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Así, después de felicitarse, se ha hundido en el ánimo vengativo más inicuo que pueda imaginar. ¿Podrá caer más bajo aún? Recuerda el comentario de Maximov: bendito, con los tiempos que corren, por haber tenido solo hijas. Si ha de haber hijos varones, mejor engendrarlos de lejos, como las ranas o los peces.

Se imagina a la araña de Maximov en su hogar, sus tres hijas alborotadas a su alrededor, acariciándole con sus garras, siseando quedamente, y a su pesar siente también un infinito resentimiento.

Había esperado recibir rápida respuesta de Apollon Maykov, pero el portero se muestra inflexible e insiste en que no hay mensajes para él.

– ¿Está seguro de que mi carta fue franqueada?

– A mí no me pregunte, pregúntele al mozo que la llevó.

Intenta localizar al chico, pero nadie sabe dónde está.

¿No debería escribir otra vez? Si la primera petición llegó a Maykov y si este no hizo caso, ¿no le parecerá abyecta una segunda intentona? Aún no es un mendigo. Pero la ingrata verdad es que vive día a día gracias a la caridad de Anna Sergeyevna. Tampoco puede confiar en que su presencia en Petersburgo siga siendo un secreto y pase inadvertida durante mucho más tiempo. Tarde o temprano se correrá la noticia, si es que no se ha difundido ya; en ese instante, media docena de acreedores podrían iniciar el debido procedimiento judicial para que sea arrestado. Su indigencia no le serviría de protección: un acreedor fácilmente puede suponer que, como último recurso, su esposa o la familia de su esposa, o incluso sus colegas escritores, podrían reunir el dinero necesario para salvarlo de la ignominia.

¡Razón de más, por tanto, para irse de Petersburgo! Tiene que recuperar el pasaporte como sea; si no lo consigue, tendrá que arriesgarse a viajar otra vez con los papeles de Isaev.

Ha prometido a Anna Sergeyevna ocuparse de la niña enferma. Se encuentra abierta la cortina de la alcoba; Matryona está sentada en la cama.

– ¿Qué tal te encuentras? -le pregunta.

Ella no contesta; parece absorta en sus pensamientos.

Se acerca un poco más, le palpa la frente con la mano. Tiene coloreadas las mejillas, respira de forma muy superficial, pero no parece que haya fiebre.

– Fiodor Mijailovich dice ella hablando muy despacio y sin mirarle-, ¿morirse duele?

Le asombra el rumbo que ha tomado su pensamiento.

– ¡Mi querida Matryosha! -le dice-. ¡Tú no vas a morir! Anda, acuéstate, duerme un poco, que te sentirás mejor. Dentro de muy poquitos días volverás a la escuela; ya oíste lo que dijo el médico.

Pero mientras habla, ella menea la cabeza.

– No lo digo por mí-dice. Solo quiero saber si duele, ya sabes, cuando una persona se muere.

La niña se ha puesto seria.

– ¿En el momento de la muerte?

– Sí. No cuando estás muerto del todo, sino un poco antes.

– ¿Cuando sabes que estás muerto?

– Sí.

Le colma una gratitud inmensa. Durante varios días, ella se ha cerrado a él, encastillándose en lo obtuso, en lo infantil, entregada al resentimiento, negándole el preciado recuerdo de Pavel que ella lleva dentro. Ahora vuelve a ser la de siempre.

– A los animales no les cuesta ningún trabajo morir -dice con dulzura-. Tal vez deberíamos aprender de ellos la lección. Tal vez por eso están con nosotros en la tierra, para enseñarnos que vivir y morir no es tan difícil como nosotros pensamos.

Hace una pausa; prueba otra solución.

– Lo que más nos asusta de la muerte no es el dolor. Es el miedo de dejar atrás a los que nos aman, y de viajar solos. Pero no es así, no es tan simple. Cuando nos morimos, nos llevamos a los seres queridos en nuestro corazón. Por eso, Pavel te llevó consigo cuando se murió, y me llevó a mí consigo, y también a tu madre. Aún nos lleva dentro a todos. Pavel no está solo.

Ella, todavía con aire perezoso, abstraído, insiste.

