– Ande con cuidado -dice Nechaev meneando un dedo con gesto significativo-. Tenga cuidado con las palabras que emplea conmigo. Yo soy de Rusia; cuando dice que soy un demente, está diciendo que Rusia es demente.
– ¡Bravo! -dice su camarada, y da un aplauso tenue y burlón.
Intenta por última vez darse ánimo.
– No, eso no es verdad. Es puro sofisma. Usted no es más que parte de Rusia, solamente una parte de la demencia de Rusia. Yo soy el que… -se lleva la mano al pecho, y perplejo por lo afectado de su gesto, la deja caer. Yo soy el que lleva a cuestas la demencia. Es mi sino, mi carga, no la suya. Usted aún es un niño, todavía no puede ni empezar a soportar siquiera ese peso.
– ¡Bravísimo! -dice el hombre, y aplaude-. ¡Ahí te tiene pillado, Sergei!
– Así pues, quiero hacer un trato con usted -prosigue-. Al fin y al cabo, escribiré algo para su imprenta. Contaré la verdad, toda la verdad, en una sola página, tal como usted me exige. Mi única condición es que lo imprima tal cual, sin cambiar una coma, y que lo haga circular.
– ¡Hecho! Nechaev se enardece claramente, convencido de su triunfo. ¡Me gustan los tratos! ¡Dale papel y pluma!
El otro coloca un tablón sobre la mesa de componer y saca un papel.
Escribe lo siguiente:
«La noche del 12 de octubre del año de Nuestro Señor de 1869, mi hijastro Pavel Alexandrovich Isaev halló la muerte al caer al vacío desde la chimenea de la fundición que hay en el Muelle Stolyarny. Ha corrido el rumor de que su muerte fue obra de la Tercera Sección de la Policía Imperial. Este rumor es una artera patraña. Estoy convencido de que mi hijastro fue asesinado por su falso amigo, Sergei Gennadevich Nechaev.
»Que Dios se apiade de su alma.
»F. M. Dostoievski.
»18 de noviembre de 1869.»
Con un leve temblor, entrega el papel a Nechaev.
– ¡Excelente! -dice Nechaev, y pasa el papel al otro-. La verdad, tal como la ve un ciego.
– Imprímalo.
– Prepara la composición- ordena Nechaev al otro.
Este le mira con gesto dubitativo.
– ¿Es verdad?
– ¿Verdad? ¿Qué es la verdad? -exclama Nechaev con una voz que resuena por todo el techo del sótano-. ¡Prepáralo! ¡Bastante tiempo hemos perdido!
En ese instante comprende con toda claridad que ha caído en una trampa.
– Permítame una corrección -dice él. Toma el papel, lo arruga, se lo guarda en el bolsillo. Nechaev no intenta impedírselo.
– Demasiado tarde, ya no hay retractación posible dice-. Usted lo ha escrito delante de un testigo. Lo imprimiremos tal como le he prometido, palabra por palabra.
Una trampa, una trampa demoníaca. A fin de cuentas, no es él, en contra de lo que había pensado, una figura salida entre bastidores que se interpone como un intruso incómodo en una disputa entre su hijastro y Sergei Nechaev, el anarquista. La muerte de Pavel solo ha sido el señuelo para hacerle viajar de Dresde a Petersburgo. Él ha sido la presa en todo momento. Ha sido engatusado para salir de su escondrijo, y ahora Nechaev se le ha echado encima y lo ha sujetado por el cuello.
Lo mira enfurecido, pero Nechaev no cede un ápice.
17 El veneno
El sol cabalga bajo en el cielo pálido y claro. Al salir de la maraña de callejuelas tortuosas a Voznesensky Prospekt tiene que cerrar los ojos; el mareo y el aturdimiento han vuelto, hasta el punto de que casi echa de menos una venda sobre los ojos, una mano que lo guíe.
