede irse todavía! -dice con los dientes apretados. ¿Cómo puede usted abandonar Rusia y regresar a su despreciable existencia de burgués? ¿Cómo es posible que ignore usted un espectáculo como este? -Señala con un gesto lo que hay al fondo del sótano-. Es un espectáculo que puede multiplicarse por mil, por un millón, a lo largo y a lo ancho de todo el país. ¿Qué ha sido de usted? ¿Es que no le queda nada de chispa? ¿Es que no ve lo que tiene delante de los ojos?

Se da la vuelta y contempla el húmedo sótano. ¿Qué es lo que ve? Tres niños ateridos, famélicos, que esperan al ángel de la muerte.

– Lo veo igual de bien que usted replica-. O mejor.

– ¡No! Cree que lo ve, pero no ve nada. La visión no es solo cosa de los ojos; es cuestión de comprender correctamente las cosas. Lo único que ve usted son las miserables circunstancias que prevalecen en este sótano, en el que ni siquiera se debería condenar a vivir a una rata, a una cucaracha. Ve el patetismo de tres niños que se mueren de hambre; si espera un poco, también verá a su madre, una mujer que para traer a casa un mendrugo de pan tiene que venderse por las calles. Ve cómo han de vivir los pobres de solemnidad en Petersburgo. Pero eso no es ver, eso no es más que puro detalle. No consigue usted reconocer qué fuerzas son las que determinan la vida a la que están condenados estos seres. Las fuerzas: ante eso sí que está usted ciego.