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– Eso ya no sería necesario.

– ¿No sería necesario vestirse como uno quisiera? ¿Ni siquiera los días de carnaval?

– Esta conversación es una estupidez. No serían necesarios los días de carnaval.

– ¿No habría días de carnaval? ¿Ni vacaciones?

– Habría días de recreo. El pueblo podría elegir entre descansar o irse al campo a ayudar en la cosecha.

– Sí, ya he oído hablar de los días de cosecha. A buen seguro cantaremos mientras estemos trabajando. Pero vuelvo a mi pregunta. ¿Qué sería de mí? ¿Qué lugar tendría yo en su utopía? ¿Me estaría permitido vestirme como una mujer, si el espíritu me llevase por esos derroteros, o bien como un joven dandy de traje blanco? ¿O solo se me permitiría un único nombre, una dirección, una edad, una paternidad?

– No soy yo quien ha de estipular tales cosas. El pueblo le dará su respuesta. El pueblo le dirá qué le estará permitido hacer.

– Pero ¿cuál es su dictamen, Sergei Gennadevich? Lo digo porque, si no es usted del pueblo, ¿quién es usted, qué futuro tiene? ¿Gozaré aún de la libertad de hacerme pasar por quien quiera, por un joven, por ejemplo, deseoso de pasar sus horas libres dictando listas de personas que no le agradan, ideando sanguinarios castigos para esas personas, o hacerme pasar por el responsable del almacén cuyo cometido es encargar el serrín que ha de llenar la cesta situada debajo de la guillotina? ¿Tendré esa libertad? ¿O más bien habré de tener muy en cuenta lo que le oí decir una vez en Ginebra, esto es, que ya estamos hartos de Copérnico y sus semejantes, y que si apareciese otro Copérnico habría que sacarle los ojos de las cuencas?

– Usted delira. Usted no es Copérnico.

– Eso es muy cierto, yo no soy Copérnico. Cuando alzo la mirada a los cielos solamente veo las estrellas que nos contemplaban cuando nacimos, y que nos contemplarán cuando muramos, al margen de cómo queramos disfrazarnos, al margen de lo recónditos y profundos que sean los sótanos en los que decidamos escondernos.

– Yo no me escondo; simplemente, me he mezclado con la gente invisible de esta ciudad, con las condiciones que me han hecho posible. Claro que usted de ninguna forma alcanza a ver cuáles son esas condiciones.

– ¿Me permite que le sea sincero? Está usted diciendo tonterías. Puede que no vea las líneas y los números en el cielo, pero no estoy ciego.

– ¡No hay más ciego que el que no quiere ver! Ve a esos niños muriéndose de hambre en un sótano, pero se niega en redondo a entender qué es lo que determina las condiciones en que viven esos niños. ¿Cómo puede decir que ve? Claro está que usted y también quienes le pagan tienen un interés en cualquier niño famélico, cualquier niño de mirada hueca. A fin de cuentas, esas son las cosas sobre las que les gusta leer: niños enternecedores y de mirada hueca, niños de vocecillas inaudibles. Pues deje que le diga cuál es la verdad sobre el hambre. Cuando lo miran, ¿sabe usted qué ven esas criaturas de mirada hueca? ¡Pregúnteselo! Se lo voy a decir yo. No ven más que mejillas gruesas y una lengua bien jugosa. Esos inocentes podrían lanzarse sobre usted igual que las ratas, y podrían masticar sus carnes si no supieran que es usted más fuerte y que los destrozaría a palos. Pero usted prefiere no reconocerlo. Usted prefiere ver ahí a tres angelitos que han hecho una breve visita a la tierra.

»Cuanto más hablo con usted, Fiodor Mijailovich, menos entiendo cómo es posible que haya escrito usted sobre Raskolnikov. Raskolnikov al menos estuvo vivo hasta que contrajo aquella fiebre, o lo que fuese. ¿Sabe qué impresión me causa usted en este momento? La misma que un caballo viejo, con orejeras, que da vueltas y vueltas sin fin, que rueda y amasa a diario el mismo cuento de siempre, un día y otro sin cesar. ¿Qué derecho tiene de hablarme de disfraces? No sabría usted endomingarse siquiera para salvar la vida. No es usted más que un viejo reseco, un viejo caballo de tiro al que poco le falta para que se le acabe la vida. ¿No va siendo hora de que intente compartir la existencia con los oprimidos, en vez de sentarse en su casa a escribir sobre ellos para ponerse luego a contar el dinero que ha ganado? En fin, ya veo que empieza usted a ponerse nervioso. Imagino que lo que quiere es irse cuanto antes a su casa para anotar en su libreta cualquier cosa sobre este sótano y esos niños, antes de que el recuerdo se diluya. ¡Me da asco!