Está hastiado del torbellino infernal de Petersburgo. Dresde lo llama de lejos como un islote de paz: Dresde, su esposa, sus libros y sus papeles, un centenar de mínimas comodidades que es lo que constituye un hogar, y entre todas ellas no desdeñable el placer de la ropa interior limpia. Y todo esto, precisamente ahora que, sin pasaporte, no se puede marchar. «¡Pavel!», susurra, repitiendo el ensalmo. Pero ha perdido todo contacto con Pavel y con la lógica que le indica el porqué; solo porque Pavel murió aquí, está atado a Petersburgo. Ya no lo retienen el recuerdo de Pavel, ni tampoco Anna Sergeyevna, sino el hoyo excavado para él por el hombre que traicionó a Pavel. No tuerce a la izquierda, hacia la calle Svechnoi, sino a la derecha, en dirección a la calle Sadovaya, donde está la comisaría de policía; confía, algo irritado, en que Nechaev lo siga, lo espíe.
La sala de espera está tan llena como antes. Ocupa su lugar en la cola; al cabo de veinte minutos llega al mostrador.
– Dostoievski. Me persono tal como se me ha exigido dice.
– ¿Se lo ha exigido quién? -el funcionario que le atiende es joven, ni siquiera viste uniforme de policía.
Alza las manos exasperado.
– ¿Cómo quiere que lo sepa? Se me ha exigido que me persone aquí, y eso es lo que vengo a hacer.
– Siéntese, enseguida le atenderán.
Su exasperación se desborda.
– ¡No hace falta que me atienda nadie; basta con que esté aquí! Ya me ha visto usted en carne y hueso. ¿Qué más pretende? ¿Y cómo quiere que me siente, si no hay asientos libres?
El funcionario se queda claramente de una pieza por este arranque de vehemencia; el resto de los presentes también lo miran con curiosidad.
– Anote mi nombre y terminemos de una vez -le exige.
– No puedo escribir un nombre así, sin más -contesta el funcionario con un tono razonable-. ¿Cómo quiere que sepa que es su nombre? Muéstreme el pasaporte.
No logra contener la cólera.
– ¡Primero me confiscan el pasaporte y ahora me exige que se lo enseñe! ¡Qué insanía! ¡Quiero ver al concejal Maximov!
Pero si cuenta con que el funcionario se atemorice por el nombre de Maximov, está muy engañado.
– El concejal Maximov está ocupado. Lo mejor será que se siente y se tranquilice. Lo atenderán en cuanto sea posible.
– ¿Y cuánto va a tardar?
– ¿Cómo quiere que lo sepa? No es usted el único que tiene problemas -hace un gesto hacia la sala atestada de gente. En todo caso, si desea hacer una reclamación o expresar una queja, lo correcto es que la presente por escrito. No podemos ponernos en funcionamiento hasta que lo tengamos por escrito; ya sabe usted, necesitamos algo donde hincar el diente, por así decir. Me parece que es usted un hombre cultivado; seguramente aprecia la escritura en lo que vale. Y se vuelve al siguiente de la cola.
No le cabe la menor duda de que, si pudiera recibirlo Maximov, canjearía a Nechaev por su pasaporte. Si llegara a vacilar, sería solo por estar convencido de que ser traicionado, y más traicionado por él, por Dostoievski, es exactamente lo que Nechaev necesita. ¿O es acaso peor, y aún queda una nueva vuelta de tuerca? ¿Será posible que, tras las abundantes insinuaciones que Nechaev ha ido sembrando acerca de su potencial, el de Dostoievski, de traicionarle, exista la intención de confundirle e inhibirle? A cada paso tiene la impresión de haber sido derrotado, y derrotado quizá porque desea perder, ser derrotado por un jugador que, desde el día en que lo conoció y quizá desde mucho antes, admitió el placer que a él le produce ceder, dejarse enmarañar en la intriga, dejarse engatusar, seducir, de modo que ha sabido aprovechar ese conocimiento para sus propios fines. ¿Cómo, si no, iba a explicar esta estúpida pasividad suya, este estado medio aletargado, medio drogado, en que se halla su conciencia?
¿Fue igual con Pavel? ¿Fue Pavel en lo más hondo de su ser un genuino hijo de su padrastro, susceptible de ser seducido por la voluptuosa promesa de la seducción?
Nechaev hablaba de los financieros tildándolos de arañas, pero en este instante se siente como una mosca atrapada en la telaraña de Nechaev. Tan solo acierta a pensar en una araña más grande que Nechaev: la araña de Maximov sentado ante su mesa, mojándose los labios con la lengua, saboreando por adelantado la siguiente presa. Confía en que devore a Nechaev, en que lo engulla entero, le aplaste los huesos y escupa los restos resecos de su cuerpo.