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Con un dedo, traza una línea en el suelo (se agacha a tocar el suelo; las yemas de los dedos se le humedecen) que llega hasta el ventanuco para perderse en el cielo.

– Aquí terminan las líneas, aunque ¿dónde cree usted que empiezan? Empiezan en los ministerios y en el tesoro, en la bolsa de valores y en los bancos. Empiezan en las cancillerías de toda Europa. Las líneas de fuerza comienzan ahí, e irradian en todas direcciones, hasta terminar en sótanos como este, en donde viven bajo tierra estos pobres desgraciados. Si usted lo escribiera, verdaderamente podría despertar al mundo. Claro está -ríe con amargura- que si lo escribiese nadie se lo permitiría publicar. Le dejan a usted escribir lo que quiera sobre el mudo sufrimiento de los pobres, hasta hartarse y aplacar su corazón, e incluso le aplauden, cómo no, pero jamás le permitirían publicar la auténtica verdad. Por eso le ofrezco la imprenta. ¡Haga algo! Dígales a todos qué fue de su hijastro, por qué fue sacrificado.

Sacrificado. Tal vez se haya distraído, tal vez es que está cansado, pero no logra entender cómo fue sacrificado Pavel, ni menos aún por quién. Tampoco le conmueve este derroche de vehemencia sobre las líneas. Y no está de humor para aguantar arengas de ese estilo.

– Veo lo que veo -dice fríamente-. Y no veo ninguna línea.

– ¡En tal caso, lo mismo daría que siguiera usted con la bufanda sobre los ojos! ¿Es que debo darle una lección? Le atormenta a usted la cara repugnante del hambre, de la enfermedad y la pobreza, pero el hambre, la enfermedad y la pobreza no son el enemigo. No son sino medios por los cuales se manifiestan las auténticas fuerzas de este mundo. El hambre no es una fuerza; es un medio, igual que el agua es un medio. Los pobres viven en el hambre como viven los peces en el agua. Las auténticas fuerzas tienen su origen en los centros de poder, en la colusión de intereses que allí tiene lugar. Me dijo antes que le daba miedo que su nombre pudiera estar en las listas. Se lo aseguro de nuevo, se lo juro: no está. En nuestras listas solo se nombra a las sanguijuelas y arañas que se apoltronan en los centros de cada telaraña. Una vez sean destruidas estas arañas y sus telas, los niños como estos tendrán libertad. Por toda Rusia, los niños serán capaces de salir por fin de sus sótanos. Habrá alimentos y ropa, casas para todos, casas como es debido. ¡Y habrá trabajo que hacer, muchísimo trabajo que hacer! En primer lugar, arrasar los bancos, destruir las bolsas de valores, los ministerios del gobierno; arrasarlos tan por completo que nunca puedan ser reconstruidos.

Los niños, que en un principio parecían atender, han perdido todo interés. El más pequeño ha caído de lado y duerme sobre el regazo de su hermana. Es una niña más pequeña que Matryona, aunque también, y le llama la atención, más apagada, más aquiescente. ¿Habrá empezado ya a decir sí a los hombres?

Hay algo extraño en su forma de mirar en silencio. Nechaev no les ha dicho nada desde que llegaron, ni tampoco ha dado muestra alguna de saber siquiera cómo se llaman. Especimenes de la pobreza urbana: ¿son para él algo más que eso? ¿Es que debo darle una lección? Recuerda el malicioso comentario de la princesa Obolenskaya: que el joven Nechaev había querido ser maestro de escuela, pero que no aprobó los exámenes de ingreso, y que había recurrido a la revolución para vengarse de quienes lo examinaron. ¿Es Nechaev otro pedagogo, como su mentor Jean Jacques?

Y las líneas: sigue sin estar seguro de qué quiere decir Nechaev al referirse a las líneas. No le hace ninguna falta que nadie le repita que los banqueros amasan el dinero, que la suya es una codicia que a cualquiera le encogería el corazón. Pero Nechaev insiste en otra cosa. ¿En qué? ¿En rosarios de números que atraviesan el papel encerado del ventanuco y que golpean a esos niños en los estómagos vacíos?

De nuevo la cabeza le da vueltas. Darle una lección. Respira hondo.

– ¿Tiene usted cinco rublos? pregunta.

Nechaev se tienta los bolsillos con gesto distraído.

– ¡Esa niña de ahí, véala! -él la señala con un gesto del mentón-. Si le diera usted un buen baño y le cortase el pelo, si le pusiera un vestido nuevo, podría proporcionarle la dirección de un establecimiento en el que esta misma noche, sin esperar a más, ella le daría cien rublos a cambio de una inversión de cinco. Y si le diera de comer como es debido, si la mantuviera bien limpia y no la aprovechase en exceso ni dejara que se pusiera enferma, podría ganar para usted cinco rublos por noche, al menos durante otros cinco años. Es fácil.

– ¿Qué…?

– Escúcheme bien. En los sótanos de Petersburgo hay niñas de sobra, y por las calles de Petersburgo hay caballeros de sobra, con los bolsillos forrados de dinero y con un gusto especial por probar la carne joven, tantos como para traer la prosperidad a todos los pobres de la ciudad. Lo único que hace falta es mantener la cabeza fría. A espaldas de sus hijos, los que habitan en los sótanos podrían salir a la luz del día.

– ¿Qué sentido tiene su depravada parábola?

– Yo no hablo nunca con parábolas. Igual que a usted, me indigna el sufrimiento de los inocentes. A mi no me engaña, Sergei Gennadevich. Durante bastante tiempo no estuve dispuesto a creer que mi hijo pudiera haber sido uno de sus seguidores. Ahora empiezo a entender qué es lo que veía en usted. Usted ha nacido con el espíritu de la justicia en el cuerpo, y aún no se ha apagado ese espíritu. Estoy seguro de que si a esa niña la arrastrase con arrumacos a un callejón uno de nuestros libertinos de Petersburgo, y si los encontrase usted de repente, por ejemplo, si hubiese decidido no perderla de vista y estar vigilante por lo que le pudiera suceder, no vacilaría usted al hincarle al hombre un puñal por la espalda, con tal de salvarla a ella. Y si fuera demasiado tarde para salvarla, con tal de vengarla al menos.

»Esto no es una parábola: es una historia acerca de los niños, acerca del uso que se les puede dar a los niños. Con la ayuda de una niña, las calles de Petersburgo podrían quedar libres de una sanguijuela, quizá incluso de un banquero de los que según dice usted chupan la sangre del pueblo. A su debido tiempo, la esposa y los hijos del difunto también podrían ser arrojados a la calle, para introducir así un mayor nivelamiento.

– ¡Es usted un cerdo!

– No, no es ese el lugar que me corresponde en la historia. Yo no soy el cerdo, no soy el hombre que se queda atascado como un cerdo en ese callejón. Se lo vuelvo a decir: no es una parábola, sino una historia, un cuento. Los cuentos pueden tratar sobre otras personas: nadie está obligado a encontrar el lugar que le corresponde en ellos. Pero si el espíritu de la justicia no le permite hacer caso omiso del sufrimiento de los niños inocentes, ni siquiera en un cuento, hay muchas otras formas de castigar a las arañas que los acechan y se ceban en ellos. No hace falta ser una niña, por ejemplo, para conducir a un hombre por un callejón oscuro. Basta con afeitarse bien la barba y empolvarse la cara, ponerse un vestido e ir siempre por la sombra.

Ahora sonríe Nechaev, o al menos le muestra los dientes.

– ¡Todo eso está sacado de uno de sus libros! ¡Es parte de sus perversas engañifas de cuentista!

– Puede ser, pero aún me queda una pregunta que hacer. Si hoy fuese usted libre de vestirse a su antojo y de ser quien quisiera, de seguir sin reparos los acicates del espíritu de la justicia (un espíritu, sigo convencido, que reside en su corazón), ¿en qué situación nos veríamos mañana, una vez se hubiese obrado la tempestad de la venganza del pueblo, cuando todo el mundo estuviera nivelado? ¿Seguiría usted siendo libre de ser quien quisiera? ¿Seríamos todos por fin libres de ser quienes quisiéramos ser?