Hace una pausa, se acerca, lo mira.

– ¿Voy acaso demasiado lejos, Fiodor Mijailovich? -sigue diciendo, quizá con más delicadeza-. ¿Estoy quizá traspasando los límites de la decencia, desvelando algo que no debería desvelar? ¿Será que lo hemos calado todos nosotros, su hijastro también? ¿Por qué calla ahora? ¿Se acerca demasiado el cuchillo al hueso? Saca la bufanda del bolsillo- ¿Querrá que le pongamos la venda de nuevo en los ojos?

¿Que se ha acercado al hueso? Sí, puede ser que haya dado en el clavo. Y no es la acusación misma, sino la voz que oye detrás: la de Pavel, la queja de Pavel ante su amigo, el amigo que reserva esas palabras como si fueran veneno.

Con gesto de desánimo aparta la bufanda.

– ¿Por qué intenta provocarme? -dice. Usted no me ha traído aquí para mostrarme su imprenta, ni para mostrarme a esos niños famélicos. Eso no son más que pretextos. ¿Qué es lo que quiere realmente de mí? ¿Quiere que me invada la rabia y que me largue de estampida, que le traicione y lo delate a la policía? ¿Por qué no se ha ido de Petersburgo? En vez de huir, como cualquier persona sensata, se está comportando como Jesús en las afueras de Jerusalén, a la espera de un asno que lo lleve a presencia de sus enemigos, de quienes quieren buscarle la ruina. ¿Confía acaso que sea yo ese asno? Se imagina usted que es el príncipe escondido, el príncipe y el mártir, a la espera de que lo llamen. Quiere usted robarle la Pascua a Jesús. Esta es la segunda vez que me tienta, pero yo no estoy tentado.

– ¡Ya basta, no cambie de conversación! Estamos hablando de Rusia, no de Jesús. Y ya basta de echarme a mí la culpa. Si me traiciona, lo hará solamente porque me odia.

– Yo no le odio. No tengo por qué.

– ¡Sí, sí tiene por qué! Quiere devolverme el golpe porque yo abro los ojos de la gente, que así ve cómo es usted en verdad, usted y los de su generación.

– ¿Y cómo soy yo en verdad, yo y los de mi generación?

– Se lo voy a decir. Sus días están contados. Lo que ocurre es que en vez de hacer mutis y abandonar el escenario sin hacer ruido, quieren arrastrar al mundo entero con ustedes. Les irrita que las riendas pasen a manos de hombres más jóvenes y más fuertes, hombres que van a construir un mundo mejor. Así es como son ustedes. Y no me venga con el cuento de que usted fue un revolucionario, que fue condenado a diez años en Siberia por sus creencias. Sé al dedillo que a usted lo trataron en Siberia como si fuese parte de la nobleza. Usted no compartió los sufrimientos del pueblo, en modo alguno: todo eso es mera falsedad. ¡Los viejos como usted me dan asco! El día en que cumpla treinta y cinco años, me vuelo la tapa de los sesos, se lo juro.

Esas últimas palabras le salen con tal petulancia que él no puede disimular una sonrisa. El propio Nechaev se sonroja, presa de la confusión.

– Ojalá tenga ocasión de ser padre antes de llegar a esa edad, para que sepa a qué sabe este cáliz.

– Yo nunca seré padre-musita Nechaev.

– ¿Cómo lo sabe? No puede estar tan seguro. Todo lo que puede hacer el hombre es derramar la simiente; después, esta tiene vida propia.

Nechaev sacude la cabeza con vehemencia. ¿Qué pretende decir? ¿Que él no derrama su simiente? ¿Que ha jurado voto de castidad, como Jesucristo?