– No estaba pensando en Pavel.

Se siente intranquilo; sigue sin entender, aunque ha de pasar un momento más hasta darse cuenta de qué modo tan absoluto sigue sin entender.

– Entonces, ¿en quién estás pensando?

– En la chica que estuvo el sábado aquí.

– No sé de qué chica me hablas.

– La amiga de Sergei Gennadevich.

– ¿La finesa? ¿Lo dices porque la trajeron los policías? ¡No tienes que preocuparte por eso! le toma de la mano y le da unas palmaditas con las que quiere sosegarla-. ¡No se va a morir! ¡Los policías no matan a nadie! Como mucho, la obligarán a volver a Karelia. Tal vez la tengan una temporada en prisión, pero nada más.

La niña retrae la mano y se vuelve de cara a la pared. Él empieza a percatarse de que tal vez ni siquiera ahora haya entendido nada; tal vez ella no le pide que la sosiegue, ni que alivie sus miedos infantiles, tal vez, mediante un rodeo, esté intentando decirle algo que él no sabe.

– ¿Te da miedo que la ejecuten? ¿Es eso lo que te da miedo? ¿Es por algo que ella hizo y que tú sabes?

La niña asiente con la cabeza.

– Pues entonces me lo tienes que decir. No puedo adivinarlo yo solo.

– Todos han jurado que nunca los apresarán. Todos han jurado que antes se quitarán la vida.

– Es muy fácil hacer esos juramentos, Matryosha, pero mucho más difícil es cumplirlos a rajatabla, sobre todo si tus amigos te han dejado en la estacada y tienes que velar por ti misma. La vida es algo precioso, y ella tiene todo el derecho del mundo a conservarla a toda costa, así que no le eches la culpa.

La niña rumia un rato la respuesta, jugando abstraída con las sábanas. Cuando habla, lo hace en un murmullo y con la cabeza inclinada hacia la pared, de modo que él apenas entiende lo que dice.

– Le di un veneno.

– ¿Que le diste el qué?

Ella se aparta el pelo de la cara, y él ve qué es lo que estaba ocultando: la más leve sonrisa.

– Veneno -dice con la misma suavidad-. ¿Duele el veneno?

– ¿Y cómo lo hiciste? -pregunta él para ganar tiempo, mientras la mente se le dispara.

– Cuando le di un trozo de pan. No lo vio nadie.

Rememora la escena que de forma tan extraña le afectó: aquella reverencia a la antigua usanza, la ofrenda de comida a la prisionera.

– ¿Y ella lo sabía? -musita con la boca seca.

– Sí.

– ¿Estás segura? ¿Seguro que sabía qué era?

Asiente. Al recordar qué rígida, qué desagradecida estuvo la finesa en aquel momento, no duda más de ella.

– Pero ¿cómo encontraste tú el veneno?

– Lo dejó Sergei Gennadevich para ella.

– ¿Qué más cosas dejó?

– La bandera.

– ¿La bandera y qué más?

– Algunas otras cosas. Me pidió que se las guardase.

– Enséñamelas.

La niña se levanta como puede; se arrodilla, busca a tientas entre los muelles del somier y saca un envoltorio de lienzo. Lo abre sobre la cama. Un revólver americano y cartuchos. Panfletos. Un monedero de algodón con un largo cordel de cierre.

– El veneno está ahí -dice Matryona.

Afloja el cordel y vierte el contenido: tres cápsulas de cristal que contienen un fino polvo de color verdoso.

– ¿Esto es lo que le diste?

Asiente.

– Tenía que haber llevado uno igual atado al cuello, pero se olvidó-hábilmente se cuelga el cordel del cuello, de modo que el monedero le cuelga entre los senos, como un medallón-. Si lo hubiese llevado, nunca la habrían detenido.

– Así que le diste una de estas…

– Ella la necesitaba para cumplir su juramento. Haría cualquier cosa por Sergei Gennadevich.

– Puede ser. Eso es lo que dice Sergei Gennadevich, desde luego. Sin embargo, si no le hubieses dado el veneno, le habría sido más fácil incumplir la promesa que le hizo a Sergei Gennadevich y que tan difícil es de cumplir, ¿